CUENTOS Y RELATOS PARA LOS NIÑOS Y NIÑAS QUE ESTÁN EN CASA
DESDE EL 16 DE MARZO AL 26 DE ABRIL DE 2020, MILES DE NIÑOS Y NIÑAS DE ESPAÑA TUVIERON QUE QUEDARSE EN CASA A CAUSA DE LA PANDEMIA DEL COVID-19. POCO A POCO, TAMBIÉN HICIERON CUARENTENA OTROS MILES, MILLONES, EN AMÉRICA LATINA. LOS 41 CUENTOS QUE PUBLIQUÉ PARA AYUDAR A SOBRELLEVAR SUS ENCIERROS, SIGUEN VIGENTES HOY. POR LO TANTO, LEJOS DE SER BORRADOS DE ESTA WEB, SEGUIRÁN AQUÍ MIENTRAS HAYA NIÑOS QUE NECESITEN LEERLOS, AYUDADO UN POQUITO, PONIENDO PAZ, AMOR Y UNA SONRISA EN SUS VIDAS. FUERON 41 DIAS, 41 HISTORIAS PUBLICADAS CUANDO SE DESATÓ ESTA TORMENTA. HE RESPETADO INCLUSO EL DÍA, LA FECHA EN LA QUE APARECIERON AQUÍ.
AHORA, SEGUID LEYENDO, SEGUID VIVIENDO.
Jordi Sierra i Fabra, septiembre de 2020
EL CUENTO DE HOY, SÁBADO 25 DE ABRIL
LA ROSA DE SAN JORGE
© Jordi Sierra i Fabra 2011
En una tierra hecha de fantasía,
hace mucho tiempo, mil años o más,
se produjo un hecho de gran valentía
en los dominios del buen rey Blas.
Os explicaré la historia.
Recordadla mientras viváis.
Es muy frágil la memoria.
Si no os gusta la olvidáis.
He aquí el gran castillo,
y su rey bien amado,
la reina con su real anillo
y la princesa de rostro nacarado.
Vivían en paz y contentos.
Los montes los protegían.
Carecían de tormentos,
y todos se querían.
Las gentes eran felices,
no había ni un soldado,
como en los cuentos, comían perdices,
el futuro estaba sembrado.
De repente esta armonía,
en un visto y no visto acabó.
Un triste y desdichado día,
al reino un dragón llegó.
No era un dragón cualquiera.
Era un enorme animal.
Robaba desde su madriguera,
y hacía toda clase de mal.
Tan grande como una montaña,
la piel verde y asquerosa.
Se trataba de una alimaña,
tan cruel como peligrosa.
La cola era muy larga,
su olor, nauseabundo.
¡Oh, qué pesada carga,
una imagen de otro mundo!
Echaba fuego por la boca,
de murciélago tenía las alas.
Cualquier cosa que diga es poca.
Las noticias eran malas.
Muy triste estaba la gente.
El reino se enfrentaba al abismo.
Ahora, de repente,
todo era pesimismo.
La bestia era voraz,
sin freno ni medida.
Se lo comía todo, contumaz,
acabando con la vida.
Los sabios se preocuparon,
comenzaron a discutir.
Una solución encontraron,
y al rey se la fueron a decir.
Al oír la sentencia,
el monarca se asustó.
A todo el pueblo en audiencia,
por la mañana se la ofreció.
—¡Al gran dragón hemos de satisfacer!
¡Un sacrificio nos obliga a darle!
¡Uno de nosotros cada amanecer,
se ofrecerá para el hambre calmarle!
La palabra del soberano era ley.
Desde aquel momento, cada día,
al salir el sol y en nombre del rey,
uno de ellos a la bestia se ofrecía.
Nadie era más que su vecino.
Imparcial era el sorteo.
El elegido iba hacia su destino,
fuera alto, guapo o feo.
Hasta que un día, ¡maldito azar!
la suerte fue caprichosa:
a la princesa le fue a tocar,
tan bella ella y cariñosa.
El rey era justo y honorable.
El destino la había escogido.
No hubo dolor más notable.
La dejó ir con el corazón encogido.
Muchos se ofrecieron por ella,
dispuestos a darle la vida.
La veían tan joven y bella,
que querían cambiar la partida.
La princesa fiel y orgullosa,
al encuentro del dragón partió.
Valiente y generosa,
por el pueblo se sacrificó.
Fue un día amargo y tenebroso.
El reino enmudeció.
Era un momento muy doloroso.
Hasta el cielo se ensombreció.
¡Oh cruel destino, que dolor!
¿Quién se podía a la bestia enfrentar?
Más que un milagro, Señor,
¿qué loco podía con ella luchar?
Apareció un jinete por poniente,
en un corcel de brillante blancura.
Jorge se llamaba el valiente,
llevaba lanza, espada y armadura.
—¿Donde está el dragón?
—preguntó el osado caballero.
—¡Está allí, gran campeón!
—le señaló un jornalero.
Poco a poco se interna el vasallo,
por parajes sin una flor.
No se fía el brioso caballo.
De la muerte huele el hedor.
En el lago las huellas vislumbra.
La tierra está bien quemada.
Una cueva al frente le alumbra,
y se detiene en la entrada.
Los ojos del monstruo aparecen.
Brillan como llamas del averno.
Rugidos de fiera estremecen,
para llevarle al sueño eterno.
—¡Ven aquí, bestia brutal!
—grita con toda energía.
—¡Para ti se acabó hacer el mal!
¡Este es tu último día!
La respuesta de la furia es terrible.
Un grito que hiela la sangre.
Surge frente a él, temible,
dispuesta a saciar su hambre.
Lleva a la chica bien sujeta,
entre su garra afilada.
La deja en el suelo, quieta,
la pobre está agotada.
—¡Oh, caballero! ¿Sois real?
—suspira ella con sorpresa.
—No temáis nada, mataré al animal.
¡Vengo a salvaros, princesa!
El joven pone pie en tierra.
Firme mantiene la lanza.
—¡Yo te declaro la guerra!
—lo reta con templanza.
La bestia se agita furiosa.
Escupe fuego y ruge.
Con su imagen tenebrosa,
el alma del héroe cruje.
El gigante ve cerca la victoria.
Parece perdido el campeón.
Pero no acaba aquí su historia.
sino la del implacable dragón.
Ataca la bestia de a una
El caballero apunta a su pecho.
La lanza le clava con fortuna.
La muerte del animal es un hecho.
El bien le ha vencido al mal.
La sangre la tierra moja.
Brota del suelo un rosal,
con una gran rosa roja.
Y el caballero enamorado,
a la princesa se la ofrece.
Ella, que ya le ha amado,
su corazón estremece.
El reino a su héroe aclama.
Tributo le rinden los fieles.
Una boda real se proclama,
llena de dulces y pasteles.
Y esta es la inmortal leyenda.
Cada 23 de abril todo enamorado,
le dará a su amada una ofrenda:
la rosa de su amor extasiado.
EL CUENTO DE HOY, VIERNES 24 DE ABRIL
EL GRAN SALTO
© Jordi Sierra i Fabra 1981, 2003
Una nube de tormenta cargada con miles de millones de gotas de lluvia viajaba por el cielo con rumbo a unos secos y desesperados campos castigados por el sol y la sequía. Al llegar a su destino, las compuertas se abrieron y las gotas de lluvia, en apretadas y ordenadas filas, empezaron a saltar.
Durante horas llovió y llovió. Sin parar. Hasta que la nube, ya exhausta, se dispuso a cerrar las compuertas para retirarse al mar en busca de más agua. Fue entonces cuando se dio cuenta de que en lo más profundo de si misma, quedaba una pequeña, pequeñísima gotita de lluvia, asustada y temblorosa.
—¿Por qué no has saltado? —le preguntó la nube.
—Tengo miedo —dijo la gota de lluvia.
—¿Miedo? —se asombró la nube—. ¿Cómo es posible que una gota de lluvia tenga miedo?
—No temo saltar, ni volar, pero sí estrellarme contra el suelo.
—El destino de toda gota es hacerlo.
—Yo no quiero ese destino. No deseo hacerme añicos.
La nube se sintió muy rara. Era un problema. Si corría la voz, y otras gotas de lluvia salían con lo mismo, ¿quién regaría las tierras? Aquello no estaba bien, no podía ser. La nube se enfadó.
—¡Haz el favor de saltar y no me vengas con tonterías!
—¡No! —la gota se escondió más entre los pliegues vaporosos.
La nube comprendió que no podía obligarla. No tenía forma de hacerlo. ¡Que catástrofe! Ya se habían salido del valle y llegaban a las montañas heladas y cubiertas de nieve.
¡Una gota de lluvia que no quería estrellarse contra el suelo!
De pronto, al ver la nieve en las cumbres, la nube tuvo una idea.
—Preparate, gota —anunció—. Vas a saltar.
—¡No y no! —se resistió la gota miedosa—. ¡Me haré pedacitos!
—No te harás pedacitos, te lo prometo.
—¿Ah, no?
—No. ¿Confías en mi?
—No sé —vaciló la gota.
Sobrevolaban ya las cumbres heladas.
—¡Vamos, salta ahora, no pierdas tiempo!
—¡Tengo miedo! ¡Me estrellaré contra el suelo!
—¡No, te lo prometo! ¡Confía en mi! ¡Caerás suavemente si saltas ahora!
La gota de lluvia miró a la nube. La nube miró a la gota de lluvia. Las nubes nunca mentían. No entendía nada pero… el diminuto punto de agua se resignó a su suerte.
Así que saltó.
Primero cayó rápido, muy rápido, y se asustó mucho. El suelo se acercaba a toda velocidad. Sin embargo a los pocos segundos…
El frío la cambió, convirtiéndola en un copo de nieve.
Un copo que empezó a caer despacio, suave, dulcemente, meciéndose al compás del viento, hasta que una eternidad después, se posó sobre la cumbre de la más alta y helada montaña, aquella que tenía sobre su pico las nieves más eternas.
La gota de lluvia, ahora copo de nieve, supo que allí viviría para siempre.
La nube se alejó sonriendo. La gota le dijo adiós.
Si alguna vez subes a esa montaña, cuidado, no la pises.
EL CUENTO DE HOY, JUEVES 23 DE ABRIL
KAOBAN EL CAZADOR
© Jordi Sierra i Fabra 1985
Su puntería era famosa, no sólo en la Punta de Shama, donde vivía, sino en Suskebancalzarminar, a donde acudía para vender las pieles, y también en Joi, en Basaya, en el Valle de los Hielos o el Desierto de Ozcor. No en vano había sido el vencedor en la prueba de tiro al blanco en los cinco últimos Juegos. Cada mañana salía de su cabaña en los montes y con su ballesta al hombro desaparecía en la espesura de los bosques y los riscos de su exuberante tierra. Fuerte y resistente, podía llegar hasta los mismísimos acantilados de Shama. Al anochecer regresaba con su zurrón bien lleno y la comida suficiente para su familia. Nada cambiaba este modo de vida, constante, hermoso y libre, a excepción de las cuatro veces al año en que iba a Suskebancalzarminar y cada cinco cuando participaba en los Juegos.
Era feliz.
Su nombre: Kaobán.
Cierto día, descansando en lo más agreste del acantilado bajo un puro sol, con la placidez misteriosa de las aguas del mar de Ashama muy lejos, a sus pies, en los rompientes de la alta pared vertical que él coronaba, vio un curioso pájaro volando muy lentamente hacia la isla. No cazaba nunca por el placer de matar, pero aquel pájaro le llamó la atención. Jamás había visto un ejemplar igual, y pensó que obtendría un buen precio comerciando con su piel, o con todo él, si lograba disecarlo. Aunque el sol le daba directamente en los ojos, alzó su ballesta, esperó a estar seguro de que no iba a caer al mar, y luego disparó. La flecha voló certera por el cielo hasta converger con el vuelo del animal, y los dos se precipitaron a tierra desde las alturas. Al llegar Kaobán junto al animal se dio cuenta de que no era exactamente un pájaro, sino… una forma, un cuerpo que parecía un pájaro porque tenía alas, cabeza, pico, patas, pero…
Algo real sobre algo irreal.
El pájaro, o la forma, le vio aproximarse y al arrodillarse Kaobán a su lado le dijo:
—Por favor, no acabes conmigo. No podrás comerme y no te serviré de nada ya que si muero… me desvaneceré.
Kaobán no le creyó, pero tampoco le remató. El hecho de oírle hablar le detuvo, llenándole de perplejidad.
—¿Cómo puedes hablar? —preguntó.
—Porque soy un ser especial. Te prometo que si me ayudas… te ayudarás a ti mismo.
—¿Cómo?
—Sácame la flecha, y podré reemprender el vuelo. A cambio te daré lo que desees. Haré de ti un hombre rico e importante.
Kaobán sonrío.
—Tengo lo que deseo, y soy feliz con ello. Jamás he querido ser rico y mucho menos importante. Si te salvo será por otra razón: la humanidad. Y es lo que voy a hacer.
Nada más terminar de hablar cogió la flecha y con dedos hábiles partió la punta, limó el extremo para que no quedara en él ninguna astilla, y la retiró lentamente, extrayéndola del cuerpo del pájaro—forma. Cuando la flecha le liberó, una leve bruma grisácea fluyó de la herida, que se cicatrizó al momento. Kaobán apenas pudo hacer o decir nada más, porque el extraño ser elevó el vuelo inmediatamente.
Dirigiéndose hacia el Inmenso Vacío.
Aquel día Kaobán no cazó nada, impresionado por su aventura y lo sorprendente de su hallazgo. Abandonó el acantilado, se encaminó a su casa, y al llegar a ella, al anochecer, se encontró que le esperaba nada menos que al Concejal Principal de Suskebancalzarminar. El Representante de la ciudad de los Cazadores en la Asamblea de Shakanjoisha estaba muriéndose, y el Consejero de Suskebancalzarminar había decidido presentar a Kaobán como candidato a la Asamblea. El Cazador apenas si pudo dar crédito a lo que oía.
—¿Yo? Pero… ¿por qué yo? No soy político, ni me interesa serlo. Amo demasiado mi vida y mi libertad para perderla a cambio de convertirme en un ser prisionero de la burocracia, viviendo en Joi.
—¡Tú eres un héroe! —justificó el Concejal Principal—. ¡Eres famoso en toda Shakanjoisha! ¿A quién mejor que a ti podemos enviar? Debes prestarle este servicio a tu gente. ¡Ningún ser humano puede negarse ante tal deber y tal honor!
Kaobán miró a su familia, su esposa y sus hijos. Tal vez fuese una buena oportunidad para todos, sin embargo… Iba a decir que no, que no podía, y un murmullo fuera de su cabaña le detuvo. Abrió la puerta y por el camino, a través de la explanada que formaba una meseta declinando hacia el valle, vio a decenas de personas, amigos y desconocidos. Rodeaban su casa, como si hubieran surgido de la nada, y al verle le vitorearon.
—Ha corrido la voz con la decisión del Consejo —dijo el Concejal Principal—. ¿Vas a decirles a ellos lo mismo que a mí?
Kaobán conocía la miel de los aplausos y las aclamaciones, por sus victorias en los Juegos. Aquello era distinto. Se trataba de traicionar una confianza, manteniendo el egoísmo de negarse a servir a su comunidad, o aceptar su nuevo destino.
La elección quedó sellada.
Los ojos de Kaobán perdieron la luz de sus bosques y el color verde de su horizonte, para participar de la vida mundana y diferente de Joi. Escuelas para sus hijos, una hermosa casa para su esposa, y para él un trabajo delicado en la Asamblea, en la cual su inexperiencia no pasó desapercibida. Todos aquellos que buscaban el poder en las sombras, apoyándose en la intriga, sabían que un infeliz, un ser inocente y puro, era totalmente manipulable caso de ganarlo para su caso. No obstante, poco pudo hacer Kaobán en la Asamblea ya que a las dos semanas de su llegada a Joi murió uno de los Doce Justos, y una voz clamó en la sala para que él ocupase su lugar. Kaobán ni siquiera pudo esta vez abrir la boca. Una aclamación le convirtió en miembro de los Doce Justos. Cuanto más poderoso era, más manipulable se convertía a los ojos de quienes intrigaban y ejercían su influjo sibilino. Kaobán, responsable e impresionado por los acontecimientos, era ajeno a ello.
Dos semanas después de formar parte de los Doce Justos, fue el mismo Presidente de la Asamblea, el Treceavo Justo, el que murió súbitamente dejando a Shakanjoisha sin su cabeza visible. Y por tercera vez el ánimo popular señaló un nombre como sucesor:
—¡Kaobán!
¡Pobre Kaobán! En cuatro semanas había dejado su mundo no ya para convertirse en una persona distinta, sino para alcanzar el más alto cargo en la estructura social de Shakanjoisha. Ni sus palabras, alegando la falta de experiencia, ni su honestidad, suplicando mayor cordura, sirvieron para nada. Deber, honor, lealtad, obligación… Su camino se hallaba marcado por un horizonte inalterable, y él lo andaba prisionero, irremisible, de las extrañas circunstancias que lo pusieron en tal coyuntura.
El peso de tanta responsabilidad comenzó a caer sobre él desde el primer momento. Dictaba una ley que le parecía justa y unos se quejaban. Dictaba otra para compensar y los primeros se enfadaban. Promulgaba, valoraba, ejercía y sobre todo… escuchaba, escuchaba demasiado. Triste, añorando sus bosques, lleno de problemas y sin saber como ser un buen Presidente, comprendió lo difícil que era ejercer el mando y mesurar el poder. Una tarde, en el jardín de su casa, cogió su vieja ballesta para animarse un poco y ejercitó su puntería disparando a un blanco.
Ni uno solo de sus lanzamientos fue bueno.
Con el último, que pasó a más de un metro de la diana, recordó al curioso pájaro—forma del día en que comenzaron sus males, y entonces se dijo que él y sólo él tenía la clave de cuanto le sucedía.
Al día siguiente abandonó Joi y se marchó a la Punta de Shama, a su casa, su bosque y el acantilado sobre el cual todo había sucedido.
Kaobán se sentó en la misma roca de la primera vez y esperó. Esperó un día, dos, tres… Esperó una semana, dos… La Asamblea en pleno, alarmada, fue a verle a la Punta de Shama, para rogarle que regresase a Joi, donde tantos y tantos asuntos urgentes requerían su visto bueno, su beneplácito, su firma o su ulterior variación. Kaobán se mantuvo firme.
—No regresaré hasta haber averiguado algo.
—¿Cuánto puede tardar eso? —quisieron saber los miembros de la Asamblea.
—No lo sé.
Se fueron, desalentados, y Kaobán se quedó solo en lo alto del acantilado, de nuevo una semana, dos, y hasta tres. Creía que jamás volvería a ver al pájaro y pensaba que tendría que regresar de vacío, cuando una mañana vio su figura volando a gran altura, recortándose vagamente contra el cielo azul. Nervioso y tenso por lo que podía ser su gran oportunidad, cargó la ballesta y disparó en su dirección.
La primera flecha no llegó a subir tanto como el pájaro. La segunda pasó muy lejos. La tercera todavía más. Kaobán vació su carcaj hasta que con la última flecha en las manos cayó de rodillas al suelo, llorando. El pájaro se aproximó entonces a él, moviendo sus alas a escasa distancia. Su forma inconcreta y misteriosa, gris, no parecía peligrosa, ni tampoco su voz.
—¿Por qué me has disparado? —le preguntó al Cazador.
Kaobán elevó la cabeza. Los ojos del pájaro—forma dibujaron trazos de tristeza en torno a su grisácea faz.
—Te dije que no quería nada —dijo Kaobán—. ¿Por qué tuviste que recompensarme?
—Yo no te di nada —alegó el pájaro.
Kaobán apretó los puños, furioso.
—¡Mientes! —gritó—. Tú vienes del Inmenso Vacío. Queríais a un tonto en el poder para así debilitarnos. ¡Niégame que estas son vuestras intenciones!
—Te equivocas. Ni siquiera te hubiera podido dar nada. Lo dije para que me ayudaras. Sea lo que sea lo que te haya sucedido, ten por seguro que era parte de tu destino.
—No puedo creerte: vives en el Inmenso Vacío.
—Sí, vivo allí, pero yo no tengo la culpa. Nadie escoge donde nacer ni donde vivir.
—¡Devuélveme mi libertad! ¡Déjame ser de nuevo lo que era antes!
El pájaro mantenía su misma posición, sosteniéndose en el aire igual que una gran cometa. Cada vez estaba más triste.
—No soy más que un pájaro —aseguró.
—¡No eres un pájaro! —gritó Kaobán— ¡Eres una maldita forma que…!
No encontró palabras para expresar su desconsuelo, y la furia que anidaba en su pecho se convirtió en ira. La ira dio paso al odio. De pronto levantó la ballesta con la última flecha todavía sujeta en ella y sin necesidad de apuntar disparó.
La flecha saltó firme y veloz, hundiéndose en el cuerpo del animal. La suya fue una lucha inútil puesto que con el dardo clavado no podía volar. Cayó pesadamente a los pies del Cazador. Los dos se miraron con intenciones bien distintas. El triunfo, en los ojos de Kaobán, se veía empañado por el remordimiento de su acto. El dolor y la derrota, en los grises ojos del pájaro, reflejaban un tono de incomprensión y desdicha. Lo irremediable de la situación les envolvió a ambos.
—Te quitaré la flecha, como la otra vez, si me ayudas. ¿De acuerdo? —dijo Kaobán.
El pájaro—forma no lo dudó ni un instante.
—De acuerdo: quítamela y volverás a ser un simple cazador.
—¿Y lo que has dicho antes del destino? —tanteó Kaobán.
El animal cerró los ojos. La flecha estaba hundida en mitad de su pecho, en un punto mucho más sensible y mortal que la vez anterior. Sus alas estaban abiertas, patéticamente, extendiéndose sobre las rocas del acantilado. Su forma de pájaro parecía a punto de borrarse, cambiar, desvanecerse…
—¿Qué quieres que te diga? —suspiró—. Si te digo que antes decía la verdad me dejarías morir, y si te digo que la verdad es ahora, y que salvándome recobraras tu anterior vida… Me parece que la decisión es tuya. Deberás creer lo que más te convenga.
—¿Y si no puedo? —preguntó.
—De todas formas habrás de decidir algo: si me salvas o me dejas morir.
El Cazador se sintió acorralado. No esperaba nada de todo aquello. Se puso en pie, nuevamente furioso.
—¡Está bien, maldito estúpido!
Dio un par de pasos, dándole la espada a su víctima, pero sus piernas se negaron a dar el tercero. Giró el cuerpo y le miró. El pájaro—forma perdía el gris de su color y las extremidades de sus plumas comenzaban a desvanecerse. Los ojos eran suplicantes. Fueron ellos los que le obligaron a reaccionar.
Desanduvo lo andado y se arrodilló a su lado. Rompió el extremo de la flecha, que asomaba por el dorso, limó las astillas, y luego le quitó el dardo por el pecho.
Un poco de bruma grisácea surgió de la herida antes de que ésta se cerrase por completo.
El animal movió sus alas, firmes de nuevo, y ganó una breve altura inmediatamente. Su debilidad se esfumó con el movimiento.
—No puedo dejar de volar jamás ¿sabes? —dijo con evidente alivio—. Ese es mi destino, como cualquiera tiene el suyo.
Kaobán estaba triste. No había conseguido nada.
—No volveré a acercarme a estas costas —aseguró el pájaro—forma. Luego le miró fijamente y dijo—: Lo siento.
Iba a reemprender su vuelo cuando Kaobán le detuvo.
—Espera… ¿me dirás ahora cual era la verdad?
El extraño ser pareció meditarlo un largo instante, hasta que agitó sus alas y dio un giro de trescientos sesenta grados, volando en dirección al Inmenso Vacío.
—¡Por favor, dímelo! ¿Cuál era la verdad? —le gritó el Cazador al ver como se alejaba.
Y desde la distancia le llegó la voz del pájaro—forma.
—Es una importante decisión decírtelo, porque sólo hay una verdad, y tal vez no sea la que tú quieras escuchar. No es menos evidente que yo solo soy un pájaro, no un hombre como tú. Me has salvado la vida por dos veces y la mejor forma que tengo de agradecértelo es dejar que seas tu mismo quien lo decida.
Kaobán no pudo volver a hablar. El pájaro—forma iba a gran velocidad y ya no era más que un punto oscuro sobre el horizonte gris de la bruma que rodeaba al Inmenso Vacío. Al anochecer optó por reemprender el camino de regreso y aquella noche durmió en su cabaña, asolado por sueños y pesadillas, ideas positivas y negativas. No tenía una respuesta clara, pero el ser, fuese quien fuese, tenía razón en algo: le tocaba a él tomar una decisión final. El destino estaba en sus manos.
Podía renunciar y volver a su mundo o aceptar el reto que le imponía ese destino, fuesen cuales fuesen las circunstancias que le hubiesen llevado a él.
Llegó a Joi sin una idea demasiado clara pero nada más poner un pie en la sala de la Asamblea, donde el trabajo amontonado esperaba, se dijo que primero debía de ser justo con su responsabilidad, y actualizar los compromisos pasados, demorados por su ausencia. Aquel día tomó una docena de decisiones y resoluciones, a cual más importante, y por vez primera no quiso prestar atención a quienes pululaban por su alrededor silbándole en las orejas. Al día siguiente firmó varias leyes y debatió en la Asamblea dos proyectos muy especiales. Al tercero se encerró en su despacho del Palacio de la Asamblea, solo, para meditar en torno a un plan de asistencias médicas. En una semana el trabajo amontonado durante su ausencia quedó resuelto. Para bien o para mal, las decisiones estaban tomadas, y respondían al puesto que ocupaba y a la confianza que se había depositado en él.
La Asamblea fue la primera en darse cuenta del cambio.
Después fue la gente, Shakanjoisha en pleno.
Y Kaobán dejó de pensar en sus adorados bosques y su libertad, al menos en el sentido en que lo hacía antes. Una o dos veces al año se tomaba unos días de descanso y se refugiaba en su cabaña, cazaba y recobraba energías, pero después volvía a Joi, a ejercer su cargo, respetando la voluntad popular y respaldando la confianza depositada en él. En muy poco tiempo los intrigantes desaparecieron (al menos por unos años) de la Asamblea, y el mandato de Kaobán se convirtió en uno de los más brillantes de la historia de Shakanjoisha.
Al morir, quizás movido por la fabulación del pueblo o por la leyenda, se dijo que un gran pájaro gris, de extraña forma, voló por encima de su tumba durante varios días, hasta que se convirtió en una nube que dejó caer una suave lluvia sobre ella…
Puede que no fuese un pájaro, sino una nube.
O las dos cosas a la vez, o ninguna.
Pero desde luego llovió.
EL CUENTO DE HOY, MIÉRCOLES 22 DE ABRIL
LA PIZARRA MALDITA
© Jordi Sierra i Fabra 2014
Pendiente de la pizarra.
La maldita pizarra.
Aún era negra, y en ella se escribía con tiza. Casi un anacronismo. Nada de una superficie blanca y lisa, fácilmente frotable con un paño húmedo o un borrador o la simple mano. Nada de rotuladores de colores. Y mucho menos una tablet. Una pizarra clásica, como las de antes, como las de toda la vida. Eso pasaba por estar en un club pobre.
Carlitos la miró de reojo.
Tantos días con la mirada pendiente de ella.
Tantos nervios.
Como hoy.
Ya era la hora.
¿Por qué el retraso?
¿Dudas en el último momento?
—Oh, vamos, vamos —apretó las mandíbulas
El hombre comenzó a escribir los nombres.
Emilio, Sancho, Martín, Gonsalves, Assekeke, Miró, Pantaleón, Mubo’o, Pons, Gustavinho y Uberriogaka. Suplentes: Néstor, Petrov, Mateos, Vilardell y Miranda.
Carlitos cerró los ojos.
No estaba en la alineación.
Ni siquiera con los suplentes.
Otro partido más, el entrenador no contaba con él.
EL CUENTO DE HOY, MARTES 21 DE ABRIL
LA HISTORIA DEL ASNO Y EL BUEY
O EL CUENTO DE LOS BUENOS Y LOS MALOS CONSEJOS
© Jordi Sierra i Fabra 2005
(versión libre de un cuento de “Las Mil y Una Noches”)
En una humilde granja propiedad de un labrador, su mujer y sus hijos compartían el establo un asno y un buey. Al asno lo utilizaba el labrador para subirse a su grupa cuando se desplazaba hacia el cercano pueblo, pero al buey le hacían trabajar duramente de sol a sol. Cada noche, mientras el buey caía derrengado por el duro esfuerzo, el asno se mostraba tan feliz como ocioso, lleno de energía y buen humor.
Una noche, el buey le dijo al asno:
—Me asombra lo mal repartida que está la vida. Fíjate en ti. El amo te cuida, te da la mejor cebada para comer y el agua más pura para beber. Tu único trabajo consiste en llevarlo al pueblo, y eso no es ni mucho menos a diario, sino de tanto en tanto. No puedo por menos que mirarte con envidia por lo mucho que descansas y lo poco que trabajas. En cambio yo… —el buey movió la cabeza lastimeramente—, soy el más desgraciado de los animales. Me atan a una carreta, me hacen arar la tierra, cargan sobre mí los pesos más brutales, y esto cada día, sin faltar uno, para luego, al llegar la noche, darme unas pocas habas secas y permitirme descansar apenas unas horas.
El asno no miró precisamente con ojos de pena al buey, muy al contrario, se echó a reír.
—Con razón los de tu especie tenéis fama de tontos —repuso—, pues en efecto dais la vida por nada, en beneficio de los amos, sin sacar el menor provecho de vuestras facultades.
—¿Qué facultades? —preguntó el buey sorprendido.
—Mañana, cuando vayan a atarte al arado, da unas buenas cornadas a derecha e izquierda sin dejar de mugir con furia. No contento con esto, después tírate al suelo, y ya no te muevas de allí pase lo que pase. Verás como no te hacen trabajar, temerosos de ti.
Quedó pensativo el buey durante un buen rato hasta que le venció el sueño. Pero al amanecer, cuando fueron a buscarle como cada mañana el labrador y sus hijos para iniciar su dura jornada laboral, decidió poner en práctica el consejo de su compañero el asno. En el instante en que iban a colgarle los aperos de labranza se agitó como una furia, mugió enloquecidamente y movió la cabeza de lado a lado, de forma harto peligrosa para ellos, pues su cornamenta amenazaba con malherirles si se aproximaban demasiado.
Viendo el labrador que era imposible obligar al buey a cumplir con sus obligaciones ordenó:
—Dejad al buey, porque a buen seguro está enfermo, e id a por el asno para que haga su trabajo.
Cuál no sería la desagradable sorpresa del asno cuando los hijos del labrador lo sacaron al campo, le colocaron las bridas y, dándole un latigazo para que se pusiera en marcha, le obligaron a trabajar a lo largo de todo el día. No contentos con ello, al anochecer también lo ataron a la carreta y le hicieron transportar un sinfín de productos de lado a lado. Y todo ello con una generosa ración de latigazos propinados cada vez que se detenía o mostraba signos de debilidad.
Al llegar la noche, el asno no se tenía en pie.
Para más burla, al ser conducido al establo se encontró al buey tumbado tan ricamente sobre la paja, feliz, risueño y descansado, bien comido y bebido.
—Gracias, amigo —le dijo con sinceridad el buey—. Das los mejores consejos del mundo.
El asno ni le respondió. Sabía que la culpa de todo era suya.
Fue la peor noche de su vida, tuvo pesadillas, y al día siguiente, para su desgracia, todo se repitió punto por punto: el buey se negó a trabajar, y en su lugar tuvo que hacerlo él.
Agotado, apaleado, medio muerto, sabiendo que no resistiría muchos días más, porque para algo era un simple asno y no tenía la fortaleza del buey, al llegar la noche el animal tuvo la idea más luminosa de toda su vida.
A poco de llegar al establo se dirigió al buey y le dijo:
—Venía a despedirme de ti.
—¿Por qué? ¿Acaso te vas? —le preguntó el buey.
—No —dijo el asno—, pero he oído al amo decir que como ya no le eres útil, va a matarte para al menos disfrutar de tu carne.
Quedó aterrado el buey, sin pegar ojo toda la noche, y a la mañana siguiente, antes incluso de que amaneciera, estaba ya en la puerta del establo esperando al labrador y a sus hijos para demostrarles que por fin se encontraba bien y dispuesto a trabajar como siempre.
Como así fue.
Aquel día, el asno, viendo como a lo lejos el feliz buey tiraba del arado, comprendió que a veces es mejor tener la boca cerrada y no parecer más listo de lo que conviene.
EL CUENTO DE HOY, LUNES 20 DE ABRIL
LA PESADILLA MOLESTA QUE FUE DE VISITA
© Jordi Sierra i Fabra 1981
Apareció nada más apagar la luz.
Clic y… ¡zas!: ahí estaba ella.
No tenía una forma concreta, pero cualquier niño la hubiera reconocido. Carlos, sin embargo, la contempló dudoso, desde la negrura de su habitación. Lo más seguro es que no quisiera aceptarla.
Pero… ¡ah!, ¿cómo evitarla?
—¿Quien eres?—preguntó.
La… cosa se acercó voluptuosamente. De pronto, era fea y peluda, y, de pronto, cambiaba y se volvía resbaladiza y viscosa. Lo único que no variaba en ella era su aspecto horrible.
—¿Cómo que quien soy?—gruñó—. ¿A ti que te parece?
Carlos se tapo la cabeza con la almohada y se subió la sábana hasta muy arriba, pero siguió viéndola.
—¡Eres una pesadilla!—gimió el niño.
La pesadilla se frotó una docena de patas que parecían haberle salido de una docena de partes. Tenía cinco ojos… No, siete… No, tres… Bueno da igual. No se estaba quieta, la muy pérfida.
—¡Ajá, veo que me has reconocido!
—¡Vete!—le suplicó Carlos.
—¿Cómo que me vaya? ¡Valiente pesadilla iba a ser yo si me fuera así, de buenas a primeras!
—¡He dicho que te vayas!—gritó Carlos.
—¡Ah, no y no!—aseguró la pesadilla—. Ni hablar de eso.
El niño cerraba los ojos, se arrebujaba más y más entre las sábanas, pero la pesadilla se metía por entre sus pensamientos, por debajo de sus ideas felices, asaltando el castillo de su mente.
—¿Por qué has venido?—musitó Carlos débilmente.
La pesadilla se detuvo un instante. Se sentó en una especie de… Bueno también da igual. A mí mismo me da miedo recordarlo con todo detalle.
—¿Que por qué he venido? ¡Qué pregunta! No me dirás que no lo sabes.
—No, no lo sé.
—Piensa. Piensa.
Carlos no dijo nada. Se estuvo muy quieto.
—Veamos… —dijo la pesadilla—. ¿Quién ha salido esta mañana al patio del colegio, y ha estado durante todo el recreo dándole miedo a Susana?
—Es que ella… —comenzó Carlos.
—¿Quién?—insistió la pesadilla.
Carlos se hizo el remolón unos segundos. Después acabó diciendo:
—Yo.
—Perfecto—continuó la pesadilla—. ¿Quién ha roto a mediodía el jarrón de la salita, y ha dejado luego que su hermano pequeño, que aún no sabe hablar, cargar con las culpas?
Silencio.
—Yo—aceptó finalmente el niño.
—¿Quién se ha tomado esta tarde tres helados, uno pagado por mamá, otro por la abuela y otro por el tío Leandro, asegurando cada vez que era el primero que se tomaba?
—Yo.
—¿Quién ha ido a la nevera y se ha atiborrado de todo lo que había en ella antes de cenar?
—Yo.
—¿Quién ha cenado como un león, y cuando su madre le ha dicho que iba a reventar, ha seguido comiendo, por gula, y todavía ha tenido el valor… o el estomago, de zamparse lo que había en los platos de los demás, y acabar engullendo doble ración de postre?
—Yo.
—¿Y quién, por último, antes de meterse en la cama, ha sacado la chocolatina que pensaba guardarse para mañana y, vencido por la tentación, se la ha comido también?
—Yo.
La pesadilla se levantó con una cara que reflejaba toda la evidencia del caso. Carlos apretó los puños temblando.
—No me dirás que mi presencia aquí no esta justificada —dijo ella.
El niño no contestó.
—Te duele el estómago, ¿verdad?
Carlos dijo que sí con la cabeza. La pesadilla exhibió una enorme sonrisa.
—Entonces, dime, ¿qué esperas? ¿Tú te crees que uno puede hacer todo eso, y encima pretender pasar la noche como un angelito? ¡Vamos, hombre, vamos!
—Tenía… hambre —intentó justificar el niño.
—¿Hambre? ¡Gula, diría yo! Si he de serte sincera, creo que te pasas. Y una esta aquí para eso: para poner coto a los que no tienen medida. O sea que yo no vengo por que sí, gratuitamente. Tú me has llamado.
—¡Yo no te he llamado!
—Sí lo has hecho—aseguró la pesadilla—. Tu conciencia te recrimina lo del jarrón; tu dignidad, el miedo que le has dado a Susana, y especialmente tu estómago, te pesa y hace que tu cabeza me tenga a mí en lugar de un sueño feliz.
—Mañana contaré lo del jarrón, y le pediré perdón a Susana…
—¿Y como vas a solucionar lo que tu pobre estómago está pasando? ¿Sabes que en este momento está luchando, a jugo partido, con los helados, la cena, el chocolate y todo lo que has engullido en las últimas horas, sin darle un respiro? ¿Sabes que la batalla que se está desarrollando en tu estómago es tremenda, y que los jugos gástricos están peleando a gota partida, acorralados tratando de impedir el desmadrado acoso de lo que has comido?
Carlos se sentía confuso. No tenía escapatoria. La pesadilla podía tomar la forma que quisiera, parecer un monstruo feroz o convertirse en miedo, hacerle pensar en cosas extrañas o no dejarle dormir.
—Llamaré a mamá—dijo.
La pesadilla soltó una pequeña risita de ironía, muy molesta por cierto.
—Encenderá la luz, te dirá que duermas y no pienses en nada, te dará un vaso de agua, un beso, una caricia y… en cuanto se vaya, yo volveré.
—Iré al lavabo y haré caca.
—Bueno… —dudó la pesadilla—, pero no será más que un pobre recurso. Puede que hagas algo de lo que has comido esta tarde y esta noche, pero no mucho. Lo que sacarás de dentro será lo que ya había en ti antes de esta digestión. Tal vez te alivie un poco, pero… yo, volveré.
Carlos se mordió los labios. Ya no sabía que hacer. Una oleada de rabia y furia le invadió.
—¡Huy! —estalló—. ¡Mira que eres pesada!
La pesadilla se puso muy seria.
—Oye, conmigo no te insolentes, ¿eh?
—¿Y si yo no tuviera miedo?—preguntó de pronto Carlos.
—Todos los niños tienen miedo de las pesadillas.
Carlos se animó.
—Pero… ¿y si yo fuera especial? Un niño distinto.
—No, no… no—insistió la pesadilla desdeñosamente—. No me vengas con monsergas.
—¡Anda, dime! Si yo no tuviera miedo, ¿qué harías?
La pesadilla se hizo un poco más pequeña.
—Bueno… pues… como no me gusta perder el tiempo y hay más niños a los que visitar, lo más probable es que me fuera. Eso sí, miedo o no, tú te quedarías con tu conciencia remordida, tu dignidad flaqueante, y por supuesto con tu pobre estómago hecho una birria, que no es poco. ¡Claro que esto es solo una suposición!
—¿Sabes que te digo? —gritó Carlos—: ¡Que ya no tengo miedo!
La pesadilla se puso muy tiesa.
—¡Cómo que no tienes miedo!
—¡No, no lo tengo!
—¡Has de tener miedo!
—No: te he vencido. Mañana contaré lo del jarrón y le pediré perdón a Susana, como he dicho antes, y trataré de no comer tanto ni ser tan egoísta.
—No me lo creo.
—Lo juro por… por… ¡Palabra de honor!
Carlos ya no se tapaba la cabeza con la almohada y estaba sentado en la cama, a oscuras. La pesadilla se resistía, pero iba haciéndose más y más pequeñita.
—Lo haces para que me vaya —musitó dudosa—. ¿Y que crees que dirán mis jefes, el miedo, el terror y todos los demás?
—Diles que se olviden de mí. Eres tan fea que te aseguro que no tengo deseos de verte nunca más.
La pesadilla se sintió muy ofendida, herida en su dignidad.
—Sabes que puedo regresar mañana, o pasado, ¿no es así?
—Sí, lo sé, pero prefiero tener sueños felices.
—Me parece que soy una pesadilla demasiado buena. No sé… esto no me gusta nada. Me estás dando la noche tú a mí, en lugar de dártela yo a ti.
Carlos bostezó. Era muy tarde.
—Anda… —suplicó—. No seas pesada y vete. Ya no tienes nada que hacer aquí.
La verdad es que casi había desaparecido. Se estaba diluyendo y se empequeñecía rápidamente. Ya no tenía patas peludas o viscosas, ni tres, cinco o siete ojos.
—Me… siento… mucho… mejor… —murmuró Carlos notando la llegada del sueño.
La pesadilla esperó unos segundos. La respiración del niño se hizo acompasada. Cuando Carlos estuvo completamente dormido, ella se acercó y le dijo:
—¡Huuuuuu…!
Pero lo hizo muy flojito, muy suavemente. Carlos se movió un poco, pero nada más. Siguió durmiendo. La pesadilla había comprobado así que el niño había dicho la verdad, y que se había quedado tranquilo. Ya no tenía remordimientos y, en el estómago, los jugos gástricos acababan de derrotar, por fin, a la cantidad de comida mezclada e ingerida por él en las últimas horas.
La pesadilla sonrió.
—Buen chico—dijo.
Comenzó a desvanecerse del todo cuando vio llegar un sueño feliz, a toda prisa.
—Es todo tuyo—le dijo la pesadilla señalando a Carlos.
—¡Caramba!—jadeó el sueño feliz—. ¡Si que has sido rápida!
La pesadilla se encogió de patas, o de lo que fuera.
—Bueno —aceptó—, soy tan fea y horrible que o se ponen a llorar de
miedo o tratan de vencerme. Este ha sido lo bastante inteligente como para ser razonable y comprender lo que había hecho. Ha sido fácil.
—Me han dicho que le de un buen sueño.
—Sí, dáselo. Estoy segura de que mañana cumplirá sus promesas.
El sueño feliz fue a meterse en la mente de Carlos.
—Oye, tú —le dijo a la pesadilla—, vete de una vez porque me estás dando miedo.
La pesadilla exhibió una ancha sonrisa.
—Sí, me voy. Esta noche tengo mucho trabajo, muchos niños por visitar. Adiós.
La pesadilla desapareció y el sueño feliz acabó de entrar en los pensamientos de Carlos. Aun dormido, al instante, el niño sonrió.
Muy lejos ya, la pesadilla repasó su lista de citas nocturnas. También tenía algunas durante el día, pero eran las menos. Las pesadillas, con la luz del sol, perdían efectividad. Incluso ella, que era la mejor pesadilla del mundo de las sombras.
La mejor pesadilla.
Tanto que hasta era la más buena.
—Hay que darles una oportunidad—se dijo un vez más.
Y se fue a seguir trabajando.
EL CUENTO DE HOY, DOMINGO 19 DE ABRIL
UN GOLPE DE SUERTE
© Jordi Sierra i Fabra 2013
Jorge muy atento
pasea por la placita.
Camina feliz y contento,
comiendo de una bolsita.
De repente ¡qué curioso!,
su atención se dispara.
Sin apenas reposo
le cambía la cara
En el suelo, perdido,
de 50 euros ve un billete.
A alguien se le ha caído,
cargando algún paquete.
¡El más rápido hay que ser!
¡No hay que perder el rato!
Antes de que lo puedan ver,
lo tapa con el zapato.
Ya es suya la fortuna.
El billete bien escondido.
Una agachadita oportuna,
¡y al bolsillo decidido!
Los ojos le bailan dichosos.
¡Podrá comprar lo que quiera!
Caramelos deliciosos
o un helado de rica pera.
Ir al cine, hacer regalos.
La Navidad está al llegar
No tendrá que andar a palos,
ni suplicar ni llorar.
Es mejor moverse aprisa,
echar a correr como un cohete,
no sea que le de la risa,
y su dicha compromete.
¡Ah, que mala fortuna!
Delante suyo se para Marcelo.
Es un tonto con cara de luna,
que siempre le toma el pelo
“¿Que esperas el bus Jorgito?
Porque aquí no para ninguno.
Tan quieto con cara de pito,
estás de lo más oportuno”
“¿No te mueves? ¡Qué valiente!
Antes al verme corrías.
Eras el mejor cliente,
para hacer mis tonterías”
Marcelo se va riendo.
Jorge suspira aliviado.
Recoger el billete va siendo,
algo muy complicado.
Vuelve a concentrarse.
¡Ha de poner manos a la obra!
Agarrar el billete y largarse.
Perfecta ha de ser la maniobra.
Ha de frenarse otra vez.
Se acerca el señor Alejo.
Es un abuelo con cara de pez.
siempre enfadado y muy viejo.
“¡Que una tramando estarás,
aquí tan quieto y callado!
¡Qué gamberrada harás,
con tu cara de pasmado!”
“Señor Alejo, no hago nada
Miro a la gente caminar.
Esta es la hora afortunada,
para echarse a pasear”
No le cree el abuelo, receloso.
De golpe va y estornuda.
Acaba yéndose furioso,
mirándole con cara de duda.
Se aleja el inoportuno,
pero, detrás suyo, una voz.
Es la viuda don don Bruno.
el comerciante de arroz.
“Hola Jorge, buen muchacho.
¿Le darás a mamá un recado?
Tengo un poco de empacho,
y un remedio me han mandado”
“Claro que sí, doña Tatiana
Lo que me ha dicho no olvidaré.
Antes de meterme en cama,
El recado le daré”.
Se marcha la nueva intrusa.
Jorge se agacha despacio
Pero, ¡oh, suerte difusa!
ahora se acerca el Pancracio.
Le saluda dándole un palo.
Es el tormento del lugar.
Bravucón y chico malo,
con él no se puede arriesgar
Jorge se queda parado.
No levanta le pie y resiste.
Pancracio se queda a su lado,
con cara de mal chiste.
“¿Cómo es que no sales corriendo,
como haces siempre acobardado?
¿Acaso es hora de ir siendo,
valiente y bien plantado?”
Jorge se lo mira con firmeza.
Todo antes que claudicar.
Si aguanta con entereza,
el premio puede ganar.
“Ya veo que tienes valor”,
dice el agresor desconcertado.
“Pues ya no te causaré dolor,
desde hoy seré tu liado”.
Solo vuelve a quedarse.
Ahora es su amigo el matón.
No es cosa de enfadarse,
le ha tomado por un león.
¿Y cuanta gente conoce?
¿Por allí pasarán todos?
Jorge en el fondo reconoce,
que es chico de buenos modos
Ya tiene el pie medio dormido.
¡Raíces le van a salir!
Si consigue el premio querido,
a casita y a dormir.
Nada de soñar despierto.
No se vende la piel del oso,
sin antes cazarlo, muy cierto.
Lo primer es salir victorioso.
Observa a uno y otro lado.
Merece el premio por su esmero.
“Ahora o nunca”, dice enfadado.
Más alguien le mira por un agujero
Por fin el billete en la mano.
Toca salir disparado.
Hacer ejercicio es muy sano,
si además ha triunfado
Ni un paso puede dar.
Aparece de la nada un mendigo
El pobre casi no puede hablar.
De su suerte ha sido testigo.
“¡Oh, gracias, chico valiente!”,
le quita el billete de la mano.
“Hoy comeré caliente,
me sentiré feliz y sano”.
El mendigo se va contento.
Jorge se queda helado.
La suerte es como el viento.
sopla de cualquier lado.
Pero no todo está perdido.
¡Ha hecho una buena acción!
Camina un poco abatido,
hasta que sonríe de corazón.
La suerte es una lotería.
Te hace soñar despierto.
Te da fuerzas y alegría,
aunque el futuro sea incierto
¡Lo malo es ser tan popular!
¡El barrio entero le conoce!
Esto da para reflexionar.
¡A fin de cuentas es un goce!
Es hora de volver a casa,
y tomárselo con paciencia.
Cada día que pasa,
la vida te da experiencia.
EL CUENTO DE HOY, SÁBADO 18 DE ABRIL
HA DESAPARECIDO UNA CALLE
© Jordi Sierra i Fabra 1981
Como cada mañana, Rubén se levantó a su hora, se lavó, se vistió, tomó un ligero desayuno que le permitiese reunir las primeras y necesarias fuerzas para enfrentarse a la dureza de la jornada, y se preparó para salir a la calle. Antes de hacerlo se detuvo en el recibidor de su casa para darse una última ojeada. Muy bien, perfecto. Abrió la puerta y…
Se quedó atónito.
Podía esperarlo todo, absolutamente todo, desde que un coche estuviese aparcado enfrente mismo de su puerta, impidiéndole salir, hasta que lloviese, nevase… que sé yo. Todo, ya lo he dicho.
Pero no aquello.
La calle había desaparecido.
Sí, sé que resulta asombroso, increíble, y mucho más dicho así, en frío; pero si a vosotros os parece increíble, imaginas lo que le pareció a él.
Era obvio: si no había calle, encima, no podía salir.
¿Por dónde caminar? ¿Cómo orientarse y hacia dónde ir? ¿Y si desaparecía, lo mismo que ella?
Rubén se quedó en la puerta sin saber exactamente qué hacer. La cosa se las traía. En lugar de la calle había un vacío inconcreto, una nada semiblanca, más bien incolora y transparente. Si eso le hubiese sucedido un año antes, cuando se compró la casita, habría pensado que se trataba de un timo, pero en un año nada raro había sucedido. La calle estuvo siempre ahí, todas las mañanas al salir y todas las noches al regresar.
Una calle muy bonita y agradable, por cierto. Sobre todo al principio.
Entonces era una calle nueva, como todas las de aquella zona urbanizada, con árboles a ambos lados, dos aceras anchas, tiendas, gente… Claro que en el transcurso de aquel año ya estaba que daba pena, porque nadie regaba los árboles y, con los coches mal aparcados encima de la acera, casi no se podía caminar por ellas. Además, por desgracia, todos echaban colillas al suelo, o los papeles de sus chucherías. Un asco. En fin, eso no era nuevo. Todas las calles estaban igual, por lujosas que fuesen. La gente es cochina. Cada vez era peor.
Y todo por culpa de la incultura. Se empezaba por no leer libros y se acababa siendo un troglodita.
Pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino de la calle de Rubén.
—¿Qué hago yo ahora? —se preguntó nervioso.
Lo primero, no ponerse eso mismo: nervioso. Calma. Tranquilidad. Hasta lo más raro tiene una explicación. Cerró la puerta y volvió a abrirla, por si había sufrido una alucinación. Siguió sin ver la calle. La cerró una vez más y se miró en el espejo. Reflejado en su superficie vio su eterna imagen, la habitual. Ningún cambio. Optó por pellizcarse por si soñaba, y se hizo daño de veras, lo cual demostró que no se trataba de ninguna pesadilla
Aquello, fuese lo que fuese, estaba sucediendo de verdad.
Asustado, dio unos pasos hasta la salita y se dejó caer sobre una butaca. Permaneció así unos minutos y finalmente tuvo una idea inteligente, una idea que, al menos, le obligó a reaccionar y hace algo.
Cogió el teléfono y marcó el número de la policía.
—¿Sí? —respondió una voz poderosa.
—¿Oiga? Quisiera denunciar un hecho insólito: mi calle ha desaparecido.
Silencio.
—¿Cómo dice?
—Lo que ha oído: mi calle ha desaparecido. Aunque estaba bastante estropeada últimamente, todavía era una calle nueva, apenas un año desde que la construyeron. Yo deduzco que la han robado.
—Las calles no se roban, ¿sabe? —dijo la voz telefónica.
—Pues ya ve, la mía no está, así que…
—Un momento, voy a pasarle con el Departamento de Extravíos y Pérdidas.
Pausa.
—Departamento de Extravíos y Pérdidas, ¿diga?
—Como le decía a su compañero, mi calle ha desaparecido, y yo no puedo salir de casa —comenzó de nuevo.
—A ver, a ver. Veamos —dijo la nueva voz con desgana—. Aquí tengo unos cuanto paraguas, que es lo que la gente pierde más a menudo, y ya en plan raro, una estatua ecuestre, un cangrejo que, de tanto ir para atrás, se cayó a una alcantarilla y ahora está desorientado, un cine cerrado… Pero de calle nada. Ninguna. Y se vería, porque las calles son grandes. ¿Está seguro de que…?
—¡Cómo que si estoy seguro! ¡Es mi calle, si lo sabré yo! ¡no puedo salir de casa!
—Pruebe en el Negociado Administrativo del Orden Ciudadano —le interrumpió su interlocutor pasando de él—. ¿Tiene el número? Apunte: Nueve nueve, novecientos noventa y nueve, noventa y nueve noventa y nueve. Adiós y gracias por su llamada.
—¡Escuche!
Nada. Habían colgado.
Marcó el número que acababa de darle el señor del Departamento de Extravíos y Pérdidas. Lo hizo preocupado y de mal humor. Cuando uno tropezaba con las burocracias habituales…
—NAOC, ¿dígame?
Primero pensó que se había equivocado, porque con tantos nueves… Luego cayó en la cuenta de que esas eran las iniciales de aquel departamento, lo de Negociado Administrativo del Orden Ciudadano. La dichosa moda de llamarlo todo por las iniciales. ¡Menuda sopa de letras!
—Escuche, por favor, quisiera hablarle de mi calle —dijo despacio.
—¿Qué le pasa a su calle? —la nueva voz, femenina, parecía muy animada y jovial—. ¿Es pequeña? ¿Demasiado ruidosa? ¿No le da el sol? ¿Hay un escape? ¿Tiene circulación en los dos sentidos y la quieren única? ¿Tiene circulación en un sólo sentido y la quieren doble? ¿Está mal orientada? ¿Desea…?
—Ha desaparecido —consiguió meter baza frenando aquel alud de simpatía—. Mi calle ha-de-sa-pa-re-ci-do.
—Un momento, por favor. Le paso con el Departamento de Irregularidades Cívicas.
—Pero…
Otra pausa. Rubén ya estaba hasta las narices. desde luego, tarde, ya llegaba.
—¿Es usted el señor de la calle desaparecida? —preguntó una cuarta voz, que al menos ya sabía el motivo de la llamada.
—¡Sí! —gritó Rubén, desesperado.
—Bueno, no se ponga así, hombre. Yo estoy aquí para ayudarle, pero si ya de buenas a primeras me grita… ¿Me dice el nombre de la calle?
—San Cucufate.
—¿San Cucufate? ¿Con K?
—Con C, ¡con C! ¡Ceeeee! ¡C de caramba, caramba!
—¡Huy, cómo se pone por una letrita de nada, señor! Así no irá a ninguna parte, ¿eh? Bueno, a lo peor al hospital. Le dará un patatús. Aguarde un instante.
Lo de las pausas ya formaba parte del juego y de su larga espera. Esta vez se prolongó por espacio de un largo minuto. La voz de la mujer que acababa de decirle lo del hospital regresó hasta él, tan cantarina como antes.
—¿El señor de la calle San Cucufate? Le paso con Información.
—¡Aaaaaaahhhhhhhhh! —gritó a punto de volverse loco.
—¿Aaaaaahhhhhhhhhh? —repitió una voz más, la quinta, también femenina—. Perdone, no le entiendo, ¿podría repetir?
Agarró tan fuerte el teléfono que fue como si lo estrangulara.
—La calle San Cucufate —dijo después de contar hasta diez, agotado—. Es mi calle, y ya no está.
—¿No está?
—No, no está.
—¡Ah, claro! San Cucufate —dijo la voz llena de alivio—. Por supuesto que no está.
—¿Por… supuesto?
—Retirada. Fuera de uso temporal.
Casi no podía creerlo. ¿Había oído bien? De momento ya era algo que una persona supiera de qué le estaba hablando. Iba por el buen camino. Pero lo de que estaba retirada… y fuera de uso temporal.
¿Qué significaba aquello?
—¿Qué quiere decir? —balbuceó.
—Su calle estaba muy sucia, señor, y como ahora los nuevos barrios y urbanizaciones ya forman parte del Plan de Saneamiento Municipal Acelerado, ha sido retirada para su lavado urgente.
—Pe-pe-pe-pero…
—Son los tiempos, caballero —le informó la voz femenina—. Antes, acudía una brigada de operarios y los vecinos siempre se molestaban porque hacían ruido, levantaban el suelo, provocaban alteraciones, lo llenaban todo de polvo, ponían parches aquí y allá… Ahora, en cambio, llegan, desmontan la calle y se la llevan. Rápido y practico. Todo lo demás se hace en los Talleres Corporativos, sin problemas.
—¿Y la gente? ¿Cómo sale la gente a la calle… si no hay calle?
—Eso sí es un error, ¿ve? Según los informes, en la calle San Cucufate no quedaba nadie porque todos se encontraban de vacaciones. Después de avisarles…
—¡A mí no me avisó nadie!
—Pues por eso le digo que se trata de un error. Debió pasárseles usted por alto. Un descuido tonto.
—¿Tonto? ¿Lo llama un descuido tonto?
—Es que estamos en agosto, señor —dijo la voz femenina—. ¿Cómo se le ocurre estar en su casa en pleno mes de agosto? Yo porque tengo que trabajar, que si no…
—¡Yo también tengo que trabajar!
—¿Sí? Qué cosas, ¿verdad? Debemos ser poquísimos.
—Los que seamos, pero en mi caso aún estoy pagando la casa, así que no me queda más remedio que estar aquí. No hay dinero para vacaciones mientras se paga… Pero, bueno, ¿y yo por qué le estoy contando todo esto?
—Bueno —la voz femenina se animó un poco más, como si tal cosa—, ¿y que otra cosa puede hacer si no? Porque lo que es salir a la calle, no puede. Diga, diga, ¿en qué trabaja?
Miró el teléfono más y más alucinado.
—¡Quiero mi calle! —gritó.
Al otro lado, la mujer tardó un poco en reaparecer.
—¿Es usted desagradable o está simplemente nervioso?
—Yo soy una persona MUY agradable, siempre y cuando tenga una calle por la que salir.
—Pues mire, según la ficha, su calle va a estar dos días fuera de circulación.
—¿Dos… días?
—Dos días —reafirmó ella, ahora con un poco de puntillismo.
—¿Y qué hago yo mientras tanto? —suspiró él, desfallecido, dándose cuenta de que no podía luchar contra los imponderables.
—No sé —la voz vaciló un par de segundos—. Es el primer caso que nos encontramos. Puede dedicarse a limpiar también su casa, al bricolage, que está muy de moda, a hacer aquello que quiere hacer y nunca tiene tiempo de hacer, a…
—¡Quiero salir de aquí!
—¡Huy! Si le da por la tremenda será peor.
—Pero es que esto es… increíble.
—Bueno, nosotros lo hacemos para que esté más cómodo y a gustito —reflexionó la voz femenina—. Según la ficha, tenían una calle que daba pena, si me permite decirlo. Un año y ya estaba… Lamento los problemas, pero, como dice el refrán, “Nunca llueve a gusto de todos”. Y puedo sugerirle además el de “Al mal tiempo buena cara”, y aquel otro tan bonito de “No hay mal que por bien no venga”.
—¡No me venga con refranes! —dejó de gritar porque se dio cuenta de que, con eso, no se lograba nunca nada. La mujer del otro lado de la línea telefónica no tenía la culpa. Aunque quizás…—. Oiga, perdone, ¿no podrían ir, por lo menos, un poquito… rápido? Sólo por esta vez. Dadas las circunstancias excepcionales… Imaginese que me pongo enfermo, o me muero de hambre.
—Se intentaré, señor. Daré aviso de su situación de emergencia. ¡Gracias por llamar, ha sido muy amable… o casi! ¡Buenos días, señor!
—¡Espere!
Demasiado tarde. La comunicación quedó cortada.
Pensó en llamar otra vez, pero desistió de ello. No iba a lograr nada. Estaba incomunicado, prisionero en su propia casa debido a una confusión, un equívoco, las vacaciones… y lo asquerosa que estaba su hermosa calle.
Rubén se quitó la chaqueta, despacio, aturdido. Primero fue a la cocina a ver como estaba de reservas alimentarias. Segundo examinó su contrato de compra de la casa, para ver en la letra pequeña si se contemplaba algo como aquello. Y efecto, allí estaba: “… en caso de suciedad, la calle será lavada, previo desmonte, en los talleres de la Corporación”.
Llamó a su trabajo. Les dijo lo que pasaba. Soportó la bronca del jefe, que le echó la culpa a él, se resignó y después se sentó en su butaca. Al comienzo se sintió extraño, desplazado. Una hora después, haciéndose a la idea definitivamente, cogió un libro y se puso a leer.
Ese día se leyó dos libros enteros. También vio algo la tele y arregló algunas cosillas que estaban rotas. Le sacó provecho al tema.
Al día siguiente hizo lo mismo, leyó otros dos libros, hizo un montón de cosillas de esas que “siempre dejamos para cuando tengamos tiempo” y que nunca hacemos porque nunca lo tenemos, y se lo pasó realmente bien.
Al tercero se levantó, miró por la ventana y…
¡Allí estaba su calle!
¡Ah, que bien! ¡Qué alegría! La calle, con sus aceras, sus árboles, sus coches, las tiendas cerradas por vacaciones, las casas vacías por lo mismo, algún que otro peatón volviendo a transitar por ella…
¡Y qué diferencia!
Las aceras brillaban como los chorros del oro, y los árboles parecían más verdes que nunca. En el suelo no se veía ninguna colilla, ni chicles, ni envolturas de pastelitos, ni bolsitas de chucherías, ni… Tampoco había, todavía, coches aparcados encima de la acera. La calle estaba como nueva, reluciente, hermosa. Tal y como la recordaba del primer día, aunque luego, poco a poco, hubiese ido cambiando de imagen.
Reconoció que había valido la pena estar dos días sin ella.
Y entonces, ¿sabéis que hizo?
Pues algo muy sencillo: desde ese día Rubén, que no estaba dispuesto a quedarse otra vez sin calle, y que comprendía ahora lo bonita que era y lo necesario que resultaba mantenerla así, se convirtió en un continuo vigilante de su limpieza y conservación. Nunca más volvió a tirar un papel al suelo, ni una colilla, ni dejó que el perro que le regalaron poco después se hiciese nada en la acera. y no sólo eso: vigiló también a los demás vecinos y extraños. Desde luego, casi nadie le creyó cuando les contó su asombrosa pesadilla, pero, a fuerza de ser constante, consiguió que la calle de San Cucufate fuese un modelo para los y las demás. Así que…
Según parece, los Talleres Corporativos, con los años, tuvieron que cerrar por falta de trabajo.
EL CUENTO DE HOY, VIERNES 17 DE ABRIL
LA HISTORIA DE ALNASCHAR
O EL CUENTO DEL FANTASIOSO SOÑADOR
© Jordi Sierra i Fabra 2005
(versión libre de un cuento de “Las Mil y Una Noches”)
Erase una vez un hombre muy perezoso de nombre Alnaschar. Antes que ganarse el pan con el sudor de su frente, prefería pedir limosna y vivir a expensas de lo que las buenas gentes le daban, movidas por la piedad. Quiso sin embargo la suerte que un día, muerto su padre, se encontrara con una inesperada herencia de cien dracmas. Alnaschar, que jamás había visto junto tanto dinero, se sintió el hombre más rico y feliz del mundo. Claro que ello le causó un quebranto aún más inesperado, pues falto de iniciativa hasta ese día, no supo muy bien qué hacer con aquella pequeña fortuna.
Con ella en el bolsillo, acertó a pasar por delante de una vidriería que vendía al por mayor su mercancía y tuvo una idea: invertir su dinero en un próspero negocio. Entró en el lugar y compró vasos, botellas, platos y otros enseres de cristal. Cargando con el cesto salió a la calle y se sentó en una esquina para reflexionar sobre la mejor forma de iniciar sus planes.
Y en voz alta, recitó:
—El contenido de esta canasta me ha costado cien dracmas. Ahora, vendiendo las piezas al por menor, fácilmente ganaré doscientos dracmas. Compraré más vasos y botellas y con su venta serán ya cuatrocientos dracmas, y luego ochocientos, y después mil seiscientos y así, cuando llegue a los diez mil, dejaré el negocio de la vidriería, que es frágil, y me haré joyero. Negociaré con diamantes y perlas suntuosas que me comprarán reyes y hombres poderosos hasta el punto de que en muy poco tiempo seré yo también uno de ellos y me compraré una gran casa con muchos sirvientes en la que celebraré fiestas y bailes que serán la envidia de mis vecinos. Cuando mi capital llegue a los cien mil dracmas me tendrán por un príncipe y por lo tanto pediré por esposa a la hija del gran visir, de la que se comenta su belleza sin igual. Si me la negara, la raptaría, para demostrarle mi empeño. Pero sé que me la concederá, entonces yo seré muy generoso con él y a ella la colmaré de regalos.
“Vestiré como un rey, montaré en un hermoso caballo con una silla de oro y una mantilla ribeteada con perlas y diamantes. Pasearé por la ciudad con sirvientes que irán delante y detrás de mí echando monedas a la gente. En mi noche de bodas, obsequiaré con mil monedas de oro a mi mujer y mi generosidad no tendrá parangón. Eso sí, no permitiré que salga de sus aposentos en modo alguno, pues la guardaré, celoso, sólo para mí. Por mi parte, la visitaré cuando me plazca pero siempre de modo que mi persona le infunda el respeto que sin duda mereceré. Hablaré muy poco, mi porte será siempre sereno, apenas moveré la cabeza, y ella se deshará en ruegos para que me digne contemplarla, cosa que no haré a pesar de su hermosura y el amor que me profesará. Sus damas me dirán: “Vuestra esposa espera una caricia. Vedla tan bella a vuestros pies”. Yo no contestaré la menor palabra, y cuando sus súplicas sean las más lastímeras, me dignaré lanzarle una ojeada para volver de inmediato a mi postura egregia. Así, desde el primer día de mi matrimonio, sabrá ella quién es el amo. Cuando nos acostemos, le daré la espalda como prueba de mi dominio.
“Al día siguiente, mi esposa le llorará a su madre, y ella vendrá a verme. Se inclinará ante mí y me dirá: “Señor”, pues no se atreverá a llamarme yerno por miedo a ofenderme, “mi hija os ama con todo su corazón. Os ruego que la atendáis como se merece su amor”. Yo, por supuesto, no le haré el menor caso. Entonces la madre de mi esposa me besará los pies e insistirá en sus ruegos. Al ver mi inquebrantable rigor le pedirá a su hija que me sirva un vaso de vino, como prueba de su devoción hacia mí, y al ver que no se lo tomo, mi mujer me suplicará: “Corazón mío, alma de mi vida, soy vuestra humilde servidora. No me moveré de aquí hasta que bebáis de este vaso que os doy”. Así que, finalmente, yo la miraré y al tiempo que la abofeteo le daré una patada que…
Tan metido en su fantasía estaba el infeliz Alnaschar, y tan intensamente la vivía para sí, que su pie derecho hizo exactamente lo que su imaginación soñaba: dar una patada.
Pero no a su presunta y castigada esposa, sino al cesto lleno de objetos de cristal en los que acababa de invertir sus cien dracmas y que reposaba delante suyo.
El estropicio fue total.
No se salvó ni una copa, ni un vaso, ni un plato.
Más aún, desde una ventana vecina en la que un hombre había escuchado toda su historia, le llegó su voz airada diciendo:
—¡Te está bien empleado, por perverso! ¿No debieras morirte de vergüenza en tratar así a una esposa que tanto te ama sin que te haya dado motivos de queja? ¡Muy brutal debes de ser para desoir el llanto y las súplicas de una mujer tan hermosa y para no caer ante sus halagos! ¡Si yo fuera el gran visir, tu suegro, te mandaría azotar y te haría pasear por la ciudad con las alabanzas que en verdad te mereces, estúpido!
Huyó Alnaschar de allí, dejando el cesto destrozado, y nunca más volvió a vérsele por la ciudad, aunque es probable que no hiciera en su vida otra cosa que seguir pidiendo limosna hasta su muerte.
EL CUENTO DE HOY, JUEVES 16 DE ABRIL
HABLANDO DEL REVÉS
© Jordi Sierra i Fabra 2010
Aquella noche, Roberto tenía muchas ganas de meterse en cama y leer.
El libro lo había encontrado por la tarde, en casa de su abuelo. Por lo general, su abuelo era un hombre muy celoso de sus cosas. No dejaba que las tocase nadie, y menos él. Solía decirle:
—Algún día todo será tuyo. Primero de tu padre, pero después tuyo. Por algo eres mi único nieto. Pero ahora… Ni hablar de tocar nada, ¿de acuerdo? Los niños parece que tengáis agujeros en los dedos.
Roberto se miraba las manos. Sus dedos estaban perfectamente. ¿Agujeros? En fin, todos los mayores tenían cosas raras, y su abuelo era más que mayor, era… Por lo menos debía rondar ya los cien años. Cabello blanco, gafas, sordera, arrugas, bastón.
La casa del abuelo era como un museo. Estaba llena de cosas interesantes. Y lo más interesante, la biblioteca. Debía tener todos los libros del mundo. Miles. Y a cual más viejo. Con lo que a Roberto le gustaba leer, aquello era un tesoro. Por desgracia su abuelo no le prestaba ninguno.
Hasta aquella tarde.
—Venga —le dijo—, puedes coger un libro, el que quieras. Será una prueba. Si lo devuelves de una pieza, te dejaré coger más, ¿de acuerdo?
Se metió en la biblioteca, estuvo un rato leyendo los títulos, y cuando ya estaba casi seguro de llevarse una novela con muy buena pinta, había encontrado aquella pieza tan rara. Rarísima.
“Manual del Perfecto Mago casual”.
A Roberto le fascinaban las historias de cosas sobrenaturales, magos, elfos, fantasmas, pócimas, encantamientos, fantasía… Así que no lo dudó. Quería saber qué decía aquel libro de tapas negras y hojas de pergamino, probablemente más viejo incluso que su abuelo, que ya era decir.
Empezó a leerlo nada más meterse en cama.
El entusiasmo inicial pronto quedó un tanto menguado, porque allí lo único que había eran fórmulas imposibles para hacer hechizos extravagantes. “Cómo ponerse azul”, “Cómo hacer que le salga bigote al vecino”, “Cómo hacer que las hormigas ayuden”. ¿Para qué querría ponerse azul? Y la vecina, la señora Amalia, con bigote seguro que estaría espantosa. En cuanto a lo de las hormigas… Encima se necesitaban cosas que no se compraban precisamente en la tienda de la esquina: colas de lagarto, lenguas de sapo, uñas de tortuga y demás zarandanjas.
Pasó las páginas echando un vistazo aquí y allá, hasta que de pronto se detuvo en una. La gracia del hechizo consistía en que lo único que se precisaba era formular un conjuro.
—Para volverte del revés —leyó.
¿Del revés? Otra tontería.
Sin embargo, sin darse cuenta, pronunció aquellas palabras en voz alta:
—Si es luna llena, plena. Si es de noche, fantoche. Repite conmigo, que todo cambie en torno a tu ombligo. Si la oscuridad llega, no habrá ninguna pega. Ahora, ya, del revés todo va.
Y se apagó la luz.
Fue lo que más le chocó, que se apagara la luz. El conjuro decía que si la oscuridad llegaba…
—¡A dormir! —tronó la voz de su madre desde la puerta dándole un tremendo susto por lo inesperado.
—¡Pero…!
—¡Ni una palabra! ¡Contigo es la única fórmula, apagarte la luz y se acabó, porque si espero que lo hagas tú!
No tuvo más remedio que claudicar. Cerró el libro, lo dejó a un lado y se recostó en la cama. Bueno, no había pasado nada.
Claro, ¿qué iba a pasar?
Miró por la ventana, la noche, la luna llena…
No supo cuando cerró los ojos y se durmió, pero tuvo que ser casi al momento, mientras su mente vagaba por entre sus fantasías, que solían ser siempre muchas.
Por la mañana abrió los ojos en un plis-plas. El día era muy hermoso y saltó de la cama con buen ánimo. Pisó el libro de magia, lo recogió, sonrió como si se tratase de un cuento para niños y lo dejó en la mesita. Luego fue a tomar su ducha diaria, se vistió y fue a la cocina a desayunar. Su madre ya le tenía a punto el zumo de naranja y el tazón de cereales con leche.
—Mamá hola, días buenos —dijo.
Su madre le lanzó una mirada insidiosa.
—¿Jugando de buena mañana?
Roberto no la comprendió. Se sentó en la mesa y de dos tragos dejó vacío el vaso de naranjada. Se abalanzó sobre el tazón de cereales.
—¡A ver si te va a hacer año! ¡No comas tan rápido!
—Hambre tengo que es.
—¡Quieres hacer el favor de hablar bien!
Se encontró con una mirada sorprendida de su hijo.
—Bien hablo ya.
—¡Roberto!
—¿Pasa qué?
—¡Que hables bien te digo!
—¿Hable que quieres como y?
—¡Mira que no tengo el día yo para…!
El rostro de Roberto era sincero, muy sincero. Su madre se dio cuenta de algo más.
—¿Por qué te has puesto hoy la raya en el otro lado?
—Siempre donde llevo la.
—¡No hables del revés, caramba!
Roberto se quedó helado de golpe. Ni siquiera se había dado cuenta. ¿O sí? Hablaba normal. Bueno, estaba seguro de que era así.
Volvió la cabeza y se miró en el espejo.
No sólo era la raya. También tenía la peca de su mejilla derecha en la izquierda.
—¡Ay! —se estremeció.
¡El conjuro! ¡Había funcionado! ¡Su madre apagó la luz justo cuando lo pronunciaba, y había luna llena, y era de noche, y…!
¡Estaba del revés!
Se levantó de la silla y fue corriendo a su habitación pasando del nuevo grito materno y de su refunfuñar sobre lo loco que estaba y lo gamberro que se volvía. Cogió el libro, buscó la página y leyó de nuevo el conjuro. No quedaba ninguna duda: ¡todo él se había puesto del revés! Por eso hablaba de atrás para adelante sin darse cuenta.
—Remedios y antídotos, en el anexo final —leyó primero de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha, por si las moscas.
Buscó el anexo más y más nervioso. Cuando localizó el remedio para su conjuro se atropelló, tuvo que parar y volver a empezar despacio. También estaba escrito del revés, claro. Se suponía que lo leían las personas conjuradas previamente.
—La cura de este sortilegio es una de las más sencillas —contuvo la respiración—. A las 24 horas, de noche, y a la misma hora, hay que volver a leerlo del revés con la luz apagada, y abrirla al terminar sin más esperar.
Una alegría: había solución, y era bastante rápida. Una tragedia: tendría que pasarse el día entero hablando del revés, ¡y encima con el examen de lengua de por medio!
—¡Oh…! —gimio Roberto.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —su madre apareció en la puerta de su cuarto—. ¡Vas a llegar tarde al colegio!
Roberto no dijo nada. Le pasó el libro. Era inútil fingir que todo estaba en orden. Un día entero hablando del revés…
Cuando ella acabó de leerlo, le lanzó una mirada de enfado.
—¿Es una broma? —quiso saber.
—No —se atrevió a menifestar él.
—¡Si es que siempre has de estar metiéndote en líos, válgame el cielo! —le arreó un cachete en la coronilla—. ¿Y ahora qué?
—Noche la llegue que esperar a, nada pues —se limitó a decir él—. Siento lo.
Su madre levantó las dos manos y la cabeza mitad disgustada, mitad resignada a lo inevitable. Luego se fue sin dejar de protestar por la de cosas raras que hacía. Roberto no se atrevió a quedarse por allí, recogió la cartera y se fue al colegio lleno de aprensión.
Lo primero que hizo fue confesarle al profesor de lengua su problema y asegurarle que no era una broma.
—Correctamente escribir para, deja me si espejo un usar puedo.
El profesor le permitió lo del espejo cuando pudo entenderle. Era la unica solución y así logró hacer el examen, aunque trabajando de lo lindo. Primero respondió tal cual, o sea del revés, y luego, con el espejo, lo copió otra vez del revés, en este caso, con la normalidad de los demás. En el resto de las clases, Roberto intentó pasar lo más desapercibido posible y evitar que le preguntaran cosas. Lo consiguió por los pelos, porque en timbre sonó cuando en matemáticas iban a pedirle que saliera al encerado. Y el profesor de matemáticas no era tan comprensible como el de lengua. Pero los compañeros que habían visto lo del espejo, a la hora del patio, le asaltaron a preguntas, y al saber su problema, entre risas, le asaetearon con frases tipo:
—Venga, di algo.
—Que diver, ¿no?
—Vaya pasada.
—A ver si puedes decir al revés “El cielo está enladrillado y el desenladrillador que lo desenladrille buen desenladrillador será”.
Roberto no estaba para muchas gaitas.
—¡Fantasmas de panda menuda! —les dio la espalda al no encontrar ninguna cooperación entre sus camaradas.
—¡Raro! —le gritó uno.
—¡Excentrico! —le espetó otro.
—¡Siempre dando la nota! —se burló un tercero.
Sólo Javier, su mejor amigo, le ofreció soporte moral.
—A lo mejor, si no se te cura, puedes actuar en la tele.
Roberto no quería actuar en la tele. Quería volver a ser normal, y hablar como los demás. Nunca se había sentido más diferente y poco integrado en la vida.
El día fue un asco.
Boca cerrada, precaución.
Incluso cuando una señora le preguntó al ir a casa por la tarde:
—Perdona, niño, ¿sabes cual es la calle del Boniato?
Y él, que además de no saberlo, se quedó mudo, pasó por maleducado y tonto.
La señora se fue protestando sobre los malos modales de los chicos de hoy.
Al llegar a casa, Roberto se encontró con el mismo enfado de su madre.
—¿Qué, todavía hablando del revés? —le preguntó brazos en jarras.
Asintió con la cabeza.
—¡Pues hala, haz lo deberes y a esperar a la noche! ¡Mira que tu padre te lo tiene dicho! ¡Y yo! ¡Si es que eres de los que abres todas las puertas cerradas y quieres saberlo todo y…! ¡No sé a quién has salido, hijo, porque lo que es a mí desde luego que no! ¡Seguro que te cambiaron en la cuna!
Las horas del resto del día pasaron muy despacio.
—¿Merienda la das me, mamá? —se le escapó ésta única frase.
—¡Anda que como te quedes así pára siempre…! ¡Loca me vas a volver!
Pero era su madre, y aunque siempre refunfuñaba, le dio la merienda, y hasta le pasó una mano por la cabeza.
—La culpa es de tu abuelo. Otro que tal baila. Mira que dejarte ese libro. ¡A saber cuantas tonterías más tiene en esa casa tan vieja!
Llegó la hora de la cena. Tuvieron que avisar a su padre. A él le dio por reír.
—¿A ver, di algo?
Como los del colegio.
—¿Diga que quieres que y?
—¡Anda, que bueno! —se echó a reír aún más—. Yo una vez me quedé mudo una semana, y lo pasé fatal. ¡Qué angustía! Pero esto es aún más ocurrente. ¿Qué más conjuros tiene ese libraco?
—¡Federico! —gritó su mujer.
No estaba el horno para bollos, así que se callaron.
La cena transcurrió con normalidad. Roberto hablaba lo mínimo, y casi siempre empleando monosilabos para no liar más el tema: “Pan”, ¨Agua”, “Gracias”. Y eso que su padre trató de tirarle de la lengua.
—Roberto, ¿qué hacen hoy por la tele? —decía. Y también—: ¿Por qué no me cuentas aquel chiste del otro día?
Para chistes estaba él.
No paraba de darle vueltas a la cabeza.
¿Y si no funcionaba el contrahechizo?
¿Y si hacía algo mal y pasaba otro día?
¿O se quedaba así para siempre porque el libro era viejo y a lo peor con los años…?
Al aproximarse la hora, empezó a prenderse las palabras del revés, de memoria, porque según decía el anexo del manual tenía que pronunciarlas a oscuras, sin poder leerlas, y abrir la luz de golpe al terminar la última, exactamente igual que había hecho su madre la noche anterior. No le fue fácil memorizar todo aquello, porque era un galimatías, pero al final lo consiguió, aunque después, con los nervios, a lo peor…
Una hora, media hora, quince minutos, cinco.
—¿Seguro que quieres hacerlo solo? —insistió su madre poniéndose también más y más nerviosa por momentos.
—Tranquila, sí.
—La peca del otro lado no te queda mal, y la raya tampoco. Lo malo es lo del hablar —quiso animarle.
Roberto se encerró en su habitación, repitiendo ya de memoria el conjuro del revés. Faltaba un minuto y apagó la luz. Sus padres se quedaron del otro lado. Contó hasta sesenta, uno por segundo, y por fin dijo en voz alta:
—Va todo revés del, ya, ahora. Pega ninguna habrá no, llega oscuridad la si. Ombligo tu a torno en cambie todo que, conmigo repite. Fantoche, noche de es si. Plena, llena luna es si.
Justo cuando conectó la luz, sucedió algo más.
Su madre, impaciente, abrió la puerta de su habitación imprevistamente.
—¿Ya? —preguntó ella.
Un invisible viento pareció envolverles.
Roberto ni se atrevía a hablar.
—¡Va, di algo! —gritó la mujer.
Lo intentó:
—El cielo… está enladrillado —susurró—. El desenladrillador que lo desenladrille… buen desenladrillador… será.
No sabía si lo había dicho bien. Miró a sus padres.
—Curado —le palmeó él la espalda.
Roberto se miró en el espejo. Le peca volvía a estar en su sitio. Y la
raya. ¡Lo había conseguido!
—¡Mal menos, vaya! —suspiró su madre.
Se la quedaron mirando alucinados.
—¿Qué? —entonaron padre e hijo al unísono.
—Mal menos que, digo.
La miraron aún más y más alucinados.
—Revés del hablando seguirte fácil es no. Solucionado ha se que mal menos que digo —aclaró ella.
No podía ser.
Era una pesadilla.
Aunque…
¡Había abierto la puerta justo al conectar él la luz!
Sí, justo en ese instante.
Así que…
—¡Mamá! —gimió Roberto.
—¡Catalina! —puso cara de dolor de estómago Federico.
—¿Pasa qué? —no entendió nada ella.
Roberto se precipitó sobre el libro de magia.
Le daba en la nariz que no iba a ser nada fácil desembarazarse del dichoso hechizo. Pero nada, nada, nada fácil.
—¿Otrebor? —volvió a hablar la mujer.
¡Y encima estaba diciendo también del revés cada palabra!
EL CUENTO DE HOY, MIÉRCOLES 15 DE ABRIL
EL CUENTO DEL CIEGO TEMPORAL
© Jordi Sierra i Fabra 2009
—Mamá, cuéntame un cuento —pidió Sergio mientras se arropaba.
—Uno sólo, y luego te duermes, que es muy tarde.
—¡Bien!
—Voy a contarte el cuento del ciego egoísta.
—¿Hay cuentos de ciegos egoístas?
—Sí. Verás… Érase una vez una habitación de hospital en la que un día ingresó un hombre llamado Lucas que se quejaba amargamente de que, por unos días, iba a estar ciego. ¡No podría ver nada porque lo habían operado de los ojos! El hombre se lamentaba de su mala suerte. ¡Unos días sin poder ver nada!
—No se preocupe, señor —le dijo la persona que compartía su misma habitación—. Yo le contaré lo que desee ver.
—¿Hay una ventana?
—Sí.
—Entonces cuénteme lo que ve usted por ella.
—Y el compañero de habitación le contó que a través de la ventana veía un parque, y niños jugando, y sus mamás, y un pedazo de cielo azul, y casas, y calles. Y le describió con detalle como era todo, cómo iban vestidas las mamás, el color de las hojas de los árboles. No se dejó nada. Lo hizo con minuciosa precisión ese día, y el siguiente, y el otro. Todos sin faltar ni uno. Hasta que llegó el día en que a Lucas, le quitaron las vendas.
—¡Ah, vuelvo a ver! —suspiró feliz, recorriendo con la vista el consultorio del cirujano.
Entonces quiso ir a darle las gracias al hombre que durante aquellas jornadas tan duras y amargas había hecho de su ceguera temporal algo más agradable.
Cuando llegó a la habitación que habían compartido, lo primero que vio fue que la ventana no daba un parque, ni se veía el cielo, ni nada que no fuera una horrible pared de ladrillos muy sucia. Enfadado, se volvió a la cama de su compañero y entonces descubrió… ¡que estaba ciego!
—¡Pero si usted no puede ver nada! —protestó Lucas.
—Hay muchas formas de ver las cosas —dijo el hombre—. A veces una persona con los ojos abiertos no ve nada mientras que otra con los ojos cerrados sí lo hace, porque es capaz de sentir la vida que le rodea. Lo único que hice yo, para paliar su enfado y tristeza, fue contarle lo que siempre veo en mi corazón cuando me asomo a una ventana, porque eso es lo importante, lo que se siente. No sé cómo es un parque, ni de qué color es el cielo. No lo sé, pero lo veo en mi corazón. Nací ciego. Pero le juro que aquí dentro, en mi interior, cada día lo imagino todo, y nunca me ha hecho falta más.
—Lucas le abrazó, y lloró, y le pidió perdón. Desde aquel día lo vio todo distinto, más hacia dentro que hacia afuera. Y jamás olvidó al hombre de la habitación en el hospital. Sobre todo cuando paseaba por un parque.
—Gracias, mamá —suspiró Sergio sintiendo ya la llegada del sueño.
—Buenas noches, hijo.
Cuando ella salió de la habitación no tuvo que apagar la luz. No la había encendido. No era necesario.
EL CUENTO DE HOY, MARTES 14 DE ABRIL
EL VENDEDOR DE RUIDOS
© Jordi Sierra i Fabra 1981
La puerta de la tienda se abrió. La mayoría de las puertas de la mayoría de las tiendas de la mayoría de las ciudades, al ser abiertas, no hacen ruido, o todo lo más sonaban algo así como:
¡Cling, cling, cling!
O sea, que hacen un tintineo armónico.
Pero la puerta de aquella tienda, produjo un estruendo infernal.
¡Clang, plung, cataclang!
El visitante pegó un respingo, asustado, pero rápidamente comprendió que la cosa era de lo más natural. A fin de cuentas, el rótulo de la entrada bien que lo anunciaba: “RUIDO S.A. Extenso surtido en ruidos nacionales y de importación. Toda clase de sonoridades”.
Se acercó al mostrador. Un hombre de aspecto afable apareció ante él, saliendo de detrás de unas cortinillas. Llevaba unos auriculares para protegerse los tímpanos y se los quitó al sonreír y preguntar:
—¿Qué desea, señor cliente?
—Mire, yo quisiera un buen ruido, algo que…
—¿Grave, agudo, chirriante, persistente de tiempo medio?
—No se, es la primera vez que compro un ruido. A decir verdad, ni siquiera sabía que hubiese tiendas especializadas en… eso. ¿Qué me aconseja?
—Dependerá de para que lo quiera, caballero —apuntó el vendedor,
—Hombre —al cliente la observación le pareció absurda—, quiero un ruido que… que haga ruido. Y cuanto más, mejor.
El vendedor curvó los labios hacia arriba, en señal de comprensión. Introdujo ambas manos debajo del mostrador y cuando reaparecieron sostenían una caja. Al abrirla se oyó un lúgubre:
—¡Ñeeeeeeeeeeeeeec!
—Este, está muy solicitado —dijo— : “La puerta gimiente”. Suena peor que la peor de las puertas peor engrasadas. Y viene en tres modelos, vea: “Gemido prolongado”, “Lamento profundo” y “Terror nocturno”.
—No sé, no sé —vaciló el señor cliente—. Un poco vulgar, ¿no? Quiero decir que lo de las puertas que gruñen ya está muy visto, aunque reconozco que es habitual, discreto y eficaz.
—Por supuesto, tengo algo mucho más estridente —el vendedor sacó otra caja de debajo del mostrador—. Oiga este tremebundo y genuino llanto de niño recién nacido.
—¡Bua-aaaaaa, buuuu-aaaaa, aaaaaahhhh!
—No, este no, porque todos saben que yo no tengo niños y sería sospechoso.
—Es una buena razón. Pero no se preocupe, porque le aseguro que encontraremos lo que necesita. ¡Ruido es lo que más hay en este mundo nuestro!
—¡Cuanta razón tiene —convino el señor cliente.
El vendedor desapareció detrás de las cortinillas. Volvió a salir a los pocos segundos con varias cajas apiladas una encima de la otra.
—Aquí tiene algo exclusivo para los domingueros que no pueden salir a contaminarlo todo durante el fin de semana, los que han de quedarse en casa y quieren las mismas comodidades que en el campo, como por ejemplo el ruido de cigarra molesta. Precisamente se llama así: “La cigarra loca”.
—Ric-ric-ric-ric-ric-ric.
—Es original, sí, aunque…
—Es pesadísimo, se lo aseguro yo. Igual que las cigarras, comienza y no para. ¡Dura horas! También tenemos algunos de ciudad. Oiga, oiga.
El cliente tuvo que taparse los oídos. El ruido de una potentísima moto, de esas que rugen sin piedad y ponen los nervios de punta, se expandió por la tienda.
—¡Brrrrammmmm… Ruaoaaaaaabrrrrrmmm… Brrraaammmgggrrr!
—Ya veo que le ha impresionado —dijo satisfecho el vendedor—. ¿Y qué me dice de éste? Se llama “Obras en la salita de estar”.
El inconfundible ruido de una máquina compresora, de esas que se pasan el día levantando los adoquines de la calle, taladró el ambiente con su monótona persistencia.
—¡Tac-tac-tac-requetetac!
— Muy bueno —afirmó el señor cliente—, aunque ese ruido, como el de la moto, la verdad, no hace falta comprarlos porque están en toda partes.
—Pero la calidad está muy mejorada —hizo notar el vendedor—. Y si no, repare en este “Grifo insoportable”.
—¡Clic!… ¡Clic!… ¡Clic!…
Era una gota de grifo mal cerrado, monótona.
—Increíblemente bueno. De noche ha de ser insufrible, como para volverse loco. ¿Lo malo es que yo quería algo que se oyera mucho, a distancia.
—¿Qué me dice del claxon ensordecedor? Vea este modelo, se llama “Aullido gélido”. Lo de gélido, por supuesto, es porque deja helado y con los pelos de punta a quien lo escucha. ¿Preparado?
Parecía que allí mismo hubiera un coche a punto de reventar las paredes a golpes de claxon.
—Turulí, turulú, turiló-turilí… ¡Moooooc!
El señor cliente dejó de taparse los oídos cuando el estruendo cesó. Su cara era todo un poema.
—La verdad es que… no sé —suspiró desalentado.
El vendedor no se amilanó.
—Sí, es difícil decidirse —dijo— ¿Por qué no me dice usted para que lo quiere?
—Yo… odio el ruido, ¿sabe? —volvió a suspirar el presunto comprador —pero, verá, tengo un vecino que es in-so-por-ta-ble, y he de hacer algo o me volveré loco.
—¿Un vecino? ¿Qué vecino?
—El que cada noche no me deja dormir. Ya no puedo más.
El vendedor empezó a ponerse serio. Más que serio, preocupado. Más que preocupado, expectante. Más que… Bueno, dejémoslo.
—¿Dónde vive usted? —quiso saber.
—En la calle del Aguila Real, número cinco.
Silencio.
El vendedor se puso pálido. Sus ojos formaban dos círculos en mitad de los cuales flotaba el iris, inmóvil.
—¡Ay, ay, ay! —exclamó.
—¿Qué le pasa?
—Es que… no sé ni cómo decírselo, yo vivo en la calle del Aguila Real número siete.
—Entonces, ¿usted es…?
—Su vecino.
—¡Sopla!
Se quedaron mirando el uno al otro, más atónitos y sorprendidos que enfadados.
—Pero, hombre de Dios —gimió el cliente—, ¿qué hace usted por las noches?
—Pues ya ve usted… Pruebo el material. Es el único momento en que puedo hacerlo tranquilamente. No sabía que viviera gente en la casa de al lado, créame que… ¿Por qué no me lo dijo?
Le he llamado por teléfono, y he ido personalmente, pero está claro que ni oye el timbre ni los golpes en la puerta. Y es natural, con ese alboroto.
El vendedor bajó los ojos hasta depositar una mirada culpable en el mostrador. Al señor cliente, no le pareció una mala persona. A fin de cuentas, cada cal se ganaba la vida como mejor podía y sabía. ¡Menudos estaban los tiempos!
A pesar de ello sintió curiosidad.
—Oiga, ¿y por qué vende usted ruidos?
—¿Que por qué vendo ruidos? —la pregunta tuvo una repetición llena de cantarines aires de ironía—. Porque a la gente le encanta el ruido, ¿no lo ha notado? ¿Qué es lo que más abunda en todas partes? El ruido. Es un gran negocio, en franca expansión. Cada día se hace más y más ruido. Fijese, estoy esperando el de una nave interplanetaria despegando. ¿Se imagina? Podrá escucharlo en su propia casa, a todo volumen.
—Pues yo creo que a la gente lo que le pasa es que no conoce el silencio —repuso el señor cliente muy convencido—. Yo tenía un hermano pequeño que siempre estaba haciendo ruido, hasta que una noche le hice escuchar un buen silencio, y ahora… bueno, que no le saquen de ahí. Lo admite todo, menos que le turben el silencio. ¿Por qué no vende silencios?
—¿Cómo… dice?
—Ah, pero, ¿no sabe que también hay muy buenos silencios?
—No, como lo mío es… precisamente lo contrario.
—Pues sí, sí. Hay silencios preciosos. De bosque en invierno, de bosque en primavera, de bosque después de una buena tormenta… Puede imaginarse que son muy distintos, claro, ¡no tienen nada que ver! Y están los silencios de playa, del espacio, de planeta deshabitado, de isla desierta, de vuelo sin motor, de funeral, de noche en el desierto, de habitación sin tele, de…
—¡Espere! ¡Espere! —el vendedor le detuvo entusiasmado—. No me diga más. Si en algo soy bueno es en los negocios, y esto me huele que puede ser una mina de oro. ¡Todo el mundo hace ruido, pero nadie dispone de silencios! ¡Qué idea más genial!
El señor cliente sonrió feliz.
—Celebro que le guste —afirmó.
—¿Dónde puedo conseguir un buen surtido de silencios? ¿Conoce usted por casualidad a….?
—Yo los hago, es mi pasatiempo favorito.
Los ojos del vendedor se dilataron aun mas.
—¡No me diga! —casi gritó.
—Sí —reafirmó su vecino.
—Entonces…
Sus manos se encontraron por encima del mostrador, en un apretón firme y sincero. Aquel mismo día se hicieron socios, formaron una empresa de fabricación y venta de silencios y cerraron la tienda de ruidos. Al principio, a las personas les chocó. Ya se sabe que cuando alguien está habituado a algo, le cuesta cambiar. Pero luego, poco a poco, silencio a silencio, la tienda se convirtió en un gran éxito. Todos iban a encargar y comprar silencios, algunos a medida. Fue fabuloso, y en especial aquella célebre campaña de anuncios por televisión en la que no se oía nada. Hombres, mujeres y niños miraban la pantalla sorprendidos por la súbita paz que por espacio de unos segundos flotaba en sus casas.
Sí, un gran éxito.
Pero, sobre todo, para el inesperado fabricante de silencios, representó la paz y poder dormir cada noche a pierna suelta, después de haber logrado que su ruidoso vecino cambiase de actividad.
Lo sé muy bien, porque yo… yo vivo en la calle del Aguila Real, número nueve.
EL CUENTO DE HOY, LUNES 13 DE ABRIL
EL VIEJO POETA
© Jordi Sierra i Fabra 2001
Era un poeta tan viejo, tan viejo, tan viejo, que por los agujeros de su pantalón se le escapaban las letras que llenaban su cuerpo y sus bolsillos de poeta.
Allá donde iba el viejo poeta, dejaba un reguero de letras sueltas y perdidas, como el rastro de un caracol o las huellas de unos pies en el barro. Cualquiera podía saber si había pasado por allí, pues en el suelo quedaban las as, las pes, las zetas y las haches de su universo creativo.
Y, a veces, cuando el viejo poeta escribía un poema, le faltaban letras perdidas para concluir un verso, así que ya no podía rimar amor con dolor, ni alma con calma, ni hermosura con locura, y sus poemas se hacían cada día más extraños, más extravagantes, más absurdos. Tanto que la gente ya no los entendía.
Y cuando la gente no entiende a los poetas, piensa que están locos.
Así que comenzaron a llamarle loco.
El viejo poeta ya era tan y tan y tan viejo, que había olvidado su arte. Eso decían.
El viejo poeta estaba tan y tan y tan solo, y había escrito tantos poemas, que ya estaba agotado. Eso decían.
El viejo poeta ya no emocionaba, sólo hacía reír, o sonreír, o suspirar. Eso creyeron.
Una tarde sus bolsillos se rompieron del todo, vencidos por el peso, y por ellos cayeron en tropel las últimas letras, una tras otra, formando una larga fila en tierra. Pero no cayeron sin más ni más, sino de manera especial. Tal vez la suerte, tal vez el destino, tal vez algo más. Y entonces, un niño que acertó a pasar por allí antes de que el viento las diseminara, pudo leer con asombro esta curiosa frase, sin duda producto de aquel singular azar:
“Un día seréis viejos, un día alguien pensará que estáis agotados, un día vuestros sentimientos y vuestras emociones harán reír, o sonreír, o suspirar a los demás. Haced entonces agujeros en vuestros bolsillos y marchad sin volver la vista atrás. No para escapar, no para huir. Sólo para buscar un nuevo horizonte donde seguir siendo libres”.
Nadie volvió a ver jamás al viejo poeta.
Pero entonces ya no le olvidaron.
EL CUENTO DE HOY, DOMINGO 12 DE ABRIL
LA HISTORIA DE SCHACABAC
O EL CUENTO DEL BANQUETE FANTASMA
© Jordi Sierra i Fabra 2005
(versión libre de un cuento de “Las Mil y Una Noches”)
Un hombre sin fortuna, mendigo de pueblos y ciudades, desheredado de la buena suerte y de nombre Schacabac, se detuvo un día frente a las puertas de un excelso palacio asombrado por su lujo y belleza. Pensó que nadie que viviera en semejante lugar le negaría una limosna y, animado por su empeño, llamó con discreción solicitando un poco de comida con la que aliviarse. Los porteros del palacio, al verle, le franquearon el paso diciéndole:
—Adelante, buen amigo. Pasad libremente y buscad sin demora por vuestra cuenta al dueño de esta casa, que sin duda habrá de complaceros en un grado que ni siquiera podéis llegar a imaginar, pues es el más magnánimo de los hombres de la tierra.
Sorprendido por semejante recibimiento, el mendigo se adentró en los jardines del suntuoso palacio sin advertir las risas contenidas de los porteros que tan amablemente le habían invitado a hacerlo. A los pocos pasos eran tales las riquezas y bellezas del lugar, que imaginó que allí vivía un poderoso señor honrado de compartir su buena suerte con los pobres, así que se sintió por completo tranquilo y aún más seguro de su buena fortuna.
Tardo sin embargo un buen rato en dar con el dueño del palacio. Atravesó un primer edificio rectangular recubierto de celosías, otro jardín fabuloso con árboles gigantescos y flores de mil colores, un atrio principesco con una fuente de agua pura y cristalina, y al llegar al edificio principal, en un gran salón recubierto con panes de oro y cortinajes de finas sedas, localizó a un anciano de barba blanca y ropajes excelsos al que sin duda reconoció como su presunto anfitrión. Schacabac entonces se inclinó ante él y le dijo con voz lastimera:
—Señor, sé de vuestra generosidad y os imploro que la ejerzáis conmigo, pues hace tres días que no ingiero alimento alguno. Vuestros sirvientes me han pedido que yo mismo viniera a veros, y esta es la prueba de que no podía haberme encaminado a hombre más bien dotado.
—Habláis bien, y me honráis con ello —le agradeció sus palabras el rico personaje—. Sentaos a mi lado que seréis generosamente complacido.
Entonces dio una palmada y, aunque para sorpresa de Schacabac, no vio a nadie aparecer por ninguna de las puertas del salón, el hombre le agradeció a un invisible sirviente su presencia y comenzó a lavarse las manos en un imaginario recipiente depositado a sus pies.
—Lavaos y purificaos —le recomendó a su invitado.
“Bueno”, pensó el mendigo, “he aquí a un caballero ocurrente y bromista, amigo de las chanzas. Por supuesto que le seguiré el juego hasta donde lo desee si con ello le hago feliz y él hace feliz después a mi estómago”.
Y se lavó también las manos en el imaginario recipiente.
—Ahora, ¡a comer! —celebró con buen ánimo la hora de la pitanza el extraordinario mecenas—. ¡Traed viandas!
Por segunda vez, nadie apareció ante ellos, pero el dueño de la casa celebró con marcadas muestras de gozo y alegría la presencia de no menos de una docena de sirvientes portando cada uno suntuosas fuentes llenas de comida que pronto inundaron el espacio abierto entre los dos. Cuando, al parecer, los sirvientes se hubieron retirado, el anfitrión inició el extraordinario festín.
—¡Ánimo, saciaros, que esta sea la mejor comida de vuestra vida!
Y él mismo dio comienzo al ágape fingiendo tomar algo de la fuente más cercana para masticarlo con fruición al borde del éxtasis.
—¡Oh, probad estas codornices del Golfo! —se chupó los dedos goloso—. ¡Y no olvidéis estos dátiles del oasis de Samsara ni estos peces del lago de Imad, sin duda dignos del paladar de un sultán!
Las manos del dueño de la casa iban de lado a lado, tomaban invisibles manjares que llevaba a su boca y simulaba masticar con placer. No tuvo pues más remedio el pobre y hambriento Schacabac que seguirle el juego e imitar también él sus gestos y sus muestras de satisfacción.
—¿Acaso no es exquisito este pan? —decía el extravagante mecenas.
—No lo he probado más blanco ni más sabroso, mi señor —le secundaba el mendigo.
—¿Y qué me decís de este carnero adobado con trigo?
—Suntuoso en grado extremo. Doy fe.
—De este ganso os cedo la pierna y la pechuga, que son las partes más delicadas.
—No merezco tanto honor ni compasión, estoy seguro.
—¿Habéis visto mesa más bien servida en alguna otra parte?
—Tened por seguro que no. Jamás —proclamó Schacabac con el estómago lleno de dolor pues de tanto oír hablar de comida estaba a punto de desfallecer.
Así pasaron los minutos, en un atracón ficticio que se coronó con frutas frescas, almendras, confituras, pasteles y almizcle no menos invisible a sus ojos y a su paladar, llegado el momento en el cuál el invitado empezó a preguntarse si, después de todo, no volvería a la calle con el estigma de la burla prendido de su alma.
—¿Os habéis quedado con hambre?
—No, mi señor. Ha sido copioso y excesivo.
—Nada quiero escatimar con un invitado tan cumplido.
—Os aseguro que no me cabe nada más.
—Pues después de tan sabrosa comida —eructó el dueño de la casa—, es hora de probar el mejor de los vinos.
Schacabac dijo entonces:
—Señor, os lo ruego, dispensadme de este final porque me está vedado tomar vino.
—¿Qué decís? —abrió unos ojos como platos el propietario del palacio—. ¿Vais a despreciar el mejor de los vinos de este mundo?
—No es desprecio, mi señor —dijo el mendigo—, sino cordura. Temo faltar a la debida compostura si ingiero algo a lo que no estoy acostumbrado. Y en modo alguno desearía faltaros al respeto, máxime después de esta maravillosa comida que me habéis regalado.
—Pues no, insisto —protestó el hombre—. Me ofenderéis si no bebéis conmigo, no si lo hacéis y os achispáis un poco.
—Sea pues —se rindió Schacabac.
Tomó la imaginaria copa que le entregaba el dueño de la casa, olió el vino para llenarse de su aroma, bebió un sorbo para paladearlo debidamente, y a continuación apuró el resto de un sólo trago.
—Formidable —hipó lleno de satisfacción.
—Pues probad este otro mosto digno de un rey.
Schacabac bebió una segunda copa, y una tercera, y una cuarta… y una quinta, hasta que al final, dando muestras de una irrefrenable ebriedad, golpeó con camaradería y tanta fuerza la espalda de su anfitrión que lo derribó al suelo con estrépito.
El rico y bromista mecenas se incorporó con cara de pocos amigos.
—¿Estáis loco? —cerró los puños dispuesto a ordenar que lo mataran allí mismo los verdaderos sirvientes del palacio.
—¡Oh, señor, cuanto lo lamento! —dejó caer la cabeza sobre el pecho Schacabac—. ¡Me abrís vuestra casa, me dais la mejor de las comidas, y así os lo pago! ¡Pero recordad que os lo advertí! ¡No puedo tomar vino sin perder la cabeza, pues no estoy acostumbrado a sus excesos!
Transcurrieron unos escasos segundos.
Hasta que el rico personaje estalló en una larga carcajada y, tras abrazar con ímpetu al mendigo, le dijo:
—¡A fe mía que llevaba tiempo sin encontrar a un hombre con vuestro ingenio! ¡Muchos son los que no han tenido vuestra perspicacia, se han hartado del juego, no han sabido qué cara poner ni cómo reaccionar y se han marchado o han arrancado a llorar temerosos de cualquier mal! ¡Vuestra reacción ha sido soberbia! ¡No sólo os perdono el golpe que me habéis dado, sino que os pido, ahora sí, que compartáis conmigo la mejor de las comidas con la que pueda obsequiaros!
Y tras dar dos secas palmadas entraron en el salón una docena de sirvientes reales con unas no menos reales fuentes de comida que hicieron que el estómago del sorprendido invitado gimiera de gozo ante lo que se le venía encima.
EL CUENTO DE HOY, SÁBADO 11 DE ABRIL
EL ICEBERG CURIOSO
© Jordi Sierra i Fabra 1981
Un iceberg que vivía cerca del Polo Norte, flotando plácido en las heladas aguas de aquel mundo frío, se hizo muy amigo de un pájaro que, en sus constantes vuelos migratorios, se posaba en él y le hablaba de otros mundos fascinantes, otras tierras, e incluso de entes vivos extraordinarios. Aquellos mundos estaban lejos, al otro lado del océano, y eran cálidos, sin hielos eternos, además de verdes, marrones, rojos o amarillos, no como la constante blancura que le rodeaba. Y en cuanto a sus habitantes, resultaban curiosos, la mayoría se movían sobre dos patas, y eran unas veces inteligentes y otras torpes, pero sin duda diferentes.
El iceberg curioso, aburrido de su monotonía, quiso ver aquellas maravillas.
Un día se apartó de sus tranquilas aguas y se dejó llevar por la corriente. Cuando quedó atrapado por ella, viajó rumbo a lo desconocido. Lejos, muy lejos. Y a medida que se alejaba de su helado mundo, comenzó a derretirse.
Y se derritió cada vez más. Primero despacio, después de forma más gradual. Hasta que todo él fue una gran lluvia interior. Los ríos de agua fluían por sus paredes y aristas, sus altas elevaciones y rompientes. Perdió el 15% de su tamaño, y el 20%, y el 30%, y el…
El sol y las aguas cálidas le rebajaron hasta menos del 50% de su tamaño, así que supo que de seguir así iba a fundirse del todo… y a morir.
Pero no regresó.
Quería ver aquellos mundos y aquellos seres. Su vida tenía un objetivo, un nuevo horizonte, aunque con él perdiera su existencia.
Cuando llegó a su destino, el iceberg curioso quedó extasiado.
En efecto, la tierra era verde, brillante, y las montañas enormes, y había árboles rojos y amarillos, y construcciones muy bellas, y también aquellos seres vivos de los que le había hablado el pájaro.
¡Que mundo más increíble!
Se quedó allí un día, dos, tres. Algunos seres pequeños, llamados niños, se le acercaron nadando. Jugaron con él, gritando felices. Otros mayores, lo contemplaban atónitos. El iceberg ya sólo tenía el 37,5% de su tamaño original.
Satisfecha su curiosidad, el iceberg se resignó y emprendió el camino de regreso a casa. Pensó que aún tenía una oportunidad.
Y la tuvo. Logró llegar a duras penas a su mundo, aprovechando otras corrientes frías y ascendentes, pero el día que atisbó los hielos que le eran tan familiares, aquellas altas montañas que flotaban en el agua, como él mismo había sido un día, su tamaño apenas era de un 5% del que tenía al partir.
Poco después el pájaro amigo llegó hasta allí y a duras penas le reconoció. Se posó encima como pudo, porque no tenía casi espacio.
—¿Qué te ha sucedido? —se alarmó.
—He pagado el precio de mi curiosidad —le respondió el iceberg—. Pero ha valido la pena. Soy más pequeño e insignificante, pero sé más, mucho más. Y lo que sé ahora me hace más grande que antes. Y lo que he visto en mi viaje, también vale por todo aquello que fui o perdí.
El iceberg había aprendido que el conocimiento siempre es superior a todo lo demás, incluido el tamaño.
EL CUENTO DE HOY, VIERNES 10 DE ABRIL
EL FUTURO ES LIBRO
© Jordi Sierra i Fabra 2013
Desde la nave, orbitando alrededor del pequeño planeta, M podía contemplar la inusitada belleza de aquella postal galáctica y sentirse el mejor de los hombres. La cápsula enviada para su exploración había tocado tierra hacía unos minutos.
Era el turno de Q.
Oía su respiración, y en el panel de sistemas controlaba sus registros. Un ser humano perdido en aquella inmensidad.
—Aquí Libre —sonrió—. Nave espacial Libre contactando con astronauta Q. ¿Me recibes?
—No seas payaso —se burló su compañero—. Estamos solos en un radio de millones de kilómetros.
—Pero la parte emocionante te toca a ti. Cuéntame.
—El sol está saliendo por mi izquierda. Ahora todo parece cobrar vida, las sombras se mueven… Es maravilloso.
—Descríbeme lo que ves.
—Todo está yermo, el terreno es rocoso, abrupto. Me muevo despacio.
—Sigue hablándome.
—No hay mucho que contar.
—¿Rastro de materia orgánica?
—Bueno, los escaners decían que era un planeta habitable, pero que los componentes sean favorables no significa nada, ¿no crees?
—Siempre tengo la esperanza.
—Porque eres un romántico… Oh, espera.
Se hizo un leve silencio.
—¿Qué?
—Hay algo.
—¿Dónde?
—A unos treinta metros.
—¿Qué es?
—No lo distingo bien, pero al incidir la luz… Ha brillado, y es de color rojo.
Desde la órbita, M se quedó en suspenso.
Algo de color rojo en la superficie de un planeta perdido en el espacio.
—Me acerco —dijo Q.
—Ten cuidado.
Cinco segundos. Diez. ¿Cuánto se tardan en cubrir treinta metros en un nuevo mundo, con otra gravedad, y embutido en un equipo de astronauta?
—¿Q?
—¡Dios mío… no puedo creerlo!
M se abalanzó sobre los sistemas.
—Vamos, Q, ¿de qué se trata?
—Es… un libro.
Podía esperar cualquier cosa menos aquello.
—¿Cómo que un libro?
—Es un libro, grande, de color rojo, y está aquí, en mitad de ninguna parte.
—¡No lo toques!
Ninguna respuesta.
—¡Q, háblame!
Al otro lado del sistema de comunicación se escuchó un suspiro.
Y algo parecido a un llanto contenido y suave.
—¡Q!
Entonces…
—No entiendo el lenguaje en el que está escrito, M, pero… es un manual, de jardinería o… no sé ni cómo explicarlo —la voz era un arrullo marcado por la emoción—. Hay una semilla en la tapa interior, y unos grabados. Indican como plantar la semilla y muestran como con una sola gota de agua puede emerger la vida para que dentro de miles de años este sea un mundo hermoso como la Tierra.
—¿De qué estás hablando?
—Del futuro, M. Hablo del futuro —susurró Q inundado por aquel sentimiento—. No sé quién lo ha dejado aquí, ni cuándo, pero nos da la llave de la vida. Todo está en este libro. El futuro es eso, una vez más: un libro.
EL CUENTO DE HOY, JUEVES 9 DE ABRIL
EL CHATARRERO DEL ESPACIO
© Jordi Sierra i Fabra 1981
Habizal frenó los retropopulsores de su nave espacial y los potentes cohetes redujeron su intensidad hasta colocarla muy por debajo de su velocidad habitual. En la inmensidad del infinito, la nave pareció flotar, ingrávida, suspendida en una fantasmagórica e invisible negrura.
Por arriba y por abajo, a derecha e izquierda —¿o era al revés? —, rodeándole sobrecogedoramente, el Cosmos se expandía centelleante, poblado de estrellas que titilaban, mundos desconocidos, constelaciones y sistemas fantásticos.
Lejanos.
Para Habizal, sin embargo, éste era el paisaje de todos los días; así que no se sintió muy impresionado. Lo que había llamado su atención era un “tic” en su pantalla de contactos. Un “tic” muy nítido y claro, metálico, captado por los sensores que rastreaban el espacio.
—Vaya, vaya, veamos qué puede ser eso.
Pulsó un botón rojo. Al instante, la computadora central de su nave se iluminó. Dirigió el visualizador de larga distancia apuntando a las coordenadas señaladas por los sensores y le preguntó lo que necesitaba saber.
“¡Zim! ¡Zum!… ¡Clic-up-clac-ssss…!
Sobre la pantalla aparecieron unas palabras y unos números. Habizal se aproximó para leerlas, agudizando la vista, porque a sus años ya no andaba muy bien con los ojos.
—”Objeto metálico compuestos principalmente por hierro y aleaciones primitivas…” —susurró despacio—. Hum, sí, parece buena cosa —siguió leyendo—: “No hay vida en su interior. Mantiene rumbo constante 7705 en cuadrante 3…”.
Se apartó de la pantalla y sonrió. Luego dejó caer su puño derecho sobre la palma de su mano izquierda, abierta. Acto seguido trenzó unos ridículos pasos de baile, achacosos y poco flexibles.
—Recuerda la tos… Recuerda la tos —se oyó una voz que provenía de un pequeño sistema—. Presión subiendo a 0.9 puntos…
—¡Oh, cállate ya! —protestó Habizal dirigiéndose al sistema—. Después de todo, hacía mucho que no encontraba nada.
El sistema emitió varios destellos, la mayoría rojizos, pero no agregó nada más. Habizal se colocó a los mandos de su vieja nave, tan vieja como él. Su mano derecha tecleó algo en el ordenador principal y sobre la pantalla fueron apareciendo los complicados cálculos hechos por la máquina.
—Punto de intercepción a 0257 vector 73, coordenadas 192, 785 y 357 en cuadrante 3.
Habizal asintió con la cabeza. Programó el nuevo rumbo y se sentó a los mandos de la nave, una inmensa bañera de carga que, en otros tiempos, fue un estupendo transporte, aunque ahora ya estuviese anticuado. Tras él se veía la bodega, casi vacía.
Cada vez costaba más encontrar residuos por el espacio.
Sujetos a las paredes de la bodega sólo había algunos desperdicios, lo poco que había podido recoger desde que saliera de su luna, Artal 7. Pedazos de hierro, restos de primitivas naves, rocas procedentes de algún asteroide formado exclusivamente por metales, un pequeño satélite de comunicaciones averiado y a la deriva… Por el momento esto último había sido lo mejor, ya que los instrumentos y los minerales preciosos de su estructura bien valdrían algo de dinero.
—Esperemos que eso que acabo de detectar sea mejor —suspiró Habizal, el chatarrero del espacio.
No tuvo que forzar su nave ni esperar demasiado. El objeto metálico volaba prácticamente a su encuentro. Cuanto más se acercaba a él, más información reunía en su computadora. Muy pronto, su imagen quedó nítidamente dibujada en la pantalla. De esta forma vio algo parecido a un satélite… pero sólo parecido.
En cualquier caso, se trataba de un prototipo muy anticuado, probablemente construido por una de las muchas culturas primitivas diseminadas por el espacio. Era lo bastante grande como para llenar más de la mitad de su bodega y su velocidad tan ridícula que hasta dudó entre paralizarlo del todo para aproximarse o engullirlo con la boca móvil de su bodega.
Escogió esto último.
—Un buen pedazo de hierro, vaya que sí. Las prensadoras de metal me darán un buen pico por él.
Tarareando una canción, manipuló el sistema para que hiciera la parte pesada y peligrosa del trabajo. Con los datos que le facilitaba, Habizal sólo tenía que dirigir las operaciones. Cuando la boca móvil de su bodega empezó a abrirse, el satélite o lo que fuera aquello ya era visible por el ventanal de aire seco, transparente, de su cabina de mando.
En el mismo momento en que la presa fue engullida por la boca móvil, ésta comenzó a cerrarse. La falta de gravedad interior hizo que el satélite quedase quieto, hasta que, mansamente, guiado por los rayos situadores de la bodega, quedó asentado en el suelo.
Habizal contempló su hallazgo.
Tenía un cuerpo circular y cuatro formas planas a modo de aletas laterales compuestas de una materia que reflejaba las imágenes como si se tratase de un espejo. Carecía de cabina de mando y en la cola quedaba sólo lugar para los cohetes de propulsión.
En el cuerpo vio un dibujo curioso, rectangular. O tal vez fueran unos signos incomprensibles para él.
AMISTAD-1.
Habizal se encogió de hombros. Abandonó el puente de mando de su destartalada nave y se dirigió a la bodega. Llevaba consigo su codificador manual, un aparatito imprescindible para viajar por el espacio. Servía para entender cualquier forma de vida o cualquier mensaje establecido por una mente inteligente. El codificador reunía en su memoria los indicios y, a una velocidad alucinante, establecía las pautas del sistema que hubiese elaborado el mensaje o aportaba datos lógicos con respecto a la naturaleza de cada opción.
Se detuvo frente a la curiosa nave o satélite capturado y buscó una puerta. Al encontrar algo que se parecía a un acceso, aplicó sobre su estructura el codificador y ésta silbó un par de veces hasta dar con el mecanismo de apertura. Al instante la puerta se abrió.
Habizal penetró en su interior.
—Esto es casi de juguete —murmuró al ver los mecanismos, primitivos y anticuados.
Se acercó al panel de mandos y situó el codificador junto a lo que parecía ser un ordenador de vuelo. Inmediatamente del sistema surgió un extraño sonido articulado, inequívocamente inteligente aunque incomprensible para él. En menos de cinco pequeños espacios de tiempo el codificador había logrado establecer su propio sistema de traducción en base a parámetros lógicos. De esta forma, Habizal escuchó en su lengua las siguientes palabras:
—Nosotros, los Pueblos Unidos del planeta Tierra, perteneciente al Sistema Solar de la Vía Láctea según nuestras propia definición espacial, enviamos este mensaje de buena voluntad a los seres inteligentes de otros mundos que puedan encontrarnos en nuestro largo viaje por el espacio.
Un mapa galáctico apareció en una pantalla. Habizal lo estudió. Localizó aquel planeta llamado Tierra y su sistema. Luego, la Vía Láctea. A pesar de todo, no supo reconocer a qué parte del Cosmos pertenecía. Dirigió de nuevo el haz de luz hacia la pantalla. Apareció en ella un gigantesco plano interestelar y, luego, por sucesivas ampliaciones, fue concretándose la zona de ubicación final. Una relación numérica acompañó la búsqueda de aquel punto, de manera que la distancia se hizo verdaderamente astronómica.
—Esto es… extraordinario —suspiró Habizal—. ¡Esta máquina viene casi del otro lado del infinito!
Paseó una mirada llena de admiración por aquel hallazgo.
No sabía que pudiera existir vida inteligente tan lejos.
Le llamó la atención una plaquita de metal. Su codificador interpretó las expresiones escritas del idioma terráqueo: “26 de julio de 1985 – AMISTAD-1”.
—Esto puede haber sido enviado hace miles de millones de tiempos —exclamó.
Se sentó y volvió a mirar la pantalla de la nave capturada, casi como una ventana abierta a su pasado. El sistema mostraba más información almacenada en sus circuitos.
—Así es nuestro mundo. Así somos —dijo el traductor.
Habizal abrió la boca.
En la pantalla vio algo desconocido para él. Un paisaje fascinante. Una masa líquida bañando unas hermosas costas. Luego, como si la cámara volase, unos valles poblados por curiosas formas verdes, muy altas y flexibles. En otros valles había seres de colores… No, no eran seres. El codificador trataba de descifrar toda aquella información.
—Lo largo y verde son árboles… Las cosas pequeñas y de colores se llaman flores… Esto es un mar y esto una montaña… Esto…
Surgían nombres extraños, Muralla China, Gran Cañón del Colorado, Iguaçu, Pirámides, Montserrat…
Imágenes, muchas imágenes. El codificador enloquecía, pero más lo hacía Habizal. ¿Qué clase de mundo era aquel? ¿Era posible que en el Cosmos existiese algo tan bello?
Nuevas imágenes, un conjunto de rectángulos que se levantaban hacia el cielo azul. Primero de día. Luego de noche. Por miles de ojos surgían luces. El codificador dijo:
—Ciudad terráquea: Nueva York.
La pantalla era una ventana abierta a lo extraordinario. Nuevas ciudades, cintas por las que se movían objetos sobre cuatro patas redondas y también otros verticales, ¡como él mismo!
—Calles, coches, seres humanos.
Los moradores de la Tierra.
Eran muy parecidos a él, en efecto, aunque quizás un poco más altos. Tenían algo extravagante en la cabeza, unos filamentos…
—Cabello —dijo el codificador.
Los estudió más detenidamente, tan absorto como perplejo. Sus extremidades concluían en cinco dedos. ¡Cinco, incomodísimo! Pero no sólo se interesó por los humanos. En la Tierra, al parecer, había más especies animales que el codificador bautizó con otros nombres, perros, ballenas, tigres, águilas.
El tiempo dejó de tener validez para Habizal. El sistema le tradujo todo cuanto había en la nave y aprendió los varios idiomas de aquel planeta y muchas de sus costumbres, sus formas de vida, su historia. Tan distintos entre sí, tan parecidos, tan variados, pero todos viviendo en aquella pequeña casa común. Lo de las lenguas era tan increíble… ¿Para qué querían tantas? Cuanto más observaba aquellos registros, más fascinado se sentía.
Finalmente surgieron unos sonidos muy armoniosos. Música. La habían creado artistas de nombres distintos, Wagner, Mahler, Mozart,
Beethoven, Stravinsky, The Beatles…
Cuando todo terminó, Habizal volvió a verlo y a escucharlo una segunda vez, y más tarde una tercera, para estudiar más a fondo los detalles. Y luego se olvidó de comer. Y de su trabajo. Y del tiempo. Una tras otra, vio siete veces aquellas imágenes.
Al concluir la última se dio cuenta de que… estaba llorando.
Habizal pensó en su mundo sintético, tan oscuro, tan estéril, y en los otros mundos que ya conocía a través de su vida en las estrellas. Creía que algunos eran, incluso, bellos.
Pero ahora que había visto la Tierra…
Las lágrimas resbalaron por sus tres diminutos ojos y fueron a caer sobre su única pierna. Miró el número de muchas cifras que indicaba el codificador. Una distancia imposible de cubrir aunque viviese mil tiempos más como el suyo. Así que la Tierra no era más que un sueño, y aquella nave el mensaje de una cultura que jamás conocería, aunque ahora, por lo menos, ya sabía de su existencia.
Habizal miró la nave sintiendo una fuerte aprensión.
Valía mucho como chatarra.
Pero valía más como…
—No seas tonto —se dijo—. Las prensadoras de metal me daran un buen precio por ella, y los archivos puedo venderlos a coleccionistas…
No siguió hablando y cerró los ojos.
¿Cómo podía destruir aquello?
¿Cómo inutilizar una ilusión, una esperanza, un camino?
Tal vez en su largo viaje la AMISTAD-1 encontrase un día a una cultura galáctica capaz de cubrir aquella distancia en un abrir y cerrar de ojos.
¡Se necesitaban emociones para comprender su significado!
Y había tan pocas emociones en Artal-7.
Habizal acarició con los diez dedos de sus extremidades la placa que indicaba el nombre de la nave y aquella fecha.
—Vienes de tan lejos… y te queda tanto por recorrer.
Entonces comprendió la verdad.
Sonrió.
Era un simple chatarrero del espacio.
Pero tenía algo que compartía con los seres de la Tierra: las emociones.
Emociones y sentimientos.
Acto seguido, Habizal respiró profundamente y, guiado por un impulso irrefrenable, se levantó y recogió su codificador manual. Salió de la nave y la cerró, sellándola de nuevo. En un instante volvía a estar en la cabina de mando de su transporte recolector de basura espacial. desde allí miró por última vez a la AMISTAD-1.
Entonces accionó el pulsador que abría la inmensa boca de su bodega de carga, desactivó los rayos sujetadores y realizó una maniobra de separación y alejamiento una vez su presa quedó libre. El satélite flotó de nuevo por el Cosmos, con los motores activados para continuar con su largo viaje a través de las galaxias, manteniendo la misma velocidad y rumbo.
Sólo había hecho un pequeño alto en su camino.
La primitiva AMISTAD-1 continuó con su eterno viaje hacia el infinito, con su mensaje de paz y amor.
Habizal la vio alejarse con una densa opresión en el pecho, y también con rabia, miedo, pesar, ternura…
—Adiós, amigos —susurró.
Después de todo, tenía suerte. Había podido conocerlos. El negocio, la posibilidad de haberse hecho rico, eran cosas menores, nada importantes en comparación con lo que hubiese destruido.
No era más que un chatarrero, muy poquita cosa, y algún día desaparecería sin dejar rastro, mientras que aquel mundo, la Tierra, la perla del Cosmos, estaría esperando a quienes su nave se encontrase y fuesen capaces de establecer contacto con ella. Algo que los habitantes de Artal-7 estaban lejos de tener a su alcance.
—Suerte —despidió al satélite.
Y lentamente manipuló los sistemas de su gran carguero para seguir buscando desperdicios mientras la AMISTAD-1 desaparecía por el infinito poblado de luces frías.
EL CUENTO DE HOY, MIÉRCOLES 8 DE ABRIL
EL GANCHIFLEX MULTIUSO
(o la historia de la ciudad que aprendió a sonreír)
© Jordi Sierra i Fabra 1981
Ésta es una historia… especial.
Entendámonos: es una historia única, muy peculiar, que difícilmente os creeríais si no supierais que os la cuento yo, ¿verdad?
Gracias por la confianza.
Corresponderé a tanto entusiasmo —noto el vibrar de vuestros corazones y el encendido aplauso de vuestras mentes—, explicándola de la mejor y más sencilla forma posible. Por vuestra parte, pido tan sólo concentración. Vamos, un pequeño esfuerzo. Sí, tú también.
¿Os imagináis una ciudad entera llena de gente seria?
Pues así comienza la historia, con una ciudad entera llena de gente seria que, de tanto estarlo, ni tan siquiera se daba cuenta de que nadie sonreía desde hacía una eternidad.
Iban de un lado a otro con sus caras meditabundas, grises, dominadas por la ceniza invisible de la indiferencia, sin apenas mirarse entre sí. Caminaban cubiertos por musarañas de raíces tan finas, que se adentraban en sus cerebros sin que ellos mismos lo notaran. Ya nadie recordaba la última vez que se habían reído.
Era una ciudad sin alegría.
Una ciudad físicamente estéril, químicamente falta de reacción.
¿Y qué pudo cambiar todo esto?
Pues como dicen que no hay bien ni mal que cien años dure…
Todo comenzó una tarde, en la calle del Aburrimiento esquina a la del Tedio, en la tienda Todobarato del tendero señor Normal. El pobre hombre se hallaba sumido en sus pensamientos, funestos y tristes, porque no vendía ni siquiera un clavo y de seguir así no tendría más remedio que cerrar. Arruinado y descorazonado, había abandonado el mostrador para sentarse a la puerta de su establecimiento.
Fue entonces cuando observó a la gente que caminaba por allí.
Todos serios. A cual más triste.
Hizo lo mismo al día siguiente, por la mañana y nuevamente por la tarde. No hubo variación: nadie parecía feliz. Por la mañana los mayores gruñían molestos por acabarse de levantar y marchaban al trabajo con unas caras larguísimas. Tan largas que casi se las pisaban. Lo mismo hacían los niños y las niñas que se dirigían a la escuela, refunfuñando por todo, por el examen del día o por cualquier cosa que les preocupase, por pequeña que fuese. Y después, los hombres y mujeres que iban a la compra se quejaban por lo caro que estaba todo, lo cansadas que estaban o la de colas que tenían que hacer.
A mediodía y por la tarde, regresaban unos refunfuñando contra el jefe, los pequeños contra el maestro y las señoras o señores que hacían compras de que el tiempo se les había echado encima sin dejarles hacer casi nada. O sea, que todos estaban igual por uno u otro motivo. Ni uno sólo parecía estar de acuerdo en algo o haber pasado un día agradable.
El señor Normal, el tendero, se miró aquella noche en el espejo.
Descubrió que él también estaba muy serio.
Claro, no vendía nada.
Pero al margen de eso… ¿por qué estaba siempre tan serio?
Intentó sonreír.
¡Mmmmm……!
No pudo.
Ya se esforzó, ya, como cuando iba un poco duro de vientre u tenía que apretar. Pero no pudo.
Se esforzó aún más, pensó en algo agradable… bueno, mejor dicho, intentó encontrar algo agradable en qué pensar, y no lo encontró. Estaba arruinado, su equipo de fútbol perdía cada domingo, se sentía solo porque la chica que le gustaba ni le miraba… Así no había forma.
Empezó a ponerse grana porque aguantó la respiración y todo.
Cogió las comisuras de sus labios con ambas manos y tiró de ellas hacia arriba. ¡Caramba, una flamante sonrisa! Sus ojos sin embargo, seguían tristones. De todas formas algo era algo. Retiró las manos y…
Y ¡bluf!, las comisuras de los labios cayeron hacia abajo de nuevo.
No se sostenían solas.
Los músculos faciales debían estar agarrotados por falta de uso.
El tendero se sintió enfadado consigo mismo. Era un hombre tozudo. ¡Iba a reír y nadie se lo impediría! Se dirigió a su tienda y extrajo dos gomitas elásticas de una caja de productos para el cabello. En los dos extremos de las gomitas, había unos ganchitos.
Regresó al espejo y colocó un ganchito en la comisura del labio y otro en la parte superior de la oreja de ese lado. Al tensarse la goma elástica, la comisura subió hacia arriba. Hizo lo mismo con la oreja y la comisura del otro lado… y comprobó el resultado.
¡Fantástico!
¡Una autentica sonrisa de oreja a oreja!
Y sin esfuerzo, sin cansarse. Él no tenía que hacer nada: sonreía aunque no quisiese, aunque estuviese triste. ¡Qué hallazgo! Seguro que sorprendería a todo el mundo.
Al día siguiente el tendero se colocó sus dos ganchitos elásticos y con su nueva sonrisa a todo color abrió la tienda. Dos horas más tarde entró una parroquiana despistada, preguntando si vendía melocotones. El señor Normal le dijo que no, pero la parroquiana, ya perpleja, apenas si le oía.
Miraba absorta la diáfana sonrisa del señor Normal.
La mujer, nada más salir de la tienda, fue a ver a sus amigas y vecinas. Con voz impresionada, les dijo:
—Está riendo, os doy mi palabra de honor. No miento. Ríe… sin más.
—Mujer, algún motivo tendrá —objetaron algunas.
—¿Hay motivos para reír? —preguntaron las más escépticas
—Él se ríe —insistió la primera—. Y no parece loco.
No pasó ni una hora y las puertas de la tienda Todobarato del señor Normal se había llenado de curiosas y curiosos. Primero no se atrevieron a entrar; pasaban de un lado a otro y volvían a pasar, hasta que se formó un primer corrillo delante, y luego otro y otro más.
Allí estaba el tendero, sonriendo.
—Lleva algo atado a los labios y las orejas.
—Ya decía yo que…
—¿Y qué? Se está riendo, ¿no? Eso es lo que cuenta. ¡Si yo pudiera lucir una sonrisa así!
—¿Y lo bien que le queda?
—Sí, sí, da mucha luz a la cara.
Fue una señora valiente la que se decidió a entrar y le preguntó al señor Normal de dónde había sacado… aquello, lo que fuese y cómo se llamase. El tendero sacó la cajita de ganchitos elásticos habitual, la de toda la vida, y se la mostró a la señora. Ella abrió los ojos como platos.
—¿Puedo… comprarlos? —preguntó alucinada.
—Pues claro. ¿Cuantos quiere? Son baratísimos.
Para algo era una tienda: allí se vendían cosas.
La señora valiente compró dos para ella y luego, un juego para su marido, para sus siete hijos, y también para su suegra, que era la peor. Después, se animó un poco más y se llevó para su vecina y para su mejor amiga. Cuando salió de la tienda llevaba puestos los suyos y lucía una hermosa sonrisa de aquellas “de oreja a oreja”.
—¡Fijaos, ella también se ríe! —proclamaron todos y todas las que esperaban afuera.
Entraron en tropel. Querían el maravilloso invento. El señor Normal se quedó boquiabierto y perplejo. A fin de cuentas aquello no eran más que las habituales gomillas elásticas para el pelo y… ¡La mayoría de señoras tenían en sus casas!
—¿Donde está?
—¿Es muy raro?
—Será extranjero, seguro.
—Y caro.
—Da lo mismo, no importa el precio. Es MUY útil.
—¿Cómo se llama ese fabuloso invento?
Hablaban a la vez, se amontonaban frente al mostrador, exigían atención. El señor Normal era un buen tendero. Su cerebro trabajó rápidamente. Con las cajas de las gomitas en la mano, tuvo una brillante idea.
—¡Ganchiflex! —anunció—. ¡Se llama Ganchiflex y es algo novísimo!
Pensó más aprisa, dándose cuenta de que el público siempre quería comprar cosas que fuesen superútiles, superbaratas y supercomplicadas, para luego poder quejarse de que no las sabían hacer servir. Así que agregó, triunfal:
—¡Ganchiflex Multiuso¡ ¡Exacto! ¡Es el Ganchiflex Multiuso! Sirve para tantas cosas que ni sus inventores han hecho todavía la lista definitiva. ¡Y yo lo tengo en exclusiva!
Fue… como una marabunta.
La caja de gomitas… perdón, de Ganchiflex Multiuso, se vació en un abrir y cerrar de ojos. Y honradamente, o sea, que el señor Normal, que era muy decente, lo vendió al precio de siempre, sin cargar tintas por su inesperada popularidad. Lo otro habría sido especulativo y no era el caso, aunque no faltó quien dijo:
—¡Huy, pero qué barato! ¡Seguro que no es bueno y que se rompe en seguida y habrá que comprar más!
Nadie le hizo caso.
El señor Normal tuvo que cerrar la tienda no mucho después con una cola tremenda, porque cada persona que salía con el Ganchiflex puesto, motivaba que otras le preguntaran de dónde había sacado aquel prodigio. Colocó el cartel de “Agotadas las existencias de Ganchiflex Multiuso hasta mañana” y salió por la puerta de atrás para ir a ver al fabricante. Por la mañana ya tenía un enorme cargamento del “invento”… ¡hasta en colores! No había cara pequeña, larga o corta. ¡Ganchiflex para todos!
La gente se mataba por conseguirlos.
Hubo que racionarlos, para evitar la reventa fraudulenta. Dos por persona.
Rápidamente, como una mancha de aceite que se expande, por toda la ciudad comenzaron a verse personas sonrientes. Ya no se sabía si estaban tristes o no, aunque los ojos siguiesen pareciéndolo. Todos lucían sus hermosas sonrisas Ganchiflex. Y nunca mejor dicho lo de Multiusos, porque los servicios de la gomita elástica fueron aumentando. Un niño descubrió que, sujetándoselo a los labios y a la parte inferior de los ojos, podía sonreír en clase y, al mismo tiempo, no dormirse, mantener los ojos abiertos todo el rato. El profesor le puso un diez y a la semana siguiente todos le imitaron y tenían sus dieces. Los padres se sintieron orgullosísimos.
Los niños, precisamente, serían después los primeros en no necesitar el Ganchiflex para reír.
Y sus padres, los siguientes.
¿Quién podía estar triste con un diez, o que padre con un hijo tan listo?
Pero no avancemos acontecimientos.
Las personas todavía eran incapaces de sonreír sin el Ganchiflex Multiuso, y por las noches, al quitárselo, veían horrorizadas aunque resignadas como sus labios caían hacia abajo. Nada lograba evitarlo. Después de tantos años… De día eran unos falsos seres felices; pero por las noches, en la intimidad… ¿a quién querían engañar?
El señor Normal, sin embargo, sí que no tenía motivos para estar triste. El negocio iba bien, todo el mundo le quería, y la chica de sus sueños ya se había fijado en él.
Una noche se quitó el Ganchiflex y se acostó. Por la mañana, al levantarse, se lavó sonriendo, se peinó sonriendo, se afeitó sonriendo y, cuando abrió la tienda, seguía sonriendo.
Al entrar la primera parroquiana observó que ésta lo miraba muy absorta.
—Vaya —pensó—, ¿por qué me mirará así? Ella también lleva su Ganchiflex.
Entró una segunda parroquiana, a comprar el “Juego multicolor para toda la semana”, que era la última novedad, y una tercera… y todas lo miraron estupefactas. El señor Normal fue al interior de la tienda asustado, para mirarse en el espejo y ver qué sucedía, si es que tenía granos o qué, y entonces descubrió la verdad: ¡no llevaba el Ganchiflex!
¡Y se estaba riendo!
¡Se reía de verdad!
No pudo remediar “su error”. Ni siquiera tuvo tiempo. Por las calles ya corría de boca en boca la noticia de que el descubridor del Ganchiflex Multiuso… ¡se estaba riendo sin el aparato!
¡Qué noticia!
¡Qué conmoción!
Era posible reír… ¡sin el Ganchiflex!
Cuando la gente descubrió que ya no le hacía falta el Ganchiflex Multiuso, probó, primero con recelo pero después con más y más ánimo, a forzar una sonrisa en sus rostros. Hubo algunos reticentes, a otros les costó muchísimo, y a la mayoría menos, pero poco a poco, todos lograron sonreír con más o menos gracia. ¡Podían! ¡Las comisuras se sostenían solas! ¿Un milagro? No, nada de eso.
Los niños eran felices, sus padres también, los maestros más, los jefes de los trabajadores les habían subido el sueldo porque al estar contentos trabajaban más y todos salían ganando, las señoras iban contentas al supermercado… ¡Toda la ciudad era feliz! ¡Todos sonreían!
¡Ah, qué sorprendente!
En unos días, semanas, todos los Ganchiflex fueron guardados en cajones, olvidados o arrojados al cubo de la basura por estar gastados y no tener elasticidad. El señor Normal, que tenía el almacén lleno de los nuevo modelos de Ganchiflex Multiuso, en relieve, fluorescentes, con los colores de los equipos de fútbol, con nombres grabados, con adornos, incluso modelos de lujo, hechos con pedrería incrustada y material indesgastable, vio como su fabulosa mercancía dejaba de venderse.
¡Y todo por su culpa, por aquel maldito descuido!
Aunque luego imaginó que, tarde o temprano, las cosas habrían sido las mismas, porque la gente no es tonta.
Hasta el último de los habitantes de la ciudad, logró volver a sonreír por sí mismo.
Un día ya no se vio ningún Ganchiflex por la ciudad.
El señor Normal, que había realizado un gran esfuerzo en crear los nuevos modelos, y gastado todo lo ganado, se encontró arruinado y con miles de Ganchiflex inservibles.
Así se convirtió en el único habitante de la ciudad… que no reía.
No era feliz.
Y os estaréis preguntando: ¿cómo acabó la historia?
Bien, todas las buenas historias suelen tener un final feliz, y ésta no podía ser menos porque es muy buena. Veamos, ¿qué creéis que sucedió? Una ciudad entera, eternamente triste, había vuelto a la felicidad por la idea de un tendero avispado. ¿No merecía esto algo especial?
Muchas veces, los finales más insólitos surgen de los proyectos más insospechados y, el azar, la casualidad, la suerte, el destino… o la mano de lo imprevisible, contribuye a ello.
Los habitantes de la ciudad comprendieron un día que, a fin de cuentas, ellos habían recuperado la sonrisa gracias al señor Normal, el buen tendero de la tienda Todobarato.
Le debían algo.
Y el mismo día que el señor Normal cerraba las puertas de su negocio, más triste que nunca, para marcharse a otra ciudad, compungido por su gran fracaso, se encontró la calle rebosante de gente que lo aclamaba y vitoreaba enardecida, porque el periódico había dado la noticia de su marcha y la gente había reaccionado al unísono, todos a una, con el corazón.
El tendero se quedó boquiabierto.
—¡Viva el hombre que nos devolvió la sonrisa!
—¡Larga vida a nuestro benefactor!
—¡Tres hurras por el señor Normal!
Fue levantado en hombros, paseado por la ciudad, homenajeado. Hubo fiestas y discursos. Hasta se le cambió el nombre a la calle del Aburrimiento, que pasó a llamarse calle del señor Normal, y a la del Tedio, que pasó a ser la calle de Todobarato. Poco a poco, la sonrisa del señor tendero fue recuperándose. Primero fue tenue, después más franca, luego más abierta…
¿Quién podía estar triste con todo aquello?
Era cierto: la ciudad había vuelto a sonreír gracias a él.
Fue el último habitante que recuperó la sonrisa, cuando había sido el primero en mostrarla. Y ya nunca dejó de ser feliz.
Nadie que se siente querido puede ser desgraciado.
¡Había valido la pena! ¡Todo!
Así que… Bien, ¿qué tal? Ya os dije que esta historia os resultaría extraordinaria, o inverosímil si os la hubiese contado otro. Por suerte sé que merezco vuestra confianza. De todas maneras, para los reticentes o los que ponéis esta cara así como de listillos, sólo os diré algo: bajad a la calle y mirad a la gente.
Quizás viváis en una ciudad que necesite Ganchiflex Multiuso ya mismo. Quizás, con suerte, no.
Probad, probad.
Yo ya he terminado.
EL CUENTO DE HOY, MARTES 7 DE ABRIL
UN CUENTO RARISIMO
(O la extraña historia de la princesa buena y dulce, hija del rey Feroz y encantada por la Bruja Perversa, que esperaba un príncipe para ser feliz y bla-bla-bla)
© Jordi Sierra i Fabra 2010
Erase una vez una princesa buena y dulce…
(Perdón, no empecemos mal. Un cuento que comienza así es una cursilada).
Pero es que la princesa era buena y dulce.
(Vale, pero no cuela. Estamos en el siglo XXI. La liberación de la mujer empezó el siglo pasado).
De acuerdo, pues era una princesa que…
(Mejor. Pero, ¿qué clase de princesa era? ¿Trabajaba? ¿Era independiente? ¿Vivía en casa de sus padres o ya tenía piso propio?)
Bueno, si es una princesa… ¡En los cuentos, las princesas viven en palacios!
(¿Me estás diciendo que no daba golpe? ¿Me dirás incluso que era de esas que espera un principe para ser feliz y comerse la perdiz y todo ese rollo?)
Pues sí. Era una princesa cuyo padre, el rey Feroz…
(O sea que, además, el padre era un ogro. Más tópicos. Todo el día trabajando y sin tener tiempo para la pobre princesita, que estaba sola y… ¿Suelto una lágrima? ¡Por favor!)
No, el padre no era más que eso, Feroz. La tenía encerrada porque una bruja, la Bruja Perversa, la había encantado y…
(¡Uy, uy, uy! Pero, ¿de qué vas? Mira, a mi me gusta el rock duro, llevo media docena de piercings, el cabello pintado de verde, me va la marcha y ya no soy una cría, ¿vale? ¡Tengo doce años!)
El cuento de la princesa, su padre y la bruja… ¿no mola?
(No).
Pues vaya.
(Vamos, tío, enrollate).
Si es que…
(Puedes hacerlo mejor).
No sé cómo.
(Mira: ella es una tía súper, que trabaja en una boutique, con un jefe baboso y fondón que quiere venderse la tienda y colgarla en la calle, así que le monta un pollo al pavo que lo deja tieso, va a un abogado laboralista que está macizo y tienen una historia aunque chateando conoce a otro menda que la priva cantidad, así que al final y tras trincar la pasta acaba pasando de los dos para irse al Caribe a tomar el sol).
¡Qué horror! Esto no parece un cuento, la verdad.
(Pero es real, tío. Los niños van a flipar).
Esto ya no es lo que era.
(Pues claro que no. ¿Te extrañas?)
Yo sólo quería escribir un cuento, normal y corriente, clásico, no para que flipen, sino para que se emocionen.
(¿Se van a emocionar con eso? Eres un inocente. Mira, yo…).
Por cierto, ¿y tú quien eres?
(Tu sentido común).
¿Mi sentido común tiene doce años, lleva piercings, el pelo verde y le gusta el rock duro?
(Sí).
Me gustaba más antes.
(Bienvenido al mundo real).
¿Sabes que te digo?
(¡Eh! ¿Que haces?)
Pasar de ti. Soy escritor. ¿Para qué quiero sentido común?
(¡No puedes pasar de mi!)
Si puedo. Mira:
(¡Ah, que patada! ¡Bestia!)
Erase una vez una princesa, buena y dulce, cuyo padre, el rey Feroz, la tenía encerrada en lo alto de un torreón porque la Bruja Perversa había arrojado sobre ella una maldición al nacer. Un día, un hermoso, hermosísimo principe, valiente y galante, llamado Godofredo, llegó cabalgando en un corcel blanco y…
EL CUENTO DE HOY, LUNES 6 DE ABRIL
MUGRE EL TIGRE
© Jordi Sierra i Fabra 2014
Mugre no era el tigre más elegante y limpio de la selva.
Ya desde cachorro, su madre se había preocupado mucho por él. Era felino y feroz, sí, pero se metía siempre en todos los charcos y le encantaban los líos. Ya no se subía a los árboles para tratar de coger nidos, pero tanto le daba rugir de noche, despertando a todo el mundo, como pelearse con cualquier clase de animal, sin importarle que fuese mucho mayor. Una vez había regresado tan embarrado y sucio de una excursión a las cascadas que su madre le confundió con una pantera. Hasta que no se lavó no le vieron las rayas.
Precisamente de lo que más alardeaba Mugre, era de sus rayas.
Eran perfectas, conferían a su piel un hermoso tapiz lleno de contrastes. Las jóvenes tigresas no le quitaban ojo de encima, y él se pavoneaba ante ellas luciendo su esbelto cuerpo, tan ágil como vigoroso. Claro que eso sólo era cuando iba limpio, cosa que no sucedía a menudo.
—¡Ay, no sé qué hacer con él! —se lamentaba su madre.
Los elefantes le disparaban chorros de agua con sus trompas, y los chimpancés le lanzaban objetos desde las alturas. Mugre, joven y alocado, se reía de todo. Incluso del león, que por muy “rey de la selva” que fuese no lucía con tanta belleza como él.
Como muchos jóvenes, de la especie que fuera, Mugre estaba un poco loco.
¡La vida era una fiesta!
Hasta que un día, tras pelearse con un grupo de monos, sucedió lo inesperado.
Aquella noche mientras Mugre dormía, los monos frotaron sus fosas nasales con adormidera, para que no se despertara, y por la mañana, al abrir los ojos…
—Mugre, ¿qué te ha pasado? —fue el primero en preguntarle Ximbo, su tío.
—¿A mí? Nada —dijo él—. ¿Por qué?
—Pues porque has perdido una raya —le hizo ver Ximbo.
Mugre volvió la cabeza.
¡Era cierto! ¡Había perdido una de sus rayas negras! ¡Y no una pequeña, no: la más grande, cerca de su rabo!
—¡Mi raya! —se asustó mucho.
Fue al lugar donde había dormido. Nada. Paseó por los alrededores, muy nervioso. El mismo resultado. Pero… ¿cómo había podido perder una raya? ¿Era posible algo así?
Cuanto más corría por la selva buscándola, más sorpresas y burlas provocaba.
—¿Estás mudando la piel? —se burló Ira, la serpiente.
—¡Vaya, Mugre, que pálido estás con la piel tan blanca! —comentó Sardo, el búho.
—¡Para una vez que vas limpio…! ¿O te ensuciabas para disimular que te faltan rayas? —dijo Milo el buitre.
Mugre revolvió la selva de arriba abajo, inspeccionando hasta el último rincón donde hubiera estado el día anterior. ¿Cómo se caía una raya? ¿Podía habérsela llevado el viento? ¿Y si la lluvia había borrado su rastro? Ni siquiera se daba cuenta de que los monos le seguían por las copas de los árboles, tratando de que sus risas no delataran su presencia a ras de suelo.
A mediodía fue al estanque y se miró en el agua.
Estaba hecho un asco. Sin una de sus rayas ya no era un tigre. ¡Hasta las cebras tenían más rayas que él! Sería el hazmerreír eterno de la selva.
“El tigre que había perdido una raya”.
Triste, abatido, con la moral por los suelos, fue al encuentro de su madre, extrañada por no haberle visto el rabo durante todo el día. Nada más detenerse ante ella, la tigresa se dio cuenta de que algo le sucedía a su hijo.
—¿Qué te pasa? —se preocupó.
—¿No me notas nada raro? —preguntó él.
Su madre le miró de arriba abajo.
—No, nada, salvo que estás tan sucio como siempre —dijo.
—¿Yo?
—¡Sí, tú! —le increpó—. ¿Se puede saber con que resina te has frotado que hasta se te ha teñido de blanco una raya?
Mugre abrió los ojos.
—¿No la he perdido? —exclamó.
—¡Ay, hijo, serás tonto! —estalló su madre—. ¿Cómo vas a perder una raya? ¿Crees que las tenemos de quita y pon?
Y tirando de una de sus orejas, lo arrastró hasta la cascada y le empujó bajo ella, para que el agua limpiara la mancha.
Ahí estaba la raya.
Fue en ese momento cuando los monos ya no pudieron contener más la risa y estallaron en carcajadas. Mugre sólo tuvo que levantar la cabeza y verlos para comprender lo sucedido.
¡Le habían pintado de blanco la dichosa raya!
Pero bien que aprendió la lección. De entrada porque desde entonces se lavó cada día. De salida porque puesto que era uno de los animales más bellos de la selva, se tomó muy en serio su papel desde entonces.
Eso sí, la guerra con los monos fue tremenda a partir de ese día.
EL CUENTO DE HOY, DOMINGO 5 DE ABRIL
UNA NOCHE EN EL MUSEO DE HISTORIA
© Jordi Sierra i Fabra 1981
En el mismo momento de cerrarse las puertas del Museo y propagarse el primer silencio de la noche, la armadura se desperezó.
—¡Uuuuuuooooooaaaaay!
Un ruido de latas se esparció por las diversas salas, apartando de nuevo al silencio. Este, muy molesto, se quedó en un rincón, refunfuñando contra todos los que se metían con él y no le dejaban expandirse a su gusto.
—¡Con lo agradable que soy! —protestó inútilmente.
El “clang-clang” de las distintas partes de la armadura hizo que un solemne mueble de estilo francés abriese sus ojos.
—¡Pog favog! —gruñó—. ¡Que güido más desaggadable!
—Mira que llevas tiempo aquí y aún no sabes hablar sin acento —le reprochó un reloj antiguo.
El mueble se hizo el distinguido. En realidad era muy engolado el pobre, pero también simpático. Por lo menos a veces.
La armadura habló con su potente voz metálica.
—¡Hoy es veintiuno de julio, y se cumplen cuatrocientos años de la gran batalla!
—¡Vaya! —suspiró un hacha prehistórica—. Hoy vamos de aniversario y batallita.
La armadura siguió hablando sin hacerle el menor caso.
—¡Avanzaba yo por el camino, sembrado de armaduras derrotadas, sobre un blanco alazán que relinchaba por el olor del triunfo…!
—¡Ya será menos! —le quitó importancia un bodegón lleno de frutas adornadas con flores.
—¿Cooooooooómo que ya será menos? —se enfadó la armadura—. ¿Acaso ves en mí alguna abolladura, algún golpe o deterioro? ¡Deberías haber estado allí!
—En primer lugar, soy un cuadro, así que paso de guerras; y en segundo lugar, cada dos por tres vienen los equipos de restauración y te ponen grasa y te dan brillo, que si no… ¡Me habría gustado verte en su momento!
—¿A mí? ¿Brillo a mí? ¡Eso te lo harán a ti! —gruñó la armadura—. ¡Tú sí que estás perdiendo el brillo, que ya no se sabe si eso que tienes ahí es un melocotón o una naranja! Además, ¿no puede una celebrar sus aniversarios?
—Cada año lo lo mismo.
—Bueno, ¿y qué? ¿No celebraste tú el tuyo hace poco por el centenario del nacimiento del que te pintó?
—Tú lo has dicho: centenario. Eso es una vez cada cien años. De todas formas yo soy Arte, con mayúscula, mientras que tú…
—¿Yo qué? ¡Vamos a ver!
La armadura rechinaba feroz. Una enorme espada, todo un pesado mandoble, encerrada en una urna de cristal y que descansaba sobre una delicada tela de color rojo, la interrumpió.
—¡Eh, eh, no grites tanto! ¡Hay que ver cómo te pones en un santiamén! ¡En todo caso, la que conquistó tierras y ganó batallas, fui yo, empuñada por el rey!
—¿Y quién protegía al rey? —no se arredó la armadura—. De no ser por mí, cualquiera hubiese podido matarlo, y entonces, ¿qué habrías hecho tú? ¡Nada! ¡Estarías fundida!
—No sois más que dos pedazos de hierro hechos para la violencia, y vuestra historia no es más que la historia de la sangre vertida por la humanidad en tantos siglos de guerras espantosas e inútiles —se estremeció un bello jarrón griego.
—¡Las conquistas son las que han forjado el mundo! —se defendieron al unísono, ahora de acuerdo, la espada y la armadura.
—Y la cultura es lo que lo ha mantenido —les despreció el jarrón—. Si hubierais conocido a los personajes que llegué a conocer yo. Si os hubieran tocado las manos de grandes hombres y mujeres como a mí. ¡Hasta la mismísima Cleopatra bebió un día de mi cuello!
—¿Cleopatra? ¿Quién era Cleopatra?
El jarrón griego miró horrorizado al que acababa de hablar, un viejo motor de avión.
—¡Cuanta ignorancia! Serás… tosco.
—Yo volaba muy alto, pequeño —se pavoneó el motor de avión—. En mis tiempos surcaba el cielo y eran las personas las que viajaban dentro de mí. Hoy, lo de volar, ya no es lo que era. Habrías tenido que verme cuando…
—¡Oh, cállate ya! —bufó por su chimenea una primitiva y enorme locomotora de vapor—. Yo sí que abrí nuevos caminos y propagué el progreso. Tú ya lo tuviste todo hecho, sólo fue cosa de ir más rápido. Pero sin mí, el ser humano no habría avanzado tanto ni tan eficazmente por la faz de la tierra.
—Pero… ¡qué aburrimiento! —se estremeció el motor de avión—. Siempre viajabas por el mismo sitio, sobre tus eternos railes, viendo los mismos paisajes y las mismas cosas, una y otra vez. En cambio yo… ¡era libre! Volaba por dónde quería y veía el mundo entero.
—Y dabas miedo a los que iban dentro de ti, mientras que mis pasajeros… —empezó a hablar la maqueta de un gran barco de cuatro chimeneas.
—¡Tú cállate, enano, que no eres el original y no tienes de que presumir! ¡No eres más que una copia a escala! ¡Aún hay clases! —protestó un reloj antiguo.
—¡Eres más pesado que los dos pedazos de plomo que te cuelgan de las narices!
—¡Yo no tengo narices, sino una complicada y refinada maquinaria que…!
¡Cliiiiiiiiiiiing!
La hermosa lira renacentista había hecho sonar una de sus cuerdas melodiosas. Todos la miraron a ella.
—Habláis y habláis. Aturdís y aturdís. ¡Oh, cielos, qué horror! ¿Por qué no sois más armoniosos, como yo? Y eso de alardear tanto. Pero si ya no servís para nada. De aquí, la única que aún es útil, soy yo.
—Serás muy útil todavía, pero estás en este Museo, como todos los demás, no te fastidia la refinada —se quejó la silla en la que se sentaba el guarda del Museo cuando había poca gente—. ¿Y quién sabe tocar hoy en día la lira? ¡Cualquier día te cambian por una guitarra eléctrica!
—¡Tú a callar que no perteneces al Museo! —resopló muy digno un carricoche—. ¡Faltaría más que dejásemos intervenir en nuestras conversaciones nocturnas a… a los vulgares!
—¡Yo no soy vulgar, esperpento! —se defendió la silla—. ¡Cada noche estáis con lo mismo.
—¡Silencio! Dentro de cien años tal vez estés en un Museo, como parte de su colección, y entonces recordarás, como nosotros y nosotras, tus años de juventud. Pero ahora… ahora nos toca a nosotros recordar lo que hemos vivido.
—Lo que hemos hecho en la historia.
—Lo que ha sido grande.
—Lo que ha hecho posible que estemos aquí.
—Eso.
La silla enmudeció después de la refriega verbal que le vino de tantas partes al mismo tiempo. Pero, en voz baja y para si misma, exclamó algo parecido a “Clasistas”, “racistas”, etc.
Los objetos del Museo se miraron entre sí con egregia autoridad.
—Bien —continuó la armadura—, antes de mi interrupción decía que hoy hace cuatrocientos años de…
—¡Eso ya lo has dicho! ¿Vas a pasarte la noche recordándonoslo?—la interumpíó una antiquísima escopeta de dos cañones, con la madera y los herrajes bellamente labrados.
—Yo sí que podría hablar —aseguró el cuadro de un rey—. Tengo la imagen del protagonista de vuestras hazañas.
—Pero eres sólo una pintura —dijo desdeñosa la espada.
—¡Pero sin mí nadie recordaría al rey!
—Nadie recuerda al que me llevaba a mí —apuntó el hacha prehistórica—. Pero apuesto algo a que se hubiera bastado él solito, conmigo en la mano, para acabar con vuestros héroes de pacotilla. ¡Menudo elemento era mi dueño! ¡Que bestia! No necesitaba una armadura, no, y peleaba con mamuts a pecho descubierto.
—¡Bah, un troglodita!
—Alto como un castillo y capaz de abatir a la bestia más feroz de un sólo golpe —se defendió el hacha del insulto de una corona real.
—¡Cuantas tonterías me veo obligado a escuchar cada noche! —lamentó un teléfono viejísimo.
—¿Más de las que habrán dicho por tu auricular cuando funcionabas?
El teléfono vibró indignado.
—Pedante, fatuo, engreído, pedazo de… de… ¡de hierro fundido!
El trozo de campana protestó airadamente.
—¡Grosero!
—Ya estamos como cada noche —suspiró para sí misma la silla del guarda del Museo—. Ahora… a gritar.
No se había equivocado. Todos los objetos se pusieron a hablar al mismo tiempo, defendiéndose, atacándose, hablando de su historia, alardeando, tratando de demostrar su importancia propia y en comparación a los demás.
—¡Si nos ponemos a faltar, yo…!
—¡Mereceríais que pudiera volver a funcionar y…!
—¡Yo aún puedo funcionar!
—¡No sois más que unos anticuados que os caéis a pedazos!
—¡Yo sí qué…!
—¡Pues yo más!
—¡No!
—¡Sí!
La discusión duró varias horas y ni siquiera se dieron cuenta de que amanecía. Seguían gritando, recordando, suspirando por sus buenos tiempos, cuando todos eran jóvenes.
Cada cual con su batallita.
¿Alguien hubiera podido decir que, en realidad, todos se querían… y se necesitaban?
Pues sí, así era, porque el Museo, con todo lo que contenía, simbolizaba algo importante para merecer el futuro: la historia..
Y todos formaban parte de ella. No habrían existido los unos sin los otros.
Fue la silla la que de pronto gritó:
—¡Callaos, callaos, que ya están aquí, silencio!
Enmudecieron de golpe. La armadura, la espada, el reloj antiguo, el motor de avión, el hacha prehistórica, el jarrón griego, la lira, la locomotora a vapor, el cuadro, el teléfono… todos.
Las puertas del Museo se abrieron y el viejo guarda, que también tenía sus batallitas y cuando podía las contaba al público, dio una ojeada a las salas para ver que todo estuviera en orden. Una vez comprobado que así era se encaminó a la puerta principal y los primeros visitantes entraron en aquel templo de la cultura y la riqueza de la memoria.
Nada menos que el Museo de Historia de la ciudad.
Aquel día visitaron el colegio siete colegios y no menos de mil personas. Un enjambre de niños y niñas recorrió las salas escuchando a sus profesores, que les hablaban de cada pieza histórica. Al glorificarlas, éstas deslizaban una invisible mirada hacia las demás. Pero como todas tenían su momento de gloria, al final también todas se ufabanan felices.
—Y esta armadura fue llevada por el rey… Aquí tenemos la primera locomotora de vapor que marcó un hito en… Este bellísimo cuadro fue pintado en el siglo… Este jarrón fue hallado en unas excavaciones y se cree que… ¿Os imagináis al hombre que sostenía esta hacha prehistórica?…
Los niños y las niñas lo miraban todo boquiabiertos. Imaginaban. Claro que imaginaban, porque la mente es poderosa. Soñaban. Vivían. Abrían sus bocas con pasmo. Aunque no faltaban los que correteaban por entre los objetos y hacían diabluras ante los asustados corazones invisibles de éstos, que temían acabar su historia hechos añicos contra el suelo.
Los turistas extranjeros, muchísimos, hacían fotos y hablaban en lenguas desconocidas para los demás. Los locales aprendían. Nadie se aburría.
Aquel día, sin embargo, se produjo un acontecimiento especial.
Por la tarde, una nueva pieza fue traída al Museo. Siempre que esto sucedía, las que ya estaban allí gruñían invariablemente, quejándose por la falta de espacio y otras monsergas, aunque siempre acababan apretándose a la fuerza, para dejar espacio a la nueva adquisición.
Y aquel día lo que llegó al Museo fue algo increíble.
Sensacional.
¡Un autentico traje de astronauta!
¡Uno de los primeros equipos que había estado en la Luna!
¡Caminando por ella!
Bien, bien, bien, aquella noche todos volverían a contar sus batallitas juveniles, sus heroicidades y, para empezar, al unísono, se meterían con el recién llegado, ¡vaya que sí! ¡Era el novato! ¡Que no pensara el traje de astronauta que por ser el último y más moderno, y por tanto el más joven, iba a comportarse de forma diferente! ¡Ni hablar!
Sería una estupenda noche.
Pero luego… luego lo escucharían. ¡La de cosas interesantes que podría contar de su expedición a la Luna! El despegue, la nave, el paseo por el espacio, los peligros de la misión, las anécdotas, cómo era el ser humano que lo llevaba puesto, lo que vio en la Luna… ¡La Luna, nada menos!
Sí, aquella sería una buena noche.
Una noche diferente y singular.
Esto comenzaría a suceder, como siempre, en cuanto se cerrasen las puertas del Museo. Entonces sería la hora de volver a vivir.
La Historia.
Siempre ella.
Saber de dónde venimos para tratar de entender qué somos y a dónde vamos.
La Historia, siempre ella.
El traje de astronauta miró con curiosidad a su alrededor.
“Cuanto vejestorio y cuanta antigualla —pensó para sus adentros dándose ánimos—. ¡Van a ver esta noche!”
EL CUENTO DE HOY, SÁBADO 4 DE ABRIL
AZUL
© Jordi Sierra i Fabra 2000
Cuando Luza se miraba en el espejo se veía del revés y era Azul.
A Luza le gustaban los espejos, y las cosas del revés.
En el espejo, Luza, que era Azul, tenía la peca del otro lado, el derecho, y también en la parte opuesta de la frente, la izquierda, su mechón rebelde. En el espejo, Luza, que era Azul, jugaba a cambiar de cara y hacer muecas, y Azul, que era Luza, siempre respondía al instante. En el espejo, la mano derecha era la izquierda y la izquierda la derecha. Azul le devolvía la mirada y la sonrisa tan rápido como Luza miraba y sonreía.
Y al cantar, la voz rebotaba y el canto iba y venía igual que un rayo de luz.
Para Luza, el mundo del revés era hermoso. Eva, su madre, era en verdad un Ave hermosa y de gráciles movimientos, mientras que su padre, Sebas, era tan inteligente que ella siempre le preguntaba si sabía tal o cual cosa comenzando por su nombre del revés: ¿Sabes…? Su hermana Alba era Abla, sin hache, lo cual era acertado ya que Alba no hablaba mucho y se olvidaba de las haches al escribir. Su hermano Noel no era menos acertado pues se convertía en León, el rey de la selva, acorde con su abundante melena. Su amigo Omar era como el Ramo de flores que le vendía cada día a su madre en la esquina de su calle, y su vecino Sam pasaba a ser el generoso Más que siempre le regalaba muchas cosas. Su vecino, el gruñón del señor Adán, era Nada para ella. Sólo Ana seguía siendo Ana en los dos lados. Y es que como aún era tan pequeñita…
El espejo lo llevaba Luza en el alma, porque no era necesario que reflejara en todo momento las cosas en él.
Por ejemplo, la ciudad que más le gustaba era Roma, porque del revés significaba Amor, mientras que su lugar preferido y al que quería ir de mayor para conocerlo era Suez, porque del revés era Zeus, su dios mitológico favorito. El Ebro, el río que bañaba su pueblo, se convertía en el mismísimo Orbe, gigante y universal, y no le gustaban las Natas porque le recordaban a Satán, el pérfido diablo, de malas que le parecían.
Incluso lo que no tenía sentido la seducía igual, pues Luza amaba la fantasía y jugaba a inventar nombres y a imaginar formas leyéndolas del revés. Un Lobra era una figura galáctica, y una Rolf una princesa de Euqsob, en el planeta Larutan. El mundo estaba lleno de maravillas.
¡Ah, Luza lo pasaba en grande dándole la vuelta a las cosas! ¡Y Azul vivía a través de ella!
Un día, jugando a ser Azul, Luza se apretó tanto contra el espejo que consiguió entrar en él, como “Alicia en el País de las Maravillas”. Y al entrar Luza dentro la que salió afuera fue Azul.
Las dos se miraron con expectación.
—¿Puedo quedarme un rato aquí afuera? —le preguntó Azul a Luza.
—De acuerdo, pero no tardes —aceptó Luza.
Y Azul salió de allí para ver el mundo.
Se quedó fascinada.
Su padre era la persona más grande jamás imaginada, y su madre la más hermosa. Alba y Noel eran los hermanos que cualquiera desearía y Ana el bebé más dulce, con su carita llena de babas que le caían felices con sólo verla. Omar y Sam superaban con creces lo que de ellos pudo imaginar. E incluso el señor Adán parecía menos gruñón. Y cuando vio Roma y Suez en la televisión, y comprendió la magnitud del Orbe que al otro lado de la ventana era el Ebro…
El árbol, la flor, el bosque…
—Yo soy Azul, y soy Luza del revés —se dijo la niña salida del espejo—. Pero esto me encanta tal y como es.
Luza veía ahora el mundo a través de los ojos y el corazón de Azul.
Aquella noche cantó y bailó. Aquella noche se meció en brazos de su madre y jugó a saber con su padre. Aquella noche fue feliz con sus hermanos, y soñó que era Azul y sólo Azul.
Aquella noche, Azul se olvidó de Luza.
Ni siquiera se miró en ningún espejo, pues sabía que al otro lado estaba Luza.
Durmió en la cama de plumas y soñó con ángeles y tartas de chocolate.
Por la mañana, al despertar, somnolienta, Azul entró en el baño y allí, en el espejo, se encontró a Luza.
—¡Eh, ya era hora! —protestó Luza—. Tú eres yo al revés, así que vuelve aquí para yo pueda salir.
—Es que… esto me gusta mucho —dijo Azul—. ¿No podría quedarme un poco más?
—Te descubrirán. Tienes mi peca del otro lado. Y también mi mechón rebelde del revés. Me extraña que no se hayan dado cuenta. Vamos, cambiemos, he de ir a la escuela.
—Déjame ir a la escuela por ti. Lo sé todo, como tú.
Luza abrió unos ojos como platos.
—No sabía que yo estuviese tan loca —suspiró.
—¿Puedo? —le imploró Azul.
—De acuerdo —se resignó Luza—. ¡Pero sólo por hoy!
Azul fue a la escuela, donde supo que todas las palabras que ella conocía de una forma allí eran de otra. Zorra era Arroz, Liga era Ágil, Sala era Alas, Rama era Amar, Rara era Arar, Aparta era Atrapa, Odio era Oído, Ocas era Saco, Orar era Raro, Ser era Res, Ranas era Sanar, Rata era Atar y Ratón era Notar. Pero nadie se dio cuenta de que no era Luza. Ni sus mejores amigas.
Aunque de hecho sí lo era, pero al revés.
Cuando regresó a casa fue a mirarse en el espejo.
—Me gusta ser tú del revés —le dijo a Luza.
—A mi también me gusta ser tú —reconoció ella—. Aunque esto es bastante aburrido cuando no estás.
—¿Podríamos cambiar de vez en cuando? —preguntó Azul esperanzada.
—¿Algo así como unas vacaciones?
—¡Sí!
—De acuerdo —aceptó Luza tras pensarlo un poco—. Seguro que será divertido, y puesto que tú eres yo…
—¡Bien! —cantó feliz Azul.
Entonces entró en el espejo y de él salió Luza de nuevo.
Volvieron a mirarse.
Felices.
—Gracias —dijo Azul.
Luza regresó a su mundo.
Desde entonces, de tanto en tanto, Azul salía del espejo y ella entraba para darle la oportunidad de vivir su propia realidad. De tanto en tanto, Azul era Luza para el mundo. Y sólo una vez, su madre, le preguntó:
—Luza, tu peca… y tu mechón…
—Oh, me lo he cambiado de sitio —dijo Azul, jugando.
Cuando Azul se miraba en el espejo sabía que estaba del revés.
A Azul le gustaban los espejos y las cosas del revés
Y Luza, que era Azul, y Azul, que era Luza, supieron siempre que que los sueños y las fantasías son como gotas de lluvia que van de la tierra al cielo, o pasteles de chocolate con sabor a fresa, o incluso espejos en los que viven nuestras almas del revés.
EL CUENTO DE HOY, VIERNES 3 DE ABRIL
EL DÍA QUE DOS MÁS DOS FUERON CINCO
© Jordi Sierra i Fabra 1981
¡Oh, cielos…, cuando lo recuerdo aún me pongo a temblar!
Aquel día…
Era un día normal, como otro cualquiera. Había salido el sol y la primavera sonreía lozana por detrás de todos los árboles y plantas. En las ciudades flotaba la tensión de siempre y en los campos aleteaba la misma monótona calma.
Todo parecía exactamente igual que siempre.
Pero no, no lo era.
Aquel día, un niño hizo una suma y vio, consternado y sorprendido, que dos más dos ya no eran cuatro.
Y si dos más dos no eran cuatro, ¿qué resultado…?
Cinco.
El niño repasó la suma. No quería que la señorita le riñera, ni quería llevarse una mala nota a casa. Era un chico listo y sabía que, toda la vida, dos más dos habían sido cuatro.
Pero estaba claro que aquél era un día distinto.
Porque dos más dos eran cinco.
El niño se asomó a la ventana. ¿Qué hacer? ¡Ah… no lo sabía! Algo sucedía. Algo andaba mal en alguna parte. ¿En su cabeza? ¿En el mundo?
Y por la ventana comprendió lo que estaba sucediendo.
Todo andaba al revés.
La gente, por la calle, caminaba despacio, sin prisa… ¡y se sonreía y se saludaba al pasar! Los hombres iban vestidos con mucha comodidad, pasando de trajes y corbatas, y las señoras lo mismo, tomando el sol y respirando, deteniéndose a contemplar las casas frente a las que solían pasar los restantes días sin darse cuenta de que existían. Aquellas personas que regresaban del mercado y de hacer la compra, no volvían con el rostro serio ni refunfuñando por lo que habían gastado. Todos cantaban felices.
¿Y el tráfico? ¡Ah, qué cosa más sorprendente! El tráfico era inexistente porque nadie había cogido el coche aquella mañana. ¡Todos los transportes públicos funcionaban perfectamente por aquella fluidez de las calles, sin ningún atasco ni aparcamientos en dobles filas. Los niños podían jugar en la calzada y los perros iban de un lado a otro sin miedo a ser atropellados. Algunos también iban en bicicleta, o en patinete, libremente y sin problemas.
¿Más?
Sí, ¡todo!
El Banco del Dinero tenía sus puertas abiertas y los pobres hacían cola para recoger un poco de lo que guardaban aquellas arcas herméticas y superguardadas.
Donde antes sólo había basureros y aparcamientos, ahora había parques hermosos y cuidados. Los ancianos y ancianas tomaban el sol en ellos, y había tantos que nadie se quedaba sin un banco para sentarse.
¡El sol!
Sí, sí… lucía un sol radiante y perfecto. ¿Dónde estaba la polución? Simplemente… había desaparecido. Las fábricas habían puesto filtros a sus chimeneas y lo mismo en sus vertidos a los ríos, que discurrían transparentes y puros, rebosantes de peces.
Los periódicos estaban llenos de buenas noticias. Ninguna revolución. Ningún atentado. Ningún accidente. Ningún muerto. Todos los políticos se habían ido al campo o a la playa a pasarlo bien, porque no existían problemas. ¿Crisis? ¡Ya no había crisis! Nunca más haría falta petróleo para vivir: los científicos habían descubierto que el agua servía para todo y que el polvo podía utilizarse para fabricar cualquier cosa.
El niño, impresionado, bajó a la calle.
La ciudad olía bien. El quiosquero de la esquina le regaló un cuento y la pastelera de la otra calle una bolsa de caramelos.
Aquel día…
Nunca, nunca iba a olvidarlo.
Llovió un poco, pero la lluvia sabía a limón. Fue al cine, porque todos los cines proyectaban películas de dibujos y eran gratis. Y su padre llegó a casa contento y feliz porque había ido un rato a la oficina, donde un jefe bueno y amable le había dado permiso para irse y así jugar con él. Era temprano. ¿O no? Tampoco importaba mucho, porque nadie miraba el reloj.
Los urbanos no ponían multas.
Nadie hacía ruido.
Las personas no se peleaban: sonreían por todo.
Los ladrones devolvían lo que habían robado una vez.
Un hermoso mundo se había vuelto hermosamente loco… ¿O cuerdo? ¡Ah, era difícil decirlo!
Aquel día, por fin, dos más dos habían sido cinco.
¡Viva!
Luego llegó la noche. Al niño no le hizo falta ver la televisión, porque lo había pasado tan bien que ya no le interesaba una distracción tan superflua como aquélla. Jugó con sus padres y sus hermanos y se metió en la cama sin que nadie tuviera que decírselo.
En todo aquel día no se había enfadado ni una sola vez. No le habían
reñido ni había llorado por nada.
Había sido el día más feliz de su vida.
Soñó con paraísos y cometas, con felicidad y alegría. Soñó que dos más dos eran cinco, porque… ¿cómo pudo haber creído alguien alguna vez que dos más dos podían ser cuatro?
¡Qué absurdo!
¡Mmm…!
Cuando despertó por la mañana se lavó la cara y se limpió los dientes. Tenía muchas ganas de bajar a la calle, y charlar con sus amigos, y bañarse en una fuente, y jugar, y…
La calle.
El niño abrió los ojos sorprendido al asomarse a la ventana.
La calle estaba llena de coches yendo de un lado a otro, de hombres serios y taciturnos que gruñían cuando chocaban entre sí, y de mujeres que protestaban por todo. No había parques, y los ancianos y ancianas se apelotonaban en las pocas esquinas en las que se filtraba un poco de luz. De luz, porque el sol aparecía oculto por una espesa capa de bruma. El Banco del Dinero estaba supercerrado y protegido por muchos policías. Los periódicos se vendían por el numero de cosas malas que publicaban. El tráfico era horrible. Los ríos estaban sucios. Los cines proyectaban películas de tres, cinco, diez, veintisiete y hasta cien rótulos diciendo que eran “prohibidas para menores”. El ruido era aterrador. Nada olía bien.
La voz de su madre llegó apremiante.
Su padre se marchó a la oficina con una cara así de larga.
¿Qué había pasado?
¿Dónde estaba aquella alegría, aquella felicidad, aquella libertad del día anterior?
¿Había existido aquel día?
El niño cogió la libreta de sus deberes. La última página escrita ofrecía una suma elemental: dos más dos.
Hizo la operación y descubrió consternado que era… cuatro.
No, no podía ser: dos más dos eran cinco… ¡tenían que ser cinco!
Lo repasó, pensó en la señorita, en sus notas, y una y otra vez extrajo el mismo resultado: cuatro.
Dos más dos eran cuatro.
Aquella noche, después de un día lleno de problemas, el niño se metió en su cama muy pensativo. Se preguntó por qué dos más dos habían de ser siempre cuatro, y no obtuvo ninguna respuesta a su interrogante.
Se durmió, soñando que dos más dos eran cinco.
Y soñó que, algún día, dos más dos volverían a ser cinco.
Para siempre.
EL CUENTO DE HOY, JUEVES 2 DE ABRIL
EL SOLDADITO DE PLOMO
© Jordi Sierra i Fabra 2011 (inédito hasta hoy)
(versión actual del clásico de Hans Christian Andersen, hoy, 2 de abril, aniversario de su nacimiento)
Aquella mañana, poniendo orden en el desván, Saturnino Robledal encontró una caja con algunos de los juguetes con los que se divertía siendo niño.
Una caja llena de soldados de plomo.
Feliz, gozoso, se la bajó a su nieto Fernando, que en ese momento mataba marcianos a miles en un juego de ordenador. El niño, demudado, sudoroso, dispuesto a batir su propio récord, se despistó notoriamente al entrar su abuelo en la habitación y eso hizo que un asqueroso monstruo verde le fulminara la última de sus tres vidas, a cinco mil quinientos siete puntos del récord.
—¡Abuelo!
Saturnino no le hizo caso.
—¡Mira qué he encontrado en el desván!
El niño observó las dos docenas de soldados de plomo, despintados, gastados, incluso rotos, porque a uno le faltaba una pierna.
—¿Y eso? —preguntó frunciendo el ceño.
—Jugaba con ellos a tu edad. ¿No es maravilloso?
Fernando volvió a mirar los soldados, muy serio.
—¿Y cómo funcionan? —preguntó.
—¡¿Cómo que…?! —su abuelo abrió los ojos—. Manualmente, claro.
—¿Quieres decir que no llevan pilas, ni tienen mandos, ni…?
—¿Cómo van a llevar pilas o tener mandos unos simples soldados de plomo?
Fernando miró atónito aquella reliquia prehistórica.
—Desde luego… —suspiró—. Mira que erais raros.
Su abuelo no quiso darse por vencido. Pensó que luego, a solas, Fernando mostraría más interés.
—Mira, te los dejo aquí. Tú mismo, ¿vale?
Y se marchó.
Fernando siguió matando marcianitos, dispuesto a batir su récord. A los cinco segundos ya se había olvidado de los soldados de plomo, dispersados por una de las estanterías de su habitación.
Los soldados pronto miraron con mucha atención y miedo aquel nuevo lugar. Se habían aburrido mucho durante aquellos años en el desván, encerrados. Necesitaban un niño que jugase con ellos, pero de pronto el mundo parecía muy distinto. No reconocían nada.
El soldado al que le faltaba una pierna era el único cuya atención estaba centrada en un lugar concreto de aquel nuevo espacio. Sus ojos titilaban de asombro ante algo maravilloso.
Y lo hacía extasiado.
Ella era una muñeca preciosa, vestida con gasas y tules. Parecía una bailarina. Ni siquiera se sintió raro por su tamaño. Lo único sorprendente, extraordinario, era que ella… podía moverse por sí misma.
—¿Cómo lo haces? —le preguntó.
—Tengo en mi interior un chip electrónico —susurró tímida, y en el fondo tan impresionada como él por su presencia allí.
—Yo en mi interior tengo un huequito sin plomo —suspiró el recién llegado—. Supongo que es mi corazón.
Se quedaron mirando embelesados.
Por la noche, el mundo había dejado de existir para ellos. Habían hablado, se contaron sus vidas, sus sueños. El soldadito le explicó cómo era el pasado. La muñeca animada le contó cómo era el presente. Dos universos unidos. Estaban juntos.
Quizás… ¿para siempre?
Por la mañana no ocurrió gran cosa. La muñeca le enseñó cómo podía desmembrarse y volverse a montar, de que manera hacía cosas por sí misma… El soldadito no entendía como alguien tan maravilloso podía prestarle tanta atención.
Salvo por el hecho de que ya se habían enamorado.
Fernando estaba en el colegio. Pero a mediodía reapareció. Volvió a matar marcianitos. Justo a la hora en que le llamaron para comer, se fijó en los soldados de plomo. Entonces cogió al que le faltaba la pierna y lo puso en el alfeizar de la ventana.
Luego jugó a practicar su puntería con él.
Fallo los tres primeros disparos de su pistola eléctrica, que se perdieron más allá de la ventana, pero el cuarto…
Impactó de lleno en el soldadito, que cayó hacia atrás, directo a la calle.
Su última mirada, mitad asustada mitad triste, fue para la bailarina animada. Ella contuvo su propio grito de espanto.
Cayó en la acera, junto al bordillo. Pensó que Fernando bajaría a buscarle, pero no fue así. A su alrededor circulaban coches y personas demasiado ocupadas como para fijarse en él. El cielo, además, estaba negro como el interior de la caja en la que habían vivido tantos años. Tan negro que de inmediato empezó a llover.
No fue una lluvia liviana, al contrario. Pronto se convirtió en torrencial. Era la primera vez que se mojaba. Le gustó, pero pensó que aquello no haría si no empeorar las cosas. Comenzó a perder los restos de la pintura que aún le cubría. Medio ahogado por el agua pasaron los minutos hasta que la lluvia menguó y entonces aparecieron tres niños chapoteando por entre los charcos.
—¡Mirad! —dijo uno.
—¡Qué cosa más rara! —dijo otro.
—¡Está roto! —chasqueó la lengua el tercero.
—¡Tengo una idea! —volvió a hablar el primero.
Cogió una lata de un refresco arrojada a la calle por alguna persona incívica y la partió por la mitad golpeándola con una piedra. Luego agrandó el hueco inferior y lo convirtió en una improvisada barca. Depositó en ella al soldadito y lo puso en la corriente de agua que bajaba por la acera.
—¡Saludad al héroe! —dijo el niño.
Se pusieron firmes los tres mientras la lata y el soldadito se alejaban rumbo a la cloaca más cercana, que los devoró en un santiamén.
El soldadito se dio por muerto. La caída, sin embargo, no fue muy fuerte. Tuvo la suerte de que la lata cayera de pie, y él mantuviera su equilibrio en su interior. Por unos instantes navegó por la cloaca hasta que se encontró frente a una enorme rata de grandes bigotes. Los dos se quedaron mirando curiosos.
—¿Eres comestible? —le preguntó la rata.
—No, soy de plomo —tembló él—. Te romperías los dientes.
La rata lo dejó marchar.
Durante un buen rato, el soldadito navegó en su improvisado barco con rumbo desconocido. Por la cloaca, cada vez bajaba más agua. Ya era un río subterráneo furioso. Él no dejaba de pensar en la muñeca articulada, en su bailarina. La tristeza era más fuerte que el miedo.
De pronto el río se convirtió en una cascada, y dando un enorme salto las aguas llegaron al mar. La lata salió despedida hacia un lado y el soldadito hacia otro. Como era de plomo, se sumergió directo al fondo, donde sin duda desaparecería bajo el lodo marino.
A muy corta distancia de su destino, apareció un enorme pez con la boca
abierta y…
Se lo tragó.
El soldadito, que había pasado tantos años a oscuras en una caja, se encontró ahora igualmente a oscuras en el estómago de un gran pez. Los jugos estomacales del animal pronto le atacaron para digerirlo, aunque eso era casi imposible. A él ya todo le daba igual. Si su amada la vida no tenía sentido.
Sin embargo no pasó mucho tiempo allí.
Algo le sucedió al pez.
El soldadito escuchó voces humanas.
—¡Menudo bicho has pescado!
—¡Sí, me darán un buen dinero por él!
Los minutos siguientes fueron inciertos. El pez ya no se movía, estaba muerto. Lo llevaron a tierra y otro mar de voces pareció disputárselo. Después el pez viajó en algo parecido a un carro y fue expuesto sobre un lugar muy, muy frío. Al poco, otra voz surgió más allá de su cuerpo.
—¡Me llevo este! ¿Cuánto vale?
—¡Está recién pescado, preciosa! ¡Deme cinco!
Otro viaje, balanceándose en el interior de una cesta, y al llegar a su destino…
Un cuchillo abrió al pez en canal pasando muy cerca de su cuerpo. La luz se hizo de nuevo en el horizonte del soldadito. La criada que acababa de liberarle se lo quedó mirando como si viera un fantasma.
—¡Pero qué…! —gruñó sorprendida.
Lo cogió con la mano y caminó con él. Abrió una puerta y lo dejó en un estante. Cuando se marchó, el soldadito se quedó boquiabierto.
¡Había vuelto!
¡Estaba en el mismo lugar, el cuarto de juegos de Fernando, con su bailarina articulada allí mismo!
—¿Dónde estabas? —no ocultó su sorpresa ni tampoco su alegría.
—Ahí afuera —el soldadito señaló la ventana.
—¿Y cómo es? —abrió los ojos ella.
—Increíble. He recorrido prácticamente el mundo entero. He visto otros niños, me he mojado con la lluvia, he navegado en un bote de metal, he visto un animal enorme que vive en el subsuelo y he sido devorado por un pez de cuyo estómago conseguí salir para regresar.
—¡Qué valiente! —suspiró la muñeca con su chip energético rebosante de luces—. Pero lo importante es que has vuelto.
—Por ti —dijo él.
—¿Por mí? —las luces se hicieron casi rojas en sus puntos oculares.
Fueron los minutos más hermosos de sus vidas. Los minutos del reencuentro. Le contó su odisea con detalle y ella la vivió impresionada. Su chip ya sólo latía para él. Era como si estuvieran solos allí, apartados de los demás juguetes, que les observaban con curiosidad y algo de envidia.
El amor era algo tan extraño entre ellos.
Tan diferentes.
Tanto.
Al anochecer, Fernando regresó a su habitación y contempló sus muchos juguetes para decidir con qué o con quién se entretenía. Le acababan de prohibir que jugara con la videoconsola y estaba muy enfadado. No entendía los razonamientos de sus padres. ¡Con lo mucho que aprendía gracias a ella!
El lugar era confortable y cálido, con el fuego del hogar encendido, su cama dispuesta, todo en orden, pero él no lo veía así. Se sintió aburrido.
Entonces vio al soldadito de plomo y frunció el ceño.
¿Cómo diablos había…?
Se acercó a él, más y más furioso, y de un manotazo lo derribó del estante.
El soldadito fue a caer al fuego.
—¡Bah! —dijo Fernando—. ¡De todas formas no era más que un viejo muñeco roto!
Y se marchó de su habitación, aún más aburrido.
Nada más cerrarse la puerta, el soldadito, sintiendo el fuego que ya abrasaba su cuerpo, miró a su muñeca.
Ella, muy asustada, impresionada, hacía lo mismo desde el estante.
—¡Soldadito!
—¡Me alegra haberte conocido! —suspiró él.
—¡No! —gritó ella.
La muñeca activó toda su energía. Su chip disparó los resortes de su cuerpo. Envuelta en haces de luces de todos los colores, dio un paso.
Y otro.
Y otro más, acercándose al borde del estante.
—¡No lo hagas! —dijo el soldadito al comprender lo que pretendía.
La muñeca electrónica que bailaba no le hizo caso.
Con el siguiente paso llegó hasta el borde del estante y luego…
¡Se precipitó hacia el fuego!
Y cayó al lado de su amado.
Mientras las llamas les rodeaban con su centelleante pavor, los dos se
abrazaron con fuerza y se miraron a los ojos.
Sonrieron.
No sentían dolor, sólo paz.
Después…
Después pasó la noche, plácida, se apagó el fuego, llegó la mañana y cuando la doncella entró en la habitación para limpiarla se dio cuenta de que había algo asombroso entre las cenizas y los restos de las maderas abrasadas.
Un corazón de plomo.
Un perfecto corazón de plomo, pequeño, de unos tres centímetros de alto y ancho.
Cuando lo guardó, curiosa y emocionada, creyó percibir algo.
Como si latiera.
Ella nunca supo que en el interior de aquel corazón de plomo latía el chip de la muñeca articulada, fundida con él, inseparable.
Para siempre.
Se dice que late y latirá eternamente.
Quién sabe.
Tal vez nadie esté ahí para verlo.
EL CUENTO DE HOY, MIÉRCOLES 1 DE ABRIL
EL BOMBARDEO
© Jordi Sierra i Fabra 2010, 2018
Era un día como otro cualquiera.
Nada hacía presagiar que las cosas iban a cambiar.
Porque allí nunca cambiaban.
La mañana era radiante: lucía el sol y hacía calor. La gente se movía perezosa, caminando sin rumbo aparente.
Todos los días eran iguales.
Aburridos.
Safri recogía papeles por la calle; Mussy se aburría en una esquina; Zaheria jugaba sola; Penhu dormitaba bajo un árbol; Bushi, por pura inercia, tenía la vista fija en una pantalla en la que no se proyectaba nada. Y así todos los demás.
Sí, un día como otro cualquiera.
Incluso el silencio era el de siempre.
Casi nadie hablaba.
¿De qué?
¿Para qué?
Safri desplegó un papel. No estaba escrito. Era la ilustración de un calendario. En ella se veía a un hombre y una mujer con sus hijos, chico y chica, todos sonrientes, felices. Safri se quedó mirándolos. Se preguntó el motivo de su felicidad.
Había gente rara por todas partes.
En la esquina, Mussy vio pasar a un gato. Era negro, ojos vivos, cuerpo estilizado. El gato se detuvo y, por un instante, los dos se miraron, fijamente, inmóviles, hasta que el felino continuó caminando, moviendo la cola a cámara lenta, olvidándose de él. Mussy le perdió el rastro y siguió tal cual.
Zaheria se cansó por un momento de jugar sola. Pero si eso era aburrido, más lo era compartir el juego con sus amigos, que ponían pegas a todo y se quejaban por nada. Ella creía en el dicho de «mejor sola que mal acompañada». Un dicho algo estúpido, pero le solía servir. Así que continuó jugando sola. Era la mejor forma de ganar siempre.
Penhu abrió un ojo al notar el zumbido de un bicho . No era más que un abejorro inofensivo, así que volvió a cerrarlo. Pensó que el bicho se iría, pero no. Acabó posándose en la punta de su nariz. Penhu sopló hacia arriba. Nada. Luego movió un poco los labios. Nada. Así que finalmente tuvo que levantar la mano para espantarlo. El esfuerzo le hizo cerrar los ojos de nuevo, agotado.
Bushi, por su parte, esperaba que de un momento a otro la pantalla volviera a proyectar imágenes. Por desgracia, si hipnóticas eran ellas, más hipnótico era el vacío de aquella nada que le sumergía en su estado catatónico. Por eso era incapaz de moverse. Después de todo, esperar entraba dentro de la rutina.
El resto estaba más o menos igual.
Sí, un día como otro cualquiera.
Nada nuevo.
Estaban allí, y punto.
La vida era cuestión de pasarla, ¿no?
Y entonces…
De pronto…
Primero fue un rumor.
Después un pequeño rugido.
Decenas, cientos de ojos se elevaron hacia el cielo, buscando, esperando,
temblando sin entender qué pasaba.
Porque algo estaba a punto de suceder.
Y sucedió.
Los aviones entraron en el valle por el sur.
Surgieron de entre las nubes, coronaron las cumbres arboladas, se desplegaron a lo ancho de la tierra y se abatieron como grandes pájaros sobre las cabezas de los que contemplaban su aparición con asombro.
Volaban casi a ras de suelo, para tener a sus blancos a tiro, para lograr su objetivo.
Los hombres, mujeres y niños comprendieron que no podían escapar.
Era tarde.
Los aviones abrieron las compuertas.
Y soltaron su carga.
Los libros comenzaron a caer, desplegando sus cubiertas de colores, haciendo volar sus páginas llenas de letras, convirtiendo sus historias en grandes bombas llenas de paz, amor y esperanza.
Libros y más libros, para que nadie escapara.
A Safri le cayó en la cabeza un tratado de horticultura; a Mussy, una novela de piratas; a Zaheria, un poemario; a Penhu, un diccionario; a Bushi, un cómic de ciencia ficción…
¡Ah, qué hermoso!
El día en que todo cambió.
El día en que los aviones arrojaron vida para vencer la oscuridad de la incultura, luz para derrotar la muerte de los sentidos, magia para evitar el olvido absoluto.
Ese día.
EL CUENTO DE HOY, MARTES 31 DE MARZO
LOS CINCO ELEMENTOS
© Jordi Sierra i Fabra 1989, 2006
Un viejo patriarca chino que poseía un pedazo de tierra del que extraía el sustento para su familia, se sintió un día viejo y agotado por la vida. El anciano, llamado Ch’in-tsung, tenía cinco hijos gemelos que eran el mejor de sus tributos. Temeroso de que pudiera morir antes haberles legado sus escasas posesiones de la mejor manera posible, le dijo una noche a su esposa:
—Tenemos cinco hijos maravillosos, que se quieren y respetan, pero me da mucho miedo que, cuando yo falte, puedan pelearse entre ellos por lo poco que tenemos.
—Deberías nombrar un cabeza de familia para ese momento —le dijo Ming-yai, su mujer.
—¿Y cómo hacerlo, si son cinco y nacieron la misma noche?
—¿Por qué no se lo preguntas?
Los cinco hijos de Ch’in-tsung estaban bailando en aquel momento en torno a la hoguera que alimentaba su noche. Su padre les miró con orgullo, sabiendo lo que sucedería a continuación. Pero aún así hizo la prueba que su esposa le pedía.
Los llamó, les hizo sentarse y les preguntó:
—Decidme, hijos, si tuvierais que escoger a uno de vosotros para que tome mi lugar el día de mi muerte, ¿a quién elegiríais?
Los hermanos intercambiaron rápidas miradas de asentimiento.
—Yo escogería a mi hermano P’ang —dijo Hu—, porque él representa la armonía de nuestra casa y un hombre que canta es siempre un hombre feliz.
—Yo escogería a mi hermano T’sui —dijo P’ang—, porque un hombre culto es siempre un hombre justo, y la justicia es la marca de la honradez.
—Yo escogería a mi hermano Yao —dijo T’sui—, porque es el más listo de todos nosotros y razona siempre con lógica, y un hombre lógico es un hombre perfecto.
—Yo escogería a mi hermano Ai —dijo Yao—, porque la habilidad es un símbolo de supervivencia y él tiene soluciones para todo, siendo por tanto un hombre equilibrado.
—Yo escogería a mi hermano Hu —dijo Ai—, porque vive en paz con la naturaleza y ella le corresponde dándole lo mejor de sí misma. Con él, la tierra le entregará la vida.
Ch’in-tsung y su esposa se miraron tan orgullosos como convencidos de que la elección del futuro cabeza de familia no sería fácil.
Unos días después, el anciano tuvo la idea que le llevaría a determinar cual de sus hijos era el indicado para suplirle, así que volvió a reunirles aquella misma noche.
—Hijos míos —reflexionó—. Cinco son los elementos que conforman la existencia: la madera, el fuego, la tierra, el metal y el agua. Todo gira en torno a ellos. Decidme cual de los cinco os parece el más importante, y en base a vuestras respuestas tomaré mi decisión.
Ming-yai y él esperaron un rato, a que decidieran a solas. Pasados unos minutos volvieron los cinco jóvenes a presencia de sus padres.
—Dime, T’sui —le propuso en primer lugar—. ¿Cuál de los cinco elementos prefieres tú y por qué?
—Sin lugar a dudas el fuego, padre —respondió el muchacho—. Y la razón es tan simple como comprensible: amo la cultura, todo cuanto nace en la mente humana, y la cultura es como el fuego, un gran fuego que enriquece la vida, la hace comprensible, y la impulsa con su calor.
Quedó complacido Ch’in-tsung por la respuesta de T’sui y acto seguido se dirigió a P’ang.
—Mi elemento favorito es el agua, padre —dijo él—. ¿Acaso la música que tanto amo no fluye igual que ella? ¿Acaso la armonía no es como un manantial interior que te llena y te sublima? De la misma forma que el agua es indispensable para la vida, la belleza del arte lo es para el espíritu.
Emocionado por las respuestas de sus hijos, Ch’in-tsung esperó la respuesta de Ai.
—Mi elemento favorito es la madera, padre —habló el tercero de ellos—. Siendo como soy un hombre hábil, con ella puedo levantar ciudades lo mismo que construir una simple muñeca con la que juegue una niña. La madera nos protege, nos rodea, nos cobija, nos calienta, se convierte en vida en nuestras manos y, puesto que yo amo cuanto nos da, es lógico que la ame a ella.
Yao, el cuarto de los hermanos, habló a continuación:
—Mi elemento favorito es el metal, padre —aseguró—. Hoy nos sirve también para construir casas tanto como para labrar los campos o proporcionarnos pequeños placeres cotidianos. Fabricamos un juguete con un cuchillo o talamos la madera un árbol con el filo del hacha. Pero más allá del presente, el metal es el progreso del futuro. Algún día todo el mundo será de metal y el ser humano se beneficiará de ello.
Quedaba el último de los jóvenes y Ch’in-tsung aguardó sus palabras.
—Los cinco elementos son esenciales, padre —meditó Hu—, pues ellos conforman el todo en el cual vivimos. Sin el fuego moriríamos, devueltos al tiempo de la oscuridad; sin la madera careceríamos de protección y calor; sin el metal no tendríamos herramientas para el trabajo; y sin el agua nada germinaría en ellos. Sin embargo mi elemento favorito es la tierra, pues ella es lo único real, aquello que permanece más allá de nosotros. Mi amor a la naturaleza es mi amor por ella, por esta tierra que nos ve nacer, crecer y morir, que es la vida y el presente, pero de la cual procedemos en el pasado y que seguirá estando aquí en el futuro, incluso dentro de un millón de años.
Cinco hijos, cinco elementos, y cinco elecciones distintas.
Ming-yai estaba segura de que el problema persistía, pues las respuestas de sus hijos le parecían todas ellas equilibradas y maravillosas.
Sin embargo advirtió la sonrisa feliz y complacida de su esposo.
—Uno de vosotros coincide conmigo —anunció el hombre.
Los muchachos esperan que continuara.
Y lo hizo.
—Vuestras respuestas han sido perfectas, hijos míos —habló con mesura—, y han estado revestidas por la razón, la lógica y el buen juicio. Además, habéis sido honestos. Ninguno ha tratado de intuir cuál era mi preferencia, y habéis asumido la vuestra con orgullo y honor —su padre abrió los brazos, como si así pudiera estrecharlos al unísono contra su pecho—. Yao ha elegido el metal, por su fuerza y pensando en el futuro. Ai la madera, porque nos cobija y nos da calor. P’ang ha preferido el agua, que es la fuente de la vida. T’sui el fuego, símbolo de los símbolos, como el sol lo es de cada día. Hu, por último, ha citado la tierra, que es la seguridad.
—No hay diferencias entre ellos —manifestó Ming-yai.
—No estés tan segura, esposa mía —objetó Ch’in-tsung—. Todos sois hombres de paz —se dirigió de nuevo a ellos—. Estáis revestidos de los mejores dones, y sin embargo también hay un lado oscuro en vuestras elecciones. Yao no ha pensado que el metal también es la fuerza de la guerra, ni Ai que la madera es frágil y se desvanece con el fuego, ni T’sui que el fuego es la ira de los dioses o P’ang que el agua a veces escasea y otras nos ahoga con su turbulencia. Y tampoco es que la tierra se libre de lo negativo, pues ella es capaz de estremecerse unas veces y de lanzar el poder del abismo por sus bocas, y también puede negarnos sus frutos o gritarnos su cansancio. Sin embargo Hu tiene razón en una cosa: la tierra permanece, y ella es la que nos mantiene desde el pasado, nos alimenta en el presente y nos conduce al futuro. La tierra es eterna, y por la tierra quería yo que uno de vosotros fuera el cabeza de familia el día que falte, para que nunca la perdáis, ni la dividáis, ni le deis la espalda dándola a vosotros mismos.
P’ang, Tao, Ai y T’sui miraron orgullosos a Hu.
—Su respuesta ha sido la mejor, desde luego —comentaron.
Ch’in-tsung lanzó una carcajada.
—Os equivocáis —dijo—. Todas vuestras respuestas han sido maravillosas, y las habéis formulado con el corazón tanto o más que con la razón. Pero lo cierto es que mi padre me enseñó una máxima que he tenido en cuenta en este caso.
—¿Cuál es esa máxima? —preguntaron
—Que no habiendo nadie mejor o peor, hay que escoger siempre al menos malo… o al que coincida con uno mismo.
Todos rieron, incluida Ming-yai.
—Por suerte seguirás siendo el cabeza de esta familia durante muchos años —dijo la mujer.
—Confucio dice que los bueyes son lentos, pero que la tierra es paciente —reflexionó Ch’in-tsung—. Y yo añadiría que el hombre pasa rápido, demasiado, aunque afortunadamente deja sus semillas en ella.
Abrazó uno a uno a sus hijos, y después reunieron madera que cortaron con sus hachas de metal, bebieron agua, hicieron un fuego y los cinco muchachos bailaron a su alrededor, como hacían tantas y tantas noches.
EL CUENTO DE HOY, LUNES 30 DE MARZO
LULA LA TORTUGA
© Jordi Sierra i Fabra 2015
El día que nació Lula fue muy especial.
Y no por el hecho de nacer, que también, sino porque sobrevivió de milagro.
Las tortugas desovan en las playas que más les gustan, y lo hacen lejos de la orilla, cerca de los árboles. Siempre ha sido así. Pero, claro, cuando los huevos se rompen y salen las tortuguitas, han de correr desesperadas rumbo al agua antes de que los pájaros por el aire o los cangrejos en tierra se las coman.
Lula y sus hermanas bien que lo sabían, aunque fuera por instinto, ya que nada más sacar la cabeza por la arena emprendieron una veloz carrera rumbo a la salvación.
Por desgracia, allí estaban los cangrejos y los pájaros.
Antes de llegar a la mitad del camino, ya sólo quedaban la mitad de ellas. Era terrible. No sabían si mirar arriba y vigilar a los pájaros, o estar atentas al suelo, donde se escondían los cangrejos. Las tortuguitas eran minúsculas, pero estaban muy sabrosas. ¡Y el mar parecía tan lejano, tanto!
Cerca de la orilla donde rompían las olas liberadoras, Lula se vio sola.
¡Era la única que había sobrevivido al ataque de los depredadores!
De pronto sucedieron tres cosas. La primera, que un pájaro se lanzó en picado sobre ella. La segunda, que un cangrejo la cortó el paso con sus pinzas en alto. La tercera, que un ser enorme, gigantesco, la cogió con sus manos y la protegió.
Lula nunca había visto a un humano, claro. No sabía lo que era un niño.
—No temas, amiga, que yo te protegeré —le dijo el niño con voz dulce.
Y la protegió y llevó hasta el agua con las manos, salvándole la vida.
Una vez libre, Lula nadó y nadó, internándose en el mar, muy asustada pero sabiendo que estaba a salvo. Un par de veces sacó la cabeza a ras de agua y en la orilla vio al niño despidiéndole con una sonrisa y la mano levantada.
En los años siguientes, Lula jamás olvidó ese momento.
Ni al niño.
Cuando le llegó a ella el momento de desovar y regresó a la misma playa en la que había nacido, lo que hizo fue poner los huevos más cerca de la orilla, para que sus crías no tuvieran que hacer tan largo viaje hasta el agua. Pero tampoco podía ponerlos en mitad de la arena, porque entonces ni llegarían a nacer. Así que buscaba siempre el lugar arbolado más cercano al mar. Y trataba de convencer a sus amigas de que hicieran lo mismo.
Setenta años después de su nacimiento, sucedió algo.
Lula nadó hasta la playa, una vez más, para poner sus huevos en la arena. Ya era una tortuga adulta, grande, pesada. En el mar se movía como un pez, pero fuera del agua cada paso que daba representaba un enorme esfuerzo. Hundió sus patas en la arena y, despacio, llegó hasta el lugar elegido para el desove. Una vez en él, hizo el hueco en la arena, profundo, con las patas traseras, y hundió la parte inferior en él para soltar sus huevos. Una tras otra, las redondas bolas blancas se amontonaron en el espacio que sería su casa hasta el momento de nacer las tortuguitas que contenían. Acabada la puesta, enterró el hueco y se dispuso a regresar al mar.
Nunca olvidaba aquella primera vez, corriendo desesperada para salvar la vida.
Tampoco olvidó jamás aquel niño.
Y de pronto…
¿Era posible?
¿El mismo niño, tantos años después, estaba allí, esperándola?
Lula se detuvo. El niño se arrodilló frente a ella. Los dos se miraron curiosos. Una con su arrugada cabeza y sus ojos melancólicos, el otro fascinado por su enorme presencia.
El niño la acarició, y así supo Lula que era bueno.
—¿Sabes? —habló de pronto el aparecido—. Mi abuelo me ha contado muchas veces la historia del día en que salvó a una tortuguita de morir.
A Lula casi se le paró el corazón.
—Mira que si fueras tú —siguió sonriendo el niño mientras le pasaba la mano por la cabeza.
Sí, aquel niño se parecía tanto, tanto, pero tanto al que setenta años atrás la llevó hasta el agua con sus manos.
Siguieron mirándose unos segundos.
Luego el pequeño se apartó.
—Que tengas un buen viaje —le dijo a Lula.
La tortuga reemprendió el camino rumbo al agua, despacio. Al llegar a ella y sentirse libre, se sumergió y nadó tan feliz como siempre.
Un par de veces sacó la cabeza a ras de agua.
El niño seguía allí, sonriendo y agitando su mano en alto.
En memoria de la tortuguita que salvé en el
Parque Nacional de Tortuguero, Costa Rica,
esté donde esté.
EL CUENTO DE HOY, DOMINGO 29 DE MARZO
UN MUNDO BAJO EL CIELO
© Jordi Sierra i Fabra 2015
A los maestros y maestras (y también a los burros) que siguen llevando libros a través de las montañas en toda América Latina.
Gabito estaba habituado a que le hablara.
Pero, a veces, incluso parecía responderle.
Soltaba un rebuzno.
—¿Verdad que sí, amigo mío? —sonreía entonces él palmeándole el flanco.
Así llegaban a la cresta. Y así descendían al valle. Y así volvían a trepar por el serpenteante camino que se retorcía escalando la montaña.
Algún amanecer alumbraba blanco.
La neblina lo cubría todo.
Luego, un poco más arriba, veía las nubes formando un manto entre las cumbres.
—¿Sabes, Gabito? Hace cientos, quizá miles de años, por esta misma senda caminaban nuestros antepasados. Y seguro que lo hacían a pie. Entonces no había burros. Ya ves como cambian las cosas.
Así que Gabito era un lujo, aunque él no lo supiera.
De noche, instalaba la pequeña tienda de campaña que se abría sola lanzándola al aire —un toque de modernidad— y encendía una fogata.
Al amparo de las llamas, que danzaban en el aire tan bellas cómo efímeras, diseminando sombras móviles por los árboles que le envolvían, sacaba un libro de uno de los dos zurrones.
¿Cuántas veces había leído “Moby Dick”?
¿Cuántas “Las mil y una noches” o “Robinson Crusoe”?
¿Y qué importaba?
Siempre era diferente, como si otra voz lo narrase en su mente.
—Me gustaría ver una ballena —suspiraba.
Bueno, una ballena, y un tigre, y un elefante.
Gran mundo, pequeño ser humano.
Leía y leía, hasta que el fuego se extinguía y apenas si quedaban algunas brasas. Entonces le dolían los ojos y guardaba el libro.
Después se cobijaba en la pequeña tiendecita de campaña, no fuera a llover y le empapara. Aunque lo más importante fuesen los libros.
Sí, los protegía con plásticos, pero aun así…
—Buenas noches, Gabito.
Otra noche, otro amanecer.
Otra jornada.
Ningún valle era igual a otro. Ningún río se parecía al anterior o al siguiente. Ningún cielo mostraba siempre las mismas nubes. El mismo paisaje, sí, pero con nuevas sensaciones. O sería que él, de año en año, más viejo, más cargado de recuerdos, lo veía o interpretaba todo con otros ojos.
¿Cuántas miradas puede trenzar un ser humano a lo largo de su vida?
¿Cuántas miradas de las de ver, no de las de simplemente pasar?
—Sí, me hago viejo, Gabito. Me estoy poniendo sentimental.
Tal vez fuera la soledad, el silencio roto únicamente por su voz o algún rebuzno de Gabito.
La última montaña.
Desde ella, a lo lejos, muy a lo lejos todavía, se veía el pueblito.
—Allá vamos.
Gabito también lo veía.
Sólo era burro por naturaleza.
Agitó la cabeza y la movió de arriba abajo.
La última noche, en el risco, en la Cueva de la Soledad, llamada así porque en ella sólo se refugiaban los solitarios que se movían por las montañas, leyó poesía.
Poesía romántica.
Grítale mi nombre al viento,
y lo hará su prisionero.
Yo gritaré el tuyo hacia adentro,
para que me abrase entero.
Ah, los poetas…
Tan locos, tan sublimes, tan especiales…
Se durmió con el libro en las manos, bañado por los rescoldos finales de la fogata. La cueva entera pareció arder, cárdena y luminosa con las ascuas enrojecidas.
El último amanecer.
—Vamos allá, Gabito.
Sentía el mejor de los ánimos. La espera tocaba a su fin. La fiesta sería cuando llegase, a primera hora de la tarde como mucho. Así que le dio por cantar.
Total, nadie le oía.
Luego siguió hablándole a Gabito, para que compartiera con él la alegría.
—Si pudieras entenderme, sabrías lo chistoso que es esto: un burro llevando libros, cultura, para que otros no sean eso mismo, burros.
Soltó una carcajada.
Ya ni se paró a comer. Siguió. Siguió. Cuando los campos labrados surgieron en la lejanía, también lo hicieron las voces.
—¡Ya está aquí!
—¡Ha llegado!
—¡Avisen a los niños!
Los primeros vecinos le rodearon. Las primeras sonrisas le dieron la bienvenida. Las primeras manos tocaron las alforjas. Luego, al enfilar la senda que desembocaba en las casas de adobe y madera, vio la placita a lo lejos.
La plaza, con la iglesia, el ayuntamiento y la escuela.
Por la calle polvorienta aparecieron los niños y las niñas.
Aquel maravilloso enjambre…
—¡Ya está aquí el maestro!
—¡Por fin!
—¿Qué libros trae este curso?
—¡Maestro, maestro!
—¿Empezaremos mañana?
Pasaban los años, pero el momento era siempre irrepetible, mágico. El momento en que el soplo de la vida reaparecía y se hacía palabra.
El maestro llegó a la plaza.
Bajó de su montura.
Y se abrazó a las tres docenas de manos que querían saludarlo y tocarlo.
Su gente.
Después de todo no había ningún camino mejor, aunque fuera a través de las montañas y lejos del otro mundo.
EL CUENTO DE HOY, SÁBADO 28 DE MARZO
EL CABALLO QUE CONOCIÓ LA GUERRA
© Jordi Sierra i Fabra 2006
(A Federico García Lorca)
Ay de ti, caballo, caballito
Ay de ti, perdido en la ribera
Relinchando al viento
Herido
Ay de ti, que lloras miedo
Y la sangre de esta tierra
El caballo corría, asustado, desbocado. Corría y corría sin comprender por qué el mundo hervía y la tierra se desgajaba con cada explosión. Corría y corría ciego, atropellado, sin entender por qué la muerte asomaba en cada esquina. Corría y corría bajo un cielo rojo que daba zarpazos de cólera en su alma.
El caballo recordaba a duras penas que apenas unos días antes era feliz, en su casa, en su caballeriza, con sus amos, con los niños, con las mujeres. Trabajaba en el campo, pero le daban de comer, le acariciaban, le montaban y le susurraban al oído palabras de afecto. Las palabras que todos los caballos sueñan de noche y viven de día cuando saben que son felices.
Pero eso había sido unos días antes.
Muy lejos.
Antes de que amaneciera la guerra.
De pronto llegaron ellos, otros hombres, con uniformes y una lengua extraña, no con aperos de labranza sino cargados con sus armas. De pronto llegaron los monstruos de hierro rodando sobre sus cadenas, aplastándolo todo a su paso, y el cielo se llenó de pájaros desconocidos cargados de silbidos. De pronto llegaron las explosiones, la destrucción y la muerte.
¿Cuanto tiempo llevaba galopando sin destino?
¿Cuanto tiempo resistiría haciéndolo?
De vez en cuando caminaba junto a un muerto. De vez en cuando veía otras casas en ruinas. De vez en cuando una bala le pasaba rozando las crines.
Y alguien gritaba: “¡Comida!”
Ay de ti, caballo, caballito
Ay de ti, en la noche de la guerra
Gritándole a la Luna
Llameante
Ay de ti, que buscas la paz
En pos de una quimera
El caballo se perdió en el bosque, subió a la montaña, dejó el valle. El caballo ya no escuchó las explosiones, sólo el silencio, aunque sus ojos continuaran invadidos por los fantasmas. El caballo lamió sus heridas.
Comió y bebió.
—Caballo —asomaron los primeros habitantes del bosque sus hocicos, plumas y patas—. ¿Qué ha sucedido allá lejos? ¿Por qué llegaste al galope, convulso y herido, mientras detrás de ti mil fuegos azotaban el mundo?
Y el caballo les habló de la guerra.
No le entendieron, pero se estremecieron de miedo.
—No vuelvas a ese mundo si es tan peligroso —le dijeron—. Quédate con nosotros. Sé bienvenido.
El caballo se quedó en el bosque, libre, salvaje. A veces llegaba hasta la linde y miraba el mundo que había abandonado. A veces subía a lo más alto del risco y se asomaba a la tierra que ya no temblaba por las explosiones. A veces relinchaba llamando a su amo, su ama, los niños de la casa.
A veces.
Pero pasó el tiempo y ya nada cambió.
La vida en el bosque era amable, fácil. Tenía amigos, lugares secretos a los que ir, fuentes de aguas cristalinas, la comida que necesitaba. Y era uno de los animales más grandes del lugar, así que muchos lo respetaban, otros lo envidiaban, y todos le querían.
Mucho después hizo algo más que llegar a la linde del bosque o subir a un risco: se atrevió a volver al valle, para ver y saber, buscar y…
¿Qué?
Ay de ti, caballo, caballito
Ay de ti, tan perdido, solito
Caminando en el silencio
Asustado
Ay de ti, que nunca olvidarás
A que saben los truenos
Una mañana el caballo encontró a un hombre. O tal vez el hombre le encontrara a él. Los dos se dieron de bruces y se miraron. Los dos aguardaron sin apenas respirar. Luego se acercaron. El caballo relinchó. El hombre le acarició. El caballo sabía que aquel hombre era nuevo, desconocido, y aún así supo que lo amaba. El hombre se echó a llorar, se encaramó a su lomo y le condujo hasta un claro del bosque en el que aguardaban una mujer y dos niños. Todos le abrazaron y el caballo ya no quiso volver a la montaña.
El hombre construyó una casa de madera. Luego cultivó la tierra con su ayuda. Después le trajo una yegua joven y bonita que agitó el corazón del caballo como hacía mucho tiempo que nadie se lo agitaba.
La primera noche la yegua le preguntó:
—¿Qué tal se vive aquí?
Y el caballo le dijo:
—Bien, muy bien. El amo nunca te exige más de lo que puedas darle, no te agota, comparte los dones de la vida contigo. El ama te da de comer muy bien, te habla y te mira a los ojos al hacerlo. Los niños te lavan y te cantan canciones, juegan contigo. Todo es perfecto y maravilloso, un regalo, sobre todo después de la guerra.
—¿La guerra? —exclamó la yegua—. ¿Qué es la guerra?
El caballo reflexionó.
Se dio cuenta de que no sabía ni como explicarlo.
—La guerra es todo lo contrario a esto —dijo.
—¿Tan horrible? —se estremeció su compañera.
—Y más.
—¿Entonces por qué hubo una guerra?
El caballo ya no pudo responderle.
—El sol sale cada día, y no preguntamos por qué —se encogió de patas.
La yegua le sonrió.
Luego echó a trotar.
Y el caballo que había conocido la guerra la siguió, dócil, dispuesto para la vida aunque no para el olvido.
Porque eso, nunca, nunca lo haría.
Ay de ti, caballo, caballito
Ay de ti, que cargas recuerdos
Pasaron ya los gritos
Y los muertos
Ay de ti, que viviste la noche
Que te hizo amar al día.
EL CUENTO DE HOY, VIERNES 27 DE MARZO
EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR DEL ROCK
© Jordi Sierra i Fabra 2010
(versión moderna del cuento clásico
de Hans Christian Andersen)
El Emperador era el artista más famoso de la historia de la música. El único, el mejor, el más grande. Desde su aparición, y en sólo cinco años, había logrado 20 números uno consecutivos. Uno cada tres meses. Sus cinco álbumes habían sido igualmente número uno las 52 semanas de cada año, desbancándose a sí mismo con la aparición del siguiente. Todo el mundo se rendía a sus pies. Joven, guapo, irresistible, sus fans se contaban por millones en los cinco continentes.
Así era él.
¿Su nombre? Poco importaba. Nadie lo llamaba Vicente Manuel Soteras Pardo. Para el mundo entero era… el Emperador.
—Hubo un Rey del rock llamado Elvis Presley, y un Rey del pop llamado Michael Jackson, y estaban esos chicos del siglo XX… los Beatles, y esos otros ancianos, los Rolling Stones, y ese tío tan feo con voz de regadera… ¿Cómo era? ¡Ah, sí, Bob Dylan! Pero sólo ha habido y habrá un Emperador —solía decir—: ¡Yo!
No era mal tipo, pero el éxito le había vuelto algo loco.
Nadie discutía sus ocurrencias.
Su equipo, formado por más de cien personas entre ayudantes, managers, asistentes, cocineros, masajistas, amigos, secretarios, peluqueros, chóferes, guardaespaldas y un largo etcétera de acólitos que vivían a sus expensas y le reían todas las gracias vitoreándole siempre, lo acompañaba a todas partes, en bloque. Nunca le dejaban solo. Por supuesto se hacía siempre la voluntad del Emperador. Él tenía la primera y última palabra.
Lo que decía iba a misa y lo que hacía era ley.
Por eso cuando se anunció El Gran Concierto del Milenio…
—Quiero actuar ante medio millón de personas, dar el concierto más grande y multitudinario de la historia de la música. Y quiero que se retransmita a todo el mundo por televisión e Internet. Que nadie deje de verme en la Tierra. Y quiero hacerlo el 31 de diciembre, para que la humanidad salte al nuevo año con una canción que estrenaré puntualmente a las doce de la noche y será mi nuevo gran número uno. Además, haremos una película con todo y lo grabaremos para editar un disco en directo. Será lo más gigantesco que jamás se haya hecho.
Ya no hubo vuelta atrás. El equipo se puso en marcha. En unas pocas horas la noticia había dado la vuelta al mundo y expandido por el universo: el Emperador iba a cambiar la historia de la música con el mayor concierto jamás realizado. El rock, el pop, todos los ritmos conocerían un antes y un después de este momento.
Se pusieron en marcha decenas, centenares de personas para ultimar todos los detalles, tanto del concierto en vivo como de la retransmisión en directo. Había que construir un escenario gigantesco, poblarlo con el mejor equipo de luces jamás diseñado, crear la escenografía más increíble. Nada era suficiente. Todo era poco. Arquitectos, diseñadores, técnicos, especialistas de todas las ramas, genios informáticos, inventores… El Emperador supervisaba cualquier detalle. El repertorio, los bailes, la coreografía, los músicos, el vestuario…
¡El vestuario!
Una mañana, el Emperador llamó a todo su equipo.
—¡Quiero el traje más llamativo, impecable, brillante, hermoso y fascinante de cuantos se hayan creado, para hacer mi aparición estelar en el concierto! —gritó—. ¡Será el traje con el que seré visto y recordado a lo largo de la posteridad! ¡Un icono! ¡Que todos los grandes modistos del mundo me presenten sus ideas y diseños!
Durante los días siguientes, no se habló de otra cosa. De París a Milán, de Nueva York a Barcelona, de Tokio a Medellín, los mejores diseñadores de ropa de la Tierra se pusieron a trabajar para dar con el traje que quería el Emperador. Telas exóticas, diseños atrevidos, futurismo, locura, imaginación, atrevimiento… Pero cuando los primeros modelos llegaron a su residencia, en la cima del rascacielos más alto de la ciudad…
El Emperador los rechazó uno tras otro, con comentarios de lo más mordaces.
—¿Esto? ¿Cómo se atreven? ¡Horrible! ¿Y este? ¡Espantoso! ¡Menuda vulgaridad! ¿De verdad piensan que puedo ponerme esta ropa… o esta… o esta otra! ¡Ag, Santo Cielo!, ¿no hay nadie que sea capaz de crear la ropa del futuro? ¿Ningún genio está a mi altura visionaria y genial? ¿Cómo es posible? ¡Van a vestirme A MI!
Se acercaba el día del concierto, y el traje que el Emperador debía de lucir en su aparición estelar no llegaba. Los más avanzados los encontraba ridículos, y los más clásicos anticuados. Nada era de su gusto. Pronto su mal humor fue paralelo a la depresión de su cohorte de subordinados, pues temían tanto su ira como su malestar. El traje nuevo del Emperador se convirtió en lo más importante del concierto. Sería su imagen, quizás, de por vida. Se le recordaría eternamente con él, en su día más glorioso y gigantesco.
Entonces, una mañana, dos días antes de la gran efemérides y cuando ya nadie creía posible el milagro, llegó a la torre un hombrecillo cubierto de arrugas, con los ojos rasgados, que pidió ver al Emperador para decirle que él y sólo él, podía hacerle el traje que tanto ansiaba.
El hombrecillo fue llevado a su presencia.
—¿Dices que tú puedes hacerme esa ropa? —le escrutó de hito en hito el gran compositor y cantante.
—Sí, oh supremo hacedor de la música de este siglo —le reveló su visitante—. Y os aseguro que será el más increíble traje que jamás haya sido visto.
—Te cubriré de oro si es así. No me importa el precio. ¿Cuánto tardarás en entregármelo?
—Os tomaré medidas y trabajaré toda la noche. Tanto es así que mañana lo tendréis a vuestra disposición. Pongo mi cabeza en juego, de tan seguro que estoy que os encantará.
Los ojos del anciano chisporrotearon de tal forma, que todos, todos, supieron que hablaba en serio, y que su ropa sería la mejor, sublime y digna del Emperador.
-Entonces, sea –dijo él-. En tus manos encomiendo mi gloria visual, porque la escénica y la musical ya me han sido dadas.
Aquella noche nadie durmió. Todos esperaron con ansiedad la mañana, el momento en que el sastre oriental apareciera con la rutilante vestimenta. Los nervios estaban a flor de piel. Ya no había uñas que morder.
Y al amanecer, el astro de la música ya se hallaba en pie aguardando el prodigio. Algo le decía que aquel hombre era capaz de hacer el milagro. Su instinto nunca le había fallado.
Cuando apareció el anciano…
—Emperador —dijo sosteniendo una caja de vivo color rojo—, os he hecho el mejor traje que haya sido confeccionado jamás. Nunca rey o prohombre ha llevado sobre su piel algo más fino y delicado. Tanto es así, que os parecerá que no llevéis nada encima, lo cual os permitirá moveros con soltura por el escenario, lleno de libertad. Pero aún hay más —sus ojillos perspicaces miraron a todos los ayudantes del músico—. Está hecho con una tela única, especial, que procede de las montañas de mi país. Una tela… ¡que sólo pueden ver las personas inteligentes, ya que a las necias les es imposible apreciarla!
Todos los que estaban allí se creían muy inteligentes, así que asintieron con la cabeza.
—¿Estáis preparado? —preguntó el sastre.
—Sí, ¡sí! —se agitó el Emperador.
Entonces el sastre abrió la caja, fingió coger con delicadeza una ropa a todas luces invisible, y con las manos en alto mostró aquel vacío a los que le rodeaban.
—¿Acaso no es maravilloso? —se jactó con falsa emoción.
Primero todos se quedaron boquiabiertos.
No veían nada.
Pero luego… nadie quiso pasar por necio.
—¡Prodigioso! —exclamó el managerdel Emperador.
—¡Fantástico! —dijo el cocinero del Emperador.
—¡Qué colores! —suspiró el peluquero del Emperador.
—¡Alucinante! —manifestó la masajista del Emperador.
El Emperador tampoco veía nada, pero si sus servidores sí eran capaces de apreciar aquella maravilla… ¿Acaso él y sólo él era un necio?
Todos estaban pendientes de su reacción.
—¡Es lo que deseaba! —afirmó rendido tras unos segundos de vacilación.
Hubo un aplauso general, y también un suspiro de alivio.
—Oh, tenéis que probároslo —dijo el sastre—. Dejadme que os ayude, gran estrella de la música contemporánea.
El hombrecillo desnudó al Emperador. Lo dejó sin nada. Luego, con gran solemnidad, fingió ponerle la exquisita prenda cuidando hasta el más mínimo detalle para que todo encajara y nada quedara al azar. Tardó casi diez minutos en colocar debidamente la maravillosa vestimenta con la que el Emperador debía asombrar al mundo entero. Cuando terminó, dio un paso atrás, y su rostro se demudó de emoción.
Dos lágrimas cayeron por sus mejillas.
—Es mi mejor trabajo —alardeó con seguridad.
El Emperador se veía tal cual su madre le había traído al mundo frente al espejo. Todos sus ayudantes le veían igualmente desnudo y ridículo. Pero como ninguno quería pasar por necio, mantuvieron su admiración más y más acusada, rayana en el asombro.
—¡Oh!
—¡Ah!
—¡Sublime!
—¡Mayestático!
—¿A que parece que no llevéis nada? —preguntó el sastre.
—En efecto, apenas noto un roce —dijo el Emperador.
—Podréis moveros, cantar, saltar, sin que ni un pliegue muestre una arruga —insistió el hombrecillo.
—¡Es increíble! ¡La mejor tela, y desde luego el mejor diseño, sí, sí, sí!
Todos aplaudieron más.
Una autentica fiesta.
Y el sastre se fue de la mansión con un suntuoso cheque por su trabajo, sin dejar de reír y reír y reír.
Todos pensaron que era de felicidad por haber servido al Emperador.
El día del gran concierto, el supremo cantante y músico del siglo, el más famoso y célebre, se dispuso a pasar a la historia. Cuando “se puso” el traje se miró al espejo una y otra vez. Seguía viéndose desnudo, pero ¿acaso él, precisamente él, era un necio? ¡No y mil veces no! ¡Era el Emperador! Si todos veían el traje, él lo luciría con orgullo. Así que al llegar la hora…
Medio millón de personas gritando enfervorizadas en directo, doscientos países conectados en vivo, el mayor escenario, el mayor despliegue de luces, el mayor despliegue técnico, los mejores músicos, los mejores bailarines, todo a punto, a punto, a punto… y al sonar la primera fanfarria…
El Emperador salió a escena con su nuevo traje.
Al comienzo, se hizo el silencio.
Medio millón de gargantas paralizadas por el asombro.
Todas las televisiones enmudecidas.
¡Pero era el Emperador!
¡Un reto, una provocación, el fin de la ropa, el advenimiento de una Nueva Era! ¡La libertad!
Algunos empezaron ya a desnudarse, dispuestos a seguir a su amo.
Otros…
Estalló la tormenta, los aplausos, las risas, el juego de las emociones, el amo de la música mundial comenzó a cantar, la locura se apoderó del escenario, un furioso tema lanzó miles de decibelios al aire.
Y cuando el Emperador, según su costumbre, llevó su micrófono a una niña preciosa, de apenas unos siete años, sin duda una de sus fans más jóvenes, para que cantara con él el estribillo de la primera canción, el mundo entero escuchó la pregunta que ella le hizo.
Una pregunta reveladora, sincera, inocente.
—Emperador, ¿por qué vas desnudo?
—¿Qué ha dicho esa niña? —gruñó el manager del artista entre bastidores.
—¿Desnudo? ¿El Emperador… va desnudo?
—Pero será posible…
El Emperador también la había escuchado.
Miró al público.
Más y más risas, más y más caras de sorpresa, más y más certeza de…
¿De que iba desnudo?
¿Tenía medio millón de necios delante?
Quizás sí.
Aunque siempre había creído que sus fans eran inteligentísimas.
Cerró los ojos y siguió cantando, feliz.
Después de todo era su gran momento de gloria.
EL CUENTO DE HOY, JUEVES 26 DE MARZO
3001 (aproximadamente) UNA ODISEA LITERARIA
© Jordi Sierra i Fabra 1999, 2004, 2015
El suave zumbido le indicó que él ya estaba allí.
Envió la orden mental al inductor holográfico para que se detuviera y se puso en pie. Apenas si tuvo tiempo de dar un par de pasos. Pok apareció ante ella nada más abrirse la cámara de intercomunicación exterior. Su aspecto era brillante.
—¡Cariño!
—¡Querida! ¿Que tal todo en mi ausencia?
—Bueno, ya sabes —le hizo un gesto indiferente—. He tenido bastante trabajo en el Centro Neuronal Intergaláctico. ¿Y tú?
—Un procesamiento agotador, pero ya estoy en casa.
Se abrazaron tres segundos. Los conectores sinérgicos establecieron la comunicación automática. Se estremecieron al percibir la síntesis y se separaron. Nia se pasó una mano por el resplandeciente cráneo tintado en verde.
—Que bien —suspiró—. ¿Quieres una cápsula?
—Bueno, dame una azul.
—Oh, lo siento. Necesitaba una proyección astral y me tomé la última junto con una roja antes de que llegaras. Pediré un envío al Suministro Global.
—No importa —él la miró con amor—. Te he echado de menos a pesar de tu réplica mental.
—Y yo a ti —Nia le inundó con una mirada de arrobo—. ¿Quieres conectarte?
—Después —sonrió misterioso. Y agregó de inmediato—: Te he traído un regalo.
—¿En serio?
—Ajá.
—¿Que es?
—Una sorpresa.
Nia miró el equipaje de Pok. Lo había dejado en el suelo.
—Vamos, vamos. ¡Me muero de impaciencia! ¿De qué se trata?
—Es un libro.
—¿Un qué?
—Un libro —sonrió aún más él.
—¿Y que es un libro? —preguntó Nia.
—Una antigüedad.
—Cariño, las antigüedades son caras.
—Lo sé, amor. Pero estoy seguro de que te encantará. Te aseguro que es algo muy curioso. Y si me apuras, hasta una inversión revalorizable.
—Eres un niño —ella hizo un mohín—. Claro que me encantará.
Volvieron a abrazarse. Esta vez duró cinco segundos. La descarga les envolvió de destellos púrpuras por la sobrecarga emocional.
—¿Puedo verlo ahora? —quiso saber Nia curiosa al separarse.
—Por supuesto.
Pok llevó su reducido equipaje a la mesa de cristal líquido. Lo colocó encima y lo abrió. El paquete, protegido por una cámara de aire aislante, estaba encima de todo. Lo sacó y dejó que ella lo abriese. La cámara liberó el contenido al presionar la abertura.
—Tiene casi mil años —reveló él.
Fuese lo que fuese un libro, apareció ante los ojos de Nia. Estaba muy viejo, y se veía gastado. Lo contempló fascinada, sin atreverse a tocarlo.
—¿No es increíble? —dijo Pok.
—Parece tan… antiguo —Nia tenía los ojos tan brillantes como el cráneo.
Era un objeto rectangular, confeccionado con una extraña materia en apariencia muy delicada, y con unos signos indescifrables en su superficie. Tendría unas tres yemas de grosor.
—Pok, te habrá costado una fortuna, seguro.
—¿Te gusta?
—Es muy bello, sí.
Iba a cogerlo. Pok la detuvo.
—Cuidado.
—¿Se rompe?
—Bueno, es muy primitivo.
—¿Tiene algún mecanismo?
—No.
—¿Entonces como funciona?
—Es manual.
—¡Manual! —los ojos de Nia se dilataron.
—Esas cosas, los libros, se leían. Un proceso visual. Me lo dijo el anticuario.
—¿Cómo que se leían?
—Ya te lo he dicho: un proceso visual. Utilizaban los ojos y la mente racionalizaba lo que ellos percibían.
—¿Nada perceptivo, extrasensorial, inductivo, hectoplástico…?
—No.
—Vaya. Sabemos tan poco de los antiguos.
—Mira, ¿ves?
Pok puso sus dedos en uno de los lados del libro. Levantó lo que parecía ser una tapa endurecida. La llevó hacia el otro lado y repitió la operación con otras partes más delgadas. El libro parecía tener decenas de ellas. Eran flexibles. En todas había cientos, miles de signos.
—Esto es papel —la informó.
—¿Puedo…?
—Adelante, tócalo, claro.
Nia acarició una de aquellas delgadas hojas.
—Que suave.
—Y frágil.
—Desde luego.
Pasó algunas hojas, acariciándolas. Unas estaban arrugadas, otras un poco rotas, deterioradas, otras tenían manchas ancestrales.
—¿No estará contaminado? —se alarmó.
—Lo han esterilizado, tranquila. Además, el Viejo Núcleo Europeo está en la Zona Libre.
Nia se sintió fascinada. Cogió el libro con las dos manos, igual que si sostuviera un bebé. Mil años. En la antigüedad, aquello había pertenecido a otra persona, y tal vez lo hubiese amado, o tal vez formase parte de su vida. Como si viera sus pensamientos sin estar unidos por el modulador cerebral, Pok le dijo:
—Según el anticuario, los antiguos hallaban en esas cosas fuentes inagotables de placer. Servían para que se evadieran.
—¿Placer? —Nia deslizó una mirada al copulador energético—. No entiendo.
—Los libros contaban historias, y ellos las leían y gozaban con sus conocimientos.
—Pero eso requería un esfuerzo.
—Claro, pero en la antigüedad el esfuerzo formaba parte de su existencia. Nada de enlaces virtuales, nada de conexiones oníricas, nada de sueños programados, nada de desdoblamientos mentales o fusiones holográficas.
—¿Ni siquiera cápsulas de colores?
—No.
—¿Ni neuronium de vida animada, música implantada, interacción sinérgica…?
—Nada de nada.
—¡Que vida más dura!
—Bueno, dentro de mil años más, los del futuro se reirán de nosotros y de lo que para ellos entonces será nuestra pobre tecnología.
—Sí, claro.
Nia hizo un gesto ambiguo. Ni sus perpetuos veinticinco años reciclados ni sus nuevos implantes escondían que ya había rebasado los cien. Estaba a media vida. No le gustaba nada pensar en el futuro. Vivir era tan hermoso. Y decían que en ese futuro la humanidad viviría incluso mucho más de doscientos años.
En un mundo aséptico.
—Ven —la animó Pok—. Vamos a saber más de los libros.
—Bueno —se dejó llevar ella.
Entraron en el Cerebro de su cubículo y ocuparon sus módulos anatómicos. Nada más adaptarse a ambos, Pok ordenó el sistema operativo.
—Libros —dijo—. Desde su desarrollo e implantación generalizada hasta su declive.
El Cerebro inició su exposición presentando imágenes en tres dimensiones delante de sus ojos. Una voz fluyó desde todas partes, envolviéndoles.
—El libro fue el elemento cultural, expansor de ideas y método de evasión más popular e importante desde el hallazgo de la imprenta, mediante la cual se podían hacer indefinidas copias de un mismo original, hasta el albor de los siglos…
Era una historia extraña, pero se sumergieron en ella. Había muchas clases de libros. Los más famosos eran las «novelas», reales o inventadas, historias que hacían pensar, reír, llorar… Emociones que los libros proporcionaban sin ningún control, sin peligro aparente alguno, aunque por lo visto también había libros «subversivos» e historias que hacían mella o cambiaban la existencia de muchos humanos. Otra clase de libros eran las enciclopedias, ensayos, biografías, poemarios…
Un poema era un juego de palabras que se parecían entre sí. Amor y Dolor, por ejemplo.
—Me gustaría saber como es nuestro libro —dijo Nia.
—Está escrito en una lengua antigua.
—Puede que sea un libro famoso.
—Oh, desde luego —convino Pok.
—Cerebro —dijo ella—. Selección de libros famosos. Novelas.
—¿Época?
Nia miró a Pok.
—Probemos el segundo milenio —tanteó él. Y ordenó—: Segundo milenio y comienzos del tercero. Aleatorio. Y sintetiza.
El Cerebro inició su repaso a diversas obras al parecer muy famosas de aquel tiempo.
—«20.000 leguas de viaje submarino»: unos hombres descubren la forma de viajar por debajo de las aguas. «Don Quijote de la Mancha»: un viejo demente parte en busca de aventuras junto con un lacayo. «Romeo y Julieta»: dos adolescentes de familias rivales se enamoran y mueren a causa de su pasión.
—He oído hablar de esa historia —se sorprendió gratamente Nia.
—«Alicia en el país de las maravillas»: una niña cae del otro lado de un espejo y vive asombrosas experiencias en un lugar fantástico —continuaba el Cerebro—. «Moby Dick»: un marino persigue enconadamente a una gran ballena blanca.
—¿Ballena? ¿Que era una ballena? —vaciló Nia.
—Un animal primitivo —le aclaró Pok haciendo gala de una sorprendente cultura—. Hace años había diplodocus, elefantes y ballenas de esas, amén de otros bichos.
—Curioso, ¿verdad?
El Cerebro desgranaba más y más obras de distintas épocas. «Madame Bovary», «Los hermanos Karamazov», «La Gran Epopeya del 2027», «El pequeño principe», «La conquista de Marte»…
—Ya vale —lo detuvo Nia.
—¿No quieres saber más?
—Es aburrido —manifestó ella—. Sólo una lista de cosas desconocidas.
—¿Quieres que el Cerebro te amplíe alguna de esas historias?
—No, da igual. Pero ahora siento mucha curiosidad por nuestro libro.
—Es cierto.
—Si por lo menos supiéramos algo más.
—Claro. Cuando se lo enseñemos a nuestras amistades podríamos sorprenderlos contándoles su contenido. Había pensado hacer una fiesta el próximo triberio.
Se levantaron de los módulos, salieron del Cerebro y volvieron junto al libro. Nia lo acarició. Sus uñas, que cambiaban de color según sus emociones, eran ahora muy blancas.
—Alguien tiene que saber que pone ahí —afirmó.
—Hay expertos en lenguas antiguas, antes del Modelo Único —meditó Pok.
—¿Que tal si probamos en el Centro de Recursos Cósmicos?
—No, no creo. Ha de ser alguien más asequible. Uno de esos chiflados por la historia, o un experto en comunicación, o un sacerdote tecnológico.
—¿Los traductores cosmogónicos?
—Antes de la Gran Hecatombe del 2352 no hay nada.
—¿No te dio ninguna pista el anticuario?
—No.
—Vaya —Nia mostró su irritación—. Es como tener una caja cerrada herméticamente y no poder abrirla.
Sus ojos despedían tonalidades amarillas.
—Espera… —mencionó Pok—. Tal vez mi viejo maestro, Noblues.
—¿Ese viejo chiflado?
—Ese viejo chiflado es una autoridad en muchas materias, y en su laboratorio operativo tiene máquinas y aparatos asombrosos. Estuve en él una vez.
—Por probar…
Pok se acercó al panel de comunicaciones comunitarias. Ordenó la conexión en voz alta y el sistema estableció el inmediato enlace. No tuvieron que esperar demasiado. La imagen de su viejo profesor, ya en torno a los ciento setenta y cinco años aunque aparentaba no más de cuarenta, apareció en el visor. Frunció el ceño al ver a quien le llamaba.
—¿No recuerdo…?
—Pok, señor —desgranó con una cierta emoción—. Pok Paolos. Fui alumno suyo.
—¿Pok…? —los ojos se le iluminaron—. ¡Pok, claro! ¡Flexiones del Espacio Intermodular!
—El mismo.
—Vaya, vaya.
—Esta es mi compañera, señor —Pok atrajo a Nia hacia él para introducirla en el campo visual—. Llevamos unidos cuatro períodos, y acabamos de renovar por dos más.
—¡Bien! —se alegró Noblues—. ¿Tenéis descendencia?
—Aún somos jóvenes.
—Oh, sí, jóvenes —se rio el hombre.
—No quiero molestarle demasiado a estas horas, señor, pero he pensado que tal vez usted podría ayudarnos.
—¿Que puedo hacer por ti, Pok Paolos? —ennarcó las cejas Noblues.
—He comprado una antigüedad, un libro.
—¿Un libro?
—Si, en el Viejo Núcleo Europeo.
—Un libro —ponderó el profesor demostrando conocer la materia—. Hace mucho que no veo uno.
Pok le mostró el suyo. Los ojos del maestro brillaron al verlo.
—Nos gustaría saber que clase de libro es —le reveló Pok.
—¿No te lo ha dicho el vendedor?
—No. Desconocía el dato.
—Interesante… —Noblues se acercó más al visor.
—Podría enviárselo por el tuborreo —se aventuró Pok—. Lo recibiría en un momento y así podría examinarlo con comodidad.
Nia se movió inquieta. Algo tan valioso enviado por los tubos de aire…
—Me gustaría, sí —se apresuró a manifestar el profesor—. Tengo aquí sistemas que seguramente identificarán la lengua original. No será difícil. Por lo menos…
—Gracias, señor.
—No hay de qué, Pok Paolos.
—¿Me llamará cuando…?
—Inmediatamente, descuida. Y te lo devolveré cuanto antes. Sé cuan valiosa debe ser esa pieza.
Se despidieron, como si los dos tuvieran una inesperada urgencia. Nada más cerrarse la comunicación, Nia expresó sus dudas.
—¿Ese hombre… es de confianza?
—Tranquila, mi amor. El libro está en buenas manos.
Pok ya estaba de nuevo en la mesa. Introdujo el libro en la misma cámara de aire aislante con la que lo había traído y la selló. Regresó con ella al panel y abrió el receptáculo de envíos por tuborreo. Una vez depositada la caja en la cámara la cerró y marcó las coordenadas de recepción. En una pantalla se iluminaron dos cifras: el tiempo del viaje y el costo. Pulsó el dígito de aceptación y después el de operatividad. Finalizado todo miró a Nia.
—¿Cuanto crees que tardará?
—No lo sé —dijo él. Y para calmarla le sugirió—: ¿Quieres conectarte ahora?
—No, no podría concentrarme —se encogió de hombros.
—Por lo menos un abrazo.
—Sí, por supuesto, cariño.
Era su tercer abrazo. Alcanzaron los siete segundos de duración. Los conectores sinérgicos llegaron al punto de síntesis más puro. La comunicación automática los relajó, los llevó al umbral del placer. Tres segundos más y habrían necesitado ya conectarse para el establecimiento de un estímulo máximo. Se separaron dulcemente. Pok le acarició la mejilla, suave como una réplica de aire sólido a pesar de que ya habían transcurrido tres años desde la última revisión. No habían hecho falta nuevos implantes nerviosos ni reciclajes. Nia era hermosa de por sí. Las mejoras no hacían sino acentuar esa belleza. La adoraba. Sus otras dos compañeras no habían sido tan satisfactorias.
Y según ella, los anteriores tres compañeros suyos tampoco.
Dejaron pasar un rato. Se les hizo muy largo, como si el tiempo no se moviera. Pok deshizo su equipaje. Nia atemperó su excitación con una transfusión de sangre vitaminada. Faltaba demasiado para la cena y no tenían ganas de conectar los visores, pasar una fracción de tiempo con una visualización fílmica o llevar a cabo cualquier otra práctica de evasión programada. Acabaron encontrándose sin saber qué más hacer en mitad de la estancia principal. Pok pensó en un cuarto abrazo sin que se le antojara excesivo ni perturbador. El amor introducía esa clase de vértigos en una vida emotivamente serena. Por eso los expertos pedían precaución, y la implantación de relaciones cortas, aunque renovables tantas veces como se quisiera.
Quizás pasara el resto de su existencia con ella.
—Deberíamos pensar ya en tener descendencia —se aventuró a decir impulsado por sus pensamientos.
—¿Estás seguro? —se emocionó Nia.
—Sí.
—Mis genes están dispuestos.
—Y los míos.
—¿Niño o niña?
—Quiero una niña que sea como tú, ojos grises, labios grandes, cráneo liso, metro noventa, pecho natural de momento, con no demasiados implantes cerebrales, para que tenga un desarrollo propio, pero programada para ser Neurociberendomista.
—Dan pocas licencias para esto último.
—¿Y de qué sirve tener ciertas influencias? —se jactó Pok.
—Te quiero.
—Y yo a ti.
—Que felices somos, ¿verdad?
—Mucho, mi amor.
—Creo que esa conexión, ahora…
—¿De veras?
Dieron el primer paso en dirección a la cámara de fusión. Y el segundo. Ella ya había liberado el núcleo de transmisión emocional, situado en la base de su nuca. Él iba a hacerlo. Sin embargo no alcanzaron a dar el tercer paso. El panel reclamó su atención emitiendo una señal de apertura.
—Llamada en curso —dijo una voz—. Procedencia AO-792.
Regresaron al panel. El nerviosismo había vuelto, y ya no sólo en Nia. Era el profesor Noblues.
—Profesor… —vaciló Pok—. ¿Ha ocurrido algo?
—No, tranquilo. Te devolveré el libro en cuanto terminemos de hablar si estás preocupado por él, aunque me gustaría investigarlo un poco más. En realidad ha sido muy sencillo.
—¿Sabe ya su contenido?
—Sí —anunció con orgullo.
—¿Y cual es?
—El título de tu libro es «Tratado de jardinería».
—¿Qué?
—Habla de una vieja práctica, de cuando en la Tierra existían vegetales. Algunas personas los cultivaban en el exterior de sus casas, o en pequeños receptáculos que guardaban en el interior de sus viviendas.
—¿Eso era aséptico? —se inquietó Nia.
—Las leyes eran muy permisivas, por supuesto.
—«Tratado de jardinería» —repitió Pok en voz alta.
—Habla de como plantar semillas, de cuándo, de que forma cuidar las plantas y las flores… Bueno, de momento no es mucho, pero es lo que me ha indicado el transportador de signos.
—¿No cuenta ninguna historia?
—No. Sólo habla de eso. Pero es muy interesante.
Plantas y flores, semillas, formas de vida antiguas. Sí, era interesante.
Una buena compra.
El libro sería la gran novedad en su próxima fiesta.
—Profesor, no sabe…
—Tranquilo, Pok. Ha sido un placer.
—Puede devolverme el libro mañana, ¿le parece?
—Sí, muy bien. Me gustaría hacer una réplica sintética para estudiarlo mejor. Gracias.
Volvieron a despedirse. La comunicación quedó cortada. Nia miró a su compañero, sin saber muy bien que emoción reflejar. Pok parecía orgulloso. Y feliz.
—Vaya —suspiró él.
—«Tratado de jardinería» —enunció ella.
—¿Habrías preferido otra cosa, una de esas… novelas con una historia?
—Bueno, no es más que un libro. ¿Que más da su contenido?
En efecto. ¿Que más daba? No iban a «leerlo».
Sólo era eso: un libro.
Una reliquia antigua.
Muy antigua.
—Quedará muy bien encima del módulo principal.
—Nuestros amigos se quedarán muy impresionados.
—Ya sabes lo que digo siempre: si quieres algo bueno, novedoso, has de pagarlo. Y si puedes y te apetece, sería una tontería privarte de ello.
—Tienes razón, cariño. Ha sido un regalo maravilloso.
—Sabemos tan poco del pasado.
—No es más que eso, ¿no? Pasado.
—Ven.
Se acercaron al gran ventanal que presidía su cubículo. Más allá de él y desde la altura de su bloque privilegiado, ubicado en el mismo centro, se veía la ciudad, tecnológicamente perfecta, radiante y hermosa. La gran capital del Nuevo Mundo. Por encima de ella se extendía la cúpula de protección, transparente, separándoles del vacío y del universo tachonado de estrellas. Al otro lado de la cúpula, el suelo lunar, eternamente áspero y gris.
La Tierra, flotando en aquella inmensidad como un globo blanco y azul, estaba ahora a la izquierda.
La vieja casa.
Aún renaciendo.
Como casi siempre.
Los dos la observaron sin emoción alguna.
No servía de nada mirar hacia atrás si el futuro seguía estando hacia adelante, en el Universo sin fin.
Como siempre.
—¿Y para que querrían plantar cosas y tenerlas en sus casas? —se preguntó Nia en voz alta.
EL CUENTO DE HOY, MIÉRCOLES 25 DE MARZO
LOS DEDOS DE LA MANO
© Jordi Sierra i Fabra 2013
Un día los dedos de una mano se fueron de excursión.
Los cinco eran muy amigos. Mucho. Se pasaban el día juntos.
Así había sido desde que nacieron.
Los dedos de la mano jugaban a todas horas, menos cuando dormían y no se movían. Cogían cosas, rascaban a su dueño, gesticulaban y, sobre todo, eran muy felices. En verano disfrutaban del sol y de la playa y en invierno se protegían con guantes.
Aquel día, en la excursión, empezaron a discutir inesperadamente.
¿Y sobre qué?
Pues para ver cuál de los cinco era el más importante.
—Yo soy sin duda el más importante de todos nosotros —dijo el dedo índice.
—¿Y por qué habrías de ser tú? —le preguntaron los otros.
—Pues porque soy el índice, el dedo principal, el que sirve para señalar, ordenar, apuntar y reafirmar la voz de nuestro dueño —proclamó muy seguro de sí mismo.
—Entonces el más importante soy yo —dijo el dedo medio con orgullo.
—¿Por qué deberías serlo? —inquirieron los otros.
—Pues porque, si os fijáis bien, soy el mayor, el más alto, el que está en el centro de la mano y el único que tiene dos dedos a su derecha y dos a su izquierda —se estiró incluso un poquito más.
—¡Qué tonterías decís! —se enfadó el dedo anular—. ¡Es evidente que el dedo más importante soy yo!
—¿Tú? —reaccionaron inmediatamente los otros cuatro—. ¿Cómo justificas tu aseveración?
—Pues porque me llaman también “dedo del corazón”. Y por algo será, ¿no? —se ufanó él—. Cuando alguien se casa, ¿en que dedo le ponen el anillo? ¡En el anular!
—No sois más que unos presumidos —se echó a reír el dedo meñique—. El que ordena, el más alto, el del corazón… ¡Bah! El dedo más importante soy yo.
—¿Tú? ¡Pero si eres un enano! —exclamaron los demás.
—¡Precisamente! —se jactó él—. Soy el dedo más pequeño, y, por lo tanto, el que mejor cae, el más gracioso, el más singular, el más simpático. Sin mí, no seríais más que unos estirados! ¡Deberíais darme las gracias!
—Bueno, basta ya de tonterías —rugió la voz ronca y grave del dedo pulgar, al que todos llamaban “dedo gordo” por su tamaño—. ¿Cómo se os ocurre decir que sois más importantes que yo? ¡Ja, ja, ja!
—¿Y tú qué méritos te atribuyes para decir que eres el más importante, vamos a ver? —se enfadaron los otros cuatro.
—¡Pues claro que soy el más importante! ¿Qué haríais sin mí? ¡Soy el que cierra la mano, el que agarra las cosas, el único que es diferente!
—¡Y tanto que eres diferente! —rugió el dedo índice—. ¡Como que sólo tienes dos partes, mientras que nosotros tenemos tres!
—¡Y además siempre estás separado de nosotros —protestó el meñique.
—¡Eres tan gordo que no sirves para nada! —le atacó el índice!
—¡Nosotros nos abrimos y cerramos a la vez, somos armónicos y trabajamos en equipo! —insistió el dedo anular.
La discusión se generalizó entre los cinco.
Cada vez más enfadados.
—¡Yo soy…!
—¡No, yo!
—¡Tú te callas!
—¡A que te araño!
En ese preciso momento, la mano se cerró y se convirtió en un puño, impidiendo que siguieran discutiendo tan acaloradamente.
—No seáis tontos —dijo la mano—. Os necesitáis uno a uno, y yo a todos. Es la diferencia y el equilibrio entre los cinco lo que os hace fuertes y me da seguridad a mí. ¡Somos una mano, y la mano es lo importante!
Bien, parecía que la discusión estaba terminada.
Pero no era así, porque de pronto, la otra mano dijo:
—Está claro que entre tú y yo, la más importante soy yo.
Y justo antes de que las manos se pusieran a discutir. Les llegaron las protestas de los dedos de los pies… y también de los mismos pies.
—¡Yo…!
—¡Nosotros…!
Pero, claro, esa es otra historia, porque yo seguí caminando, tan tranquilo, disfrutando de mi excursión, ajeno a lo que decían.
A fin de cuentas, ¿qué harían mis manos y mis pies sin mí?
EL CUENTO DE HOY, MARTES 24 DE MARZO
LOS ENVIADOS DEL REY
© Jordi Sierra i Fabra 2003
Una vez hubo un pequeño reino formado por 12 provincias. Cada provincia la presidía un gobernador, y todos rendían cuentas al rey, que vivía en un gran palacio de cristal. Una vez al año, el rey, el Gran Brujo y los 12 gobernadores, asistían al ceremonial de la Ofrenda Sagrada a los dioses. Este ceremonial consistía en subir a la cumbre del Volcán Rojo y allí ofrecer en sacrificio a una joven adolescente para que los dioses fueran magnánimos los 12 meses siguientes.
Cada año, en las semanas previas a la designación de la joven, los 12 gobernadores y el Gran Brujo comenzaban a recibir regalos y dádivas de las familias más ricas del reino. El objeto de tales prebendas era que ellos no escogieran a sus hijas, a pesar de que se suponía que ser la elegida representaba un gran honor. Así pues, cada año la elegida solía ser una campesina, una muchacha humilde, que era arrancada de su casa para el sacrificio.
Los 12 gobernadores y el Gran Brujo eran cada vez más ricos.
Un día el rey murió y tomó el poder su hijo mayor, un joven culto e inteligente, formado en la sabiduría de los libros. Su primer acto público consistió, precisamente, en el ceremonial de la Ofrenda Sagrada. Aquella mañana ascendieron a Volcán Rojo él, los 12 gobernadores, el Gran Brujo y la corte en pleno para asistir el sacrificio ritual. La elegida para el mismo era la hija de unos pastores, que lloraba y se debatía espantada ante la inminencia de su muerte.
Todo estaba preparado, en la cumbre del volcán, con el cráter abierto a sus pies, cuando el rey alzó la mano de la joven y dijo:
—Esperad. Cada año arrojamos a una doncella al volcán, pero en verdad no sabemos si los dioses están contentos, si quieren más sacrificios o algo distinto. Así que este año saldremos de dudas. Antes de echar a nuestra elegida, enviaremos al Gran Brujo para que pregunte a nuestros dioses su parecer.
Y ante el estupor de los presentes, el rey empujó al Gran Brujo al volcán.
Todos se quedaron muy quietos y callados.
Al rato, rompiendo el silencio, y dado que el Gran Brujo no regresaba para manifestarles lo dicho por los dioses, el rey dijo:
—Habrá que estar seguros y ayudar al Gran Brujo, que a lo peor no puede o no sabe cómo regresar, perdido en el paraíso de nuestros dioses. Esta vez enviáremos a más mensajeros para la tarea.
Y ordenó que los 12 gobernadores fueran enviados al cráter.
Los sorprendidos personajes trataron de resistirse, pero la palabra del rey era la ley. Los mismos aldeanos, gozosos ante lo que estaba sucediendo, ayudaron a los soldados a empujarlos al fondo del volcán, sin hacer caso de sus lágrimas y súplicas. Por raro que fuese, no parecían nada contentos con la muy noble misión encomendada por su monarca.
—No sé por qué lloráis —proclamó el rey—. Vais a ver a los dioses que tan generosamente habéis adorado y servido tantos años, y a preguntarles si están felices de nuestro proceder.
Los 12 hombres acabaron en el fondo del Volcán Rojo.
De nuevo se hizo el silencio.
Tras mucho rato de espera, el rey anunció:
—No vuelven, así que para estar seguros, vamos a aguardar un año sus noticias.
Volvieron al reino, y desde entonces no hubo más sacrificios, hubo paz y concordia, e incluso el rey halló la felicidad en la nueva y justa armonía de aquellos años, pues se casó con la doncella a la que había salvado de la muerte, harto de la crueldad, la avaricia y el egoísmo de sus 12 gobernadores y el Gran Brujo.
EL CUENTO DE HOY, LUNES 23 DE MARZO
LA PERLA
© Jordi Sierra i Fabra 2006
En una noche de luna llena, flotando sobre la oscura inmensidad de las aguas del mar con su barca, un pobre pescador aguardaba impaciente la posible fortuna con la que los dioses quisieran recompensarle. Día a día, su familia comía lo que él conseguía extraer de las profundidades líquidas, casi siempre escaso. Noche a noche, él empujaba su barca desde la playa y se hacía a la mar, lloviera o titilaran las estrellas, hiciera frío o calor. Con su caña, su red y sus escasos aperos, observaba aquel mundo impenetrable inundado de melancólica tristeza, sabiendo que allí abajo los peces se movían ajenos a su desesperación. A veces la fortuna le sonreía regalándole un pez grande con el que sobrevivir más de dos o tres días. A veces. Pero por regla general eso sucedía muy de tarde en tarde. Muchas noches se contentaba con lo justo. Y otras…
Aquella noche, agotado después de una semana frustrada y desesperante, tras haber discutido de día con su esposa, el pescador se quedó dormido en su barca. No se dio cuenta de que un gran pez había mordido su anzuelo hasta que el animal, herido, nadó para librarse de él. Entonces, sorprendido por su fuerza, incapaz de reaccionar a tiempo, la barca volcó y su dueño acabó en el agua.
Por un momento, sintiéndose más y más desgraciado de lo que jamás se hubiera sentido, no hizo nada por ganar la superficie, se abandonó, dejó que su cuerpo se hundiera en las aguas, arropado por el silencio que lo envolvía igual que una mortaja.
Hasta que pensó en su esposa y en su hija, su más preciado tesoro.
Justo en el instante en que iba a bracear hacia arriba, para recuperar la vida y el oxígeno para sus pulmones, el pescador vio un destello bajo él, apenas a un par de metros de su posición, pues casi había llegado hasta el fondo. Era como si la luna llena arrancara aquel fuego plateado de las profundidades del abismo. Una luz brillante, celestial, inmaculada.
La luz de una perla.
Y no una cualquiera, sino la más hermosa y gigantesca perla que jamás hubiera llegado a imaginar.
Sin apenas aire en sus pulmones, pero sabiendo que si subía a la superficie, lo tomaba y volvía a bajar, lo más seguro era que no encontrase de nuevo el origen de aquel resplandor, braceó al límite de sus fuerzas hacia su objetivo y no menguó en su ímpetu hasta que su mano se cerró en torno a ella.
Después tomó impulso.
Creyó que no llegaba, que sus pulmones reventarían, que sus fuerzas le abandonarían mucho antes, pero lo consiguió. Cuando su cabeza afloró a ras de agua exhaló un grito de alegría y miró hacia la luna y las estrellas.
Por primera vez en su vida estaba seguro de que su suerte había cambiado.
Se puso la perla en la boca, recuperó los dos remos, los empujó hacia la barca, se subió a ella y, como pudo, consiguió encauzarla rumbo a la playa y el pueblo. Cuando llegó a su casa, al amanecer, exhausto, y les mostró la perla a su mujer y a su hija, les dijo:
—Estamos salvados. Con lo que me den por este tesoro podremos vivir unos buenos años, quizás muchos, e iniciar así una etapa de mayor prosperidad.
—Padre, por Dios, no la vendas —le imploró su hija, absorta, alucinada ante la magnificencia de aquella maravilla—. ¿Por qué no me la regalas a mí?
—Pero, Idaia, ¿para qué quieres tú algo tan valioso? ¿No es más importante poder comer y merecer una vida mucho más digna de la que hemos tenido hasta hoy?
—Dásela —asintió la madre de la muchacha—. Luciendo un tesoro de tal belleza, nuestra hija sin duda hará una muy buena boda, hechizará al pretendiente que se le antoje, y entonces será nuestro yerno el que nos mantenga el resto de nuestra vida, pues no se atreverá a desairar a los padres de su amada. Mucho mejor que venderla es invertirla en un futuro tan halagüeño para todos, ¿no te parece?
No pudo el pescador luchar contra la voluntad de su esposa y su hija, así que le entregó la perla a la muchacha. Esta la engarzó en una argolla y se la colgó de su oreja izquierda. Al instante, nada más verse en el espejo, quedó fascinada por su propia imagen.
Y no fue la única.
Aquel mismo día, cuando Idaia salió a la calle, a todos se les antojó distinta, más hermosa, más perfecta de lo que jamás hubieran imaginado. La perla ejercía una absoluta fascinación sobre cualquiera que la viera. Y la voz corrió rápidamente. Tanto fue así que a los pocos días los jóvenes del pueblo hicieron lo imposible por aproximarse a ella, rondando su casa o tratando de entablar la menor conversación. Siempre había sido hermosa aunque discreta. La perla anuló la discreción y sublimó la belleza. Un efecto demoledor.
Idaia, por su parte, ya no era la misma. Llevar la perla la hacía sentirse superior, más firme y segura. Incluso se olvidó de su habitual bondad y alegría para convertirse en una persona diferente, más distante, más orgullosa. Dejó de gustarle Boj, y de amar secretamente a Pancah, y de fijarse en Meiko, todos tan pobres como ella. Al verse rodeada por los pretendientes más nobles e influyentes de los alrededores, tal y como había previsto su madre, supo que el mundo podía ser suyo con sólo alargar una mano y atraparlo.
Cerró su corazón.
Y escogió al más rico de sus pretendientes.
Cuando la boda se celebró, su madre se sintió compensada, su padre dejó de pescar, se mudaron de casa, dejaron atrás su vida anterior. Y ella, la más bella entre las bellas, se convirtió en la mujer más admirada.
Idaia no se quitaba jamás la perla de su oreja izquierda. Ni para dormir. Temía que si su esposo la veía sin ella, la devoción que sentía se desvaneciera. La perla le daba confianza, seguridad, fuerza. La llevaba a todas horas y asistía, feliz, al asombro de cuántos se le acercaban. En realidad, y eso tardó años en saberlo, ya no era una mujer con una perla como pendiente, sino una perla maravillosa con una mujer detrás.
Para cuando descubrió esto, Idaia era mayor, tenía una hija adolescente y se sentía la persona más infeliz y desgraciada del mundo.
Incapaz de ser dichosa.
Su esposo la adoraba a través de la perla, pero ella comprendió demasiado tarde que no le amaba a él, que seguía pensando en Boj, en Pancah, en Meiko. Sus criados, vecinos y amigos, la respetaban, pero no por sí misma, sino por ser la dueña de la perla. Lo peor eran las amigas, cuya envidia la hacía sentirse sola y perdida. Asistía a fiestas y recepciones, la invitaban siempre, pero era para admirar la perla. En cierta ocasión hizo la prueba: asistió a un acto sin ella. Las consecuencias fueron terribles. Jamás se había sentido más sola. Nadie le habló. Nadie quería estar a su lado. Sin la perla veían la realidad. La veían a sí misma. Volvió a ser la muchacha discreta y vulgar, la hija del humilde pescador que fue durante años hasta que su padre encontró aquel tesoro. Y no es que eso fuera malo, al contrario, pero en el mundo falso en el que se había introducido no cabía.
Asustada, volvió a ponérsela al llegar a casa.
Pero desde aquella noche la odio.
Con toda su alma.
Era esclava de su tesoro. No poseía la perla. La perla la poseía a ella.
Los meses siguientes fueron terribles. No quería salir de casa. No quería ver a nadie. Se encerró en sus habitaciones y se pasaba el día leyendo, viviendo a través de las historias de los demás sus sueños no cumplidos. La última de sus fatalidades fue la muerte de su esposo. Había sido su marido y era el padre de su hija. Eso jamás iba a ser cambiado por mucho que reconociera su error al casarse con él.
Tantos tiempo ciega…
Cuando su hija Maika iba a cumplir dieciséis años y le preguntó que deseaba como regalo de su mayoría de edad, la muchacha le respondió:
—Madre, yo quisiera que me regalaras la perla. Tú ya eres mayor, guardas luto por la muerte de mi padre, en paz descanse. Ya no la necesitas. Yo en cambio, con ella, seré feliz, me admirarán como te admiran a ti, sin duda me casaré con el joven más apuesto y rico de la comarca, del reino, y tendré el mundo a mis pies.
Los ojos de Maika brillaban de tal forma que su madre se asustó.
No había en ellos amor, sólo codicia, ansiedad…
—¿Y si te dijera que esta perla sólo te traerá infelicidad? —suspiró
entristecida.
Su hija lanzó una carcajada.
—¿Estás de broma? —el brillo de la mirada se acentuó—. Esta perla cambió tu vida, ¿no es así? Justo es ahora que cambie la mía.
Las palabras de Maika aplastaron los pensamientos de Idaia durante horas, de tal forma que aquella noche no pudo dormir. Por la mañana, al salir el sol y asomarse a las ventanas de sus habitaciones, tuvo un ramalazo de miedo.
Había cometido un error.
¿Dejaría que ese mismo error alcanzase a quien más quería?
Y comprendió la verdad.
Aquel mismo día, en secreto, salió de su mansión sin avisar a nadie y condujo su carruaje hasta la costa, hasta la misma playa en la que todo empezó. No había estado en su vieja casa, todavía mantenida en pie, desde que la abandonó para casarse con su esposo. Los recuerdos se agolparon en su mente, sacudiéndola, pero los apartó negándose a mostrarse débil ante su fuerza. Caminó por la arena con determinación, pagó generosamente a un pescador para que empujara su barca hasta el agua con ella dentro, y empuñó los remos como tantas veces hizo en su juventud, negándose a que el pescador la acompañara.
A los pocos minutos se alejaba de la costa.
Una hora después estaba sola en mitad del mar.
Idaia aseguró los remos, permaneció unos segundos flotando en el silencio, mecida por las suaves olas que besaban la madera de su barca, y entonces, despacio, se quitó el pendiente.
La perla brilló bañada por el sol.
Tan hermosa.
Tan increíble.
—Tú no tienes la culpa —le dijo.
Luego la besó y la echó al agua.
La devolvió a su hogar.
Cuando una hora después llegó de nuevo a tierra y el pescador la ayudó a bajar de la barca, Idaia sonreía como no lo hacía desde muchos años antes.
Libre.
Justo desde el día en que su padre llegó a casa con la perla.
EL CUENTO DE HOY, DOMINGO 22 DE MARZO
LA FIESTA DE DISFRACES
© Jordi Sierra i Fabra 2013
En el 27 de la calle Pulgar,
no hace falta que toque la lotería.
Hoy en este lugar,
es día de mucha alegría.
Todos los años, el nueve de enero,
hay una fiesta en el terrado.
Se come con esmero
y cada vecino sube encantado.
No es ninguna tontería.
Nada de buenos modos.
A la que acaba el día,
bien locos se vuelven todos.
¡A disfrazarse dicta la ley!
Y tiene un premio mayor:
Lleva corona de rey,
todo un año el ganador.
Muy dura es la competencia.
Cada vecino quiere triunfar.
Se hacen disfraces con paciencia,
para así poder ganar.
¡Es hora de ir al terrado!
¡Comienzan la magia y las risas!
¡Vamos, que el sol se ha enterrado!
¡Que todos suban sin prisas!
Ahora veremos los disfraces.
El ingenio de los vecinos.
A ver de qué son capaces,
Padres, hijos y sobrinos.
La señora Pepa Albornoz,
es un pirata con parche en el ojo.
Va de Capitan Feroz.
¡Con pata de palo para ir cojo!
Fijaos en don Bergamín
¡Es Picasso reencarnado!
A pesar de ser tan tontín,
su disfraz ha triunfado.
Y la señora Perelada,
haciendo de bruja con escoba.
Está muy bien maquillada,
y desde luego no es coba.
De sol va el joven Gaspar
y Ana de luna lunera.
Estos dos van a terminar,
enamorados sin más espera.
¡Que buen disfraz Julia Mato!
¡Va de televisión!
Se ha hecho el aparato
con una caja de cartón.
Las mellizas parecen diosas.
A su paso todos se agitan.
Tal y como están las cosas,
Muchos corazones palpitan.
¿Y el serio de Vicente?
Con su andar breve y lento.
Va de árbol imponente,
moviendo las hojas al viento.
La abuela del piso segundo,
va de criada respondona.
Se mete con todo el mundo,
y está la mar de mona.
Los del ático son muy estirados.
¡Pero van de payasos felices!
No parecen tan malcarados,
con sus grandes y rojas narices
A la portera el corsé aprieta.
Ella, que es tan querida.
Presume de Maria Antonieta,
con corona a su medida.
Ahora llega el del primero,
festivo y dominical.
Junto con el del tercero,
hacen un dúo musical.
Los novios Pablo y María,
visten de Eva y Adán.
No es ninguna tontería.
¡Con hojas de parra van!
¡Los chicos Melquiades, geniales!
En un huevo bien metidos.
Se han puesto los pañales
y son tres recién nacidos.
La chiquita Marcía Ce,
luce como una modelo,
y el muchacho del quinto B,
la mira como un caramelo.
¡Oh, la señora Sinforosa!
Va de esbelta sirena.
Dicen que está preciosa,
tan peinada y tan morena.
¿Y los señores Pedrosa?
Él, de policía implacable.
Ella, es su presa cariñosa,
caminando a punta de sable.
El año pasado ganó Mariana.
Iba de Mona Lisa.
Ahora va de princesa rana,
provocando una buena risa.
¡Eh, que aparece un león!
Calma, es el señor Maya.
Él es todo un campeón,
jugando a los tres en raya.
De Rapunzel va Palmira.
Y Laia de hermoso pez.
Griselda es una vampira,
y Pablo un peón de ajedrez.
De princesas disfrazadas,
las Colina están muy bellas.
Sus sobrinas hacen de hadas,
media docena son ellas.
Felipe es Peter Pan.
Gabriella su Campanilla.
Ricardo de Superman,
y Nati de luz que brilla.
La fiesta es un éxito total.
Astronautas, locos y tenistas,
un Napoleón sensacional,
y un equipo de futbolistas.
Es la hora señalada,
para proclamar al ganador.
La gente entusiasmada,
espera con un clamor.
Con calma se lo toma el jurado.
Muy bien ha de escoger.
El que resulte premiado,
bien que lo ha de merecer.
¡Vaya silencio se hecho!
Nervios tiene el más pintado.
Ahora, a lo hecho, pecho.
¡El momento ha llegado!
El mejor disfrazs es…
¡El del señor Amado!
Del derecho y del revés,
el vecino más adorado.
Pero, ¿donde está el vencedor,
si no se le ve por ningún lado?
¿Dónde para este señor?
¿Estará emocionado?
¡Va disfrazado de Hombre Invisible!
¿No digáis que no es genial?
Pero, ¿es eso posible?
¡Sí, sí! ¿A que es total?
Convencidos aplauden
los vecinos derrotados.
A la evidencia se rinden,
por el mejor superados.
Pero en su casa el señor Amado,
de su victoria no sabe nada.
Ni siquiera se ha enterado,
una gripe lo tiene en cama.
¡Vaya con el Hombre Invisible!
¡Con fiebre y bien enfermo!
¿A que es una historia increíble,
para escribirla en un cuaderno?
¡Hasta el año que viene!
¡Al terrado subiremos!
¡Y si a los hados conviene,
al ganador veremos!
EL CUENTO DE HOY, SÁBADO 21 DE MARZO
EL PARTIDO DE FÚTBOL ENTRE LOS ETERNOS RIVALES
© Jordi Sierra i Fabra 1984
Atención, ¡mucha atención!… porque va a comenzar el mayor espectáculo del mundo. Bueno, al menos del mundo del bosque.
Hoy es el día.
Hoy volverán a medir sus fuerzas.
¡Qué emoción! ¡Qué pasión!
Una vez al año, los moradores del Bosque Alto, en la montaña, se reúnen con los del Bosque Bajo, en el valle. Este día, todo se paraliza, nadie caza a nadie, nadie molesta a nadie, hay paz, porque nada es más importante que el máximo evento anual, la cita a la que no se puede faltar, y a la que no faltan, desde hace muchísimos años, los enfervorizados habitantes del lugar.
Nieve o haga sol. Llueva o caigan piedras.
Es el gran día.
El día del partido de fútbol que cierra las Fiestas de la Naturaleza y que enfrenta al Bosque Alto Club de Fútbol y al Deportivo Bosque Bajo.
Desde primeras horas de la mañana, las hormigas han dejado de trabajar y los pájaros de revolotear por entre los árboles, los lagartos se olvidan del sol y las abejas de libar las flores, las cigarras de cantar y las arañas de tejer sus telas. Ya no se habla de otra cosa. Todos, sin faltar uno, hacen cola con su entrada dispuestos a conseguir un lugar de primera en el gigantesco estadio del Claro del Arroyo. ¡Ah…! El partido de fútbol es todo un espectáculo, un acontecimiento, un hito.
Y eso que, todavía, ningún equipo ha logrado ganar al otro.
Todos los partidos han terminado con un empate a cero.
Pueden argüirse mil motivos para justificar tanta igualdad, mil teorías. Unos dicen que los porteros son tan formidables que difícilmente se les colará nunca un gol. Otros piensan que el juego defensivo es superior al de ataque, por desgracia, ya que cada equipo coloca a sus jugadores más voluminosos en la defensa. Los más piensan que, dada la rivalidad, el caso es no perder y así todos contentos con el cero a cero, aunque la victoria representaría mucho para el que se la apuntase.
Da lo mismo. Cada año los habitantes del bosque acuden a su cita,
esperando que éste sea el año decisivo.
Gritos, banderas, animación sin límite, pasión…
¡Qué formidable fiesta!
Y pacífica, porque la rivalidad no admite malos modos. A fin de cuentas todos son animales, viven en el Bosque Alto o en el Bosque Bajo. Hay un respeto.
¡Sólo faltan cinco minutos para que dé comienzo el partido! ¡El estadio es un clamor! El día es magnifico, la tarde apacible, no hace nada de viento y el sol contribuye a la fiesta sin apretar demasiado. Además, el campo de fútbol es comodísimo y tiene grandes hojas verdes cubriendo su perímetro para mayor comodidad del público. Las apuestas entran en tramo final. Los partidarios de uno u otro equipo tratan de dominar el ambiente con sus cantos y gritos. ¡Todos a una! ¡Vamos!
Hay que verlo, hay que estar ahí, ¡es demasiado grande para contarlo!
Este año, el Bosque Alto ha fichado a un fenómeno, un jugador fuera de serie procedente de la llanura: un ciempiés. ¡Su juego de patas es maravilloso! ¡Cómo se pasa la pelota de una a otra, mareando al contrario! Es el máximo goleador de la llanura.
Pero los del Bosque Bajo no se han quedado atrás. Ellos también han conseguido los servicios de otro astro rutilante, el número uno de los jugadores de los lagos: un saltamontes. ¡Cómo regatea! Agarra la pelota y de un salto, ¡zup!, pasa por encima del contrario. ¡Algo único! Los dos fichajes han costado una barbaridad. Luego hablo de ello.
¡Estos divos…!
El caso es que este año el partido promete ser emocionante al máximo.
También los entrenadores son expertos.
El del Bosque Alto es un mirlo que vuela cada domingo sobre los estadios de la ciudad, donde juegan los humanos, y allí aprende técnicas y tácticas profesionales. El entrenador del Bosque Bajo, por su parte, es una rata que tiene un túnel directo al vestuario del equipo de la vecina ciudad, y allí también oye todo lo que dice el entrenador.
Uno y otro han declarado a los medios informativos que este año van a ganar. ¡Un duelo temible!
¡Ya! ¡Ya está! Apenas si puedo relatarlo por encima del griterío. Los dos equipos saltan al terreno de juego. Se disparan cohetes. Las palmas, las antenas, las patas echan humo. Sí, sí, son las alineaciones previstas.
Por el Bosque Alto Club de Fútbol destaca en la portería su fenomenal guardameta, la araña, que cubre todo el marco sin dejar un resquicio. Por el Deportivo Bosque Bajo tenemos de portero al fabuloso erizo. ¡Cada vez que toca la pelota la pincha! Pero es fantástico. Le chutan, eleva sus pinzas y… ¡chas!
Al frente de ambos equipos sus capitanes: la sinuosa serpiente, muy sibilina ella, por parte de los Altos, y la hormiga veloz, rápida e incisiva, por parte de los Bajos.
¡Oooohhh…..! ¡Hace el saque de honor la muy bella reina de las fiestas,
la Miss del año, la hermosa musaraña!
El público, imparcial en eso, aplaude extasiado.
Suena el himno del bosque. ¡Tachín-tachín!, todos de pie y con cara solemne, con las autoridades en primera fila.
El árbitro es el muy severo moscardón, que zumba a los dos capitanes mientras se sortea el campo y el saque. La primera parte la jugarán los Bajos a la derecha y los Altos a la izquierda.
Un, dos, tres, el partido va a empezar…
¡Piiii!
¡Que gane el mejor! ¡Atención…!
Ha cogido la pelota el astro del Bosque Alto, el formidable ciempiés. Avanza protegiendo el esférico con sus patas. La pelota parece perderse entre ellas. Que donaire, que elegancia, que gambeteo de cinturas, porque tiene tantas… Le sale al paso el seguro central luciérnaga y… ¡Eh, penalty, penalty! ¡El ciempiés ha sido zancadilleado en al menos siete de sus patas, y ha caído con todas ellas por el aire! ¡Pero… vaya, el árbitro dice que se levante, que no haga cuento o le enseñará una tarjeta amarilla, porque se ha caído el solito haciéndose un lío con tanta pata! ¡Que mala pata! Y si el árbitro dice que no pasa nada, no pasa nada. Él estaba más cerca de la jugada y sabe más. ¡Ya se verá por la noche y a cámara lenta en el boletín de noticias del bosque!
Mientras tanto, tiene el esférico en su poder el saltamontes, la estrella del Bosque Bajo. ¡Oh, que tres regates consecutivos! ¡Y todos en un tris tras! Se planta delante del portero araña y… !atención, atención! El público se pone de pie… ¡Ay! ¡La araña se ha estirado muy bien y con tres de sus ocho patas se ha hecho con el balón!
El público ruge. Unos aplauden y otros gritan a favor o en contra. La pasión se desborda. ¡Eh, eh, eso sí que no: un conejo y un topo están discutiendo acaloradamente y el servicio de orden los expulsa del estadio! ¡Orden, orden, caramba! ¡Es sólo un juego!
¡Uuuuuuuuuuhhhhhh…..!
¡Allí, allí, pásala!
¡Ay!
Pero transcurre el tiempo y sigue el cero a cero. ¿Será como cada año? De momento los dos equipos atacan más que otras veces, buscan la victoria con denuedo, pero de momento está visto que no hay forma.
Los porteros y sus defensas evitan siempre en última instancia el peligro. El ciempiés de los Altos y el saltamontes de los Bajos están defraudando un poco. ¡Con lo que han costado! He prometido hablar de ello antes y voy a hacerlo. Ahí va: se dice que el ciempiés tiene un sótano lleno de humedad, muy confortable, un carricoche de orugas para que no se canse y comida gratis además de libélula para cuando quiera volver a casa a ver a la familia; y el saltamontes un refugio de lujo en la planta más verde de la zona más noble, junto a las rocas del lago, espacio para sus saltos y un cine privado para ver las aventuras de sus personajes favoritos. Demasiado, ¿a que sí?
Media parte. Un cambio. Por el Bosque Alto sale el peligroso aunque débil gusano. Nunca aguanta un partido entero, de ahí que sea acertado sacarlo en la segunda parte. Por el Bosque Bajo tenemos ya al muy lento pero seguro caracol. Los dos equipos tratan de conseguir el gol que pueda darles la victoria.
Comienza la segunda parte y…
¡Paradón del erizo! ¡El lagarto le ha dado un golpe de cola a la pelota, a bote pronto, y casi lo sorprende! ¡El esférico ha quedado hecho cisco!
Eso no vale: la araña está tejiendo una invisible y sutil tela para impedir que la pelota, en un descuido, entre en su portería.
El árbitro moscardón sigue zumbando, aunque mal ayudado en las bandas por sus jueces de línea, que no señalan ni un fuera de juego. Veamos, veamos… ¡La serpiente se ha enroscado en la cucaracha! ¡El saltamontes ha caído sobre una de las patas del ciempiés lesionándolo, aunque este sigue jugando con gran pundonor, no quiere ser cambiado después de las esperanzas puestas en él! ¡Hay que ver lo que aguantan, que atletas! ¡Eh, eh, el escarabajo pelotero se está haciendo una pelota para él, eso no vale!
Faltan cinco minutos y parece que, un año más, el marcador no va a moverse. ¡Otro cero a cero! Pero… atención, atención… ¡atención! ¡La libélula tiene la pelota y ha pillado adelantados a los defensas del equipo rival! ¡Se la pasa de ala a ala, los Altos no pueden atraparla, avanza, regatea, se escapa! ¡Y ahora se la ha dado en profundidad al mosquito que la pica —y nunca mejor dicho— sobre el área contraria donde está solo….!
¡¡¡Goooooooooooooool!!!… ¡Gol!… ¡GOL!
¡El caracol ha sacado fulgurante una de sus antenas, y a pesar de que la pelota le venía un poco alta, ha rematado de primera, a boca de jarro, introduciéndola por el único hueco posible! ¡La araña se ha visto desbordada! ¡Goooooooooooool! ¡Golazo!
Deportivo Bosque Bajo, 1; Bosque Alto Club de Fútbol, 0.
Los partidarios del equipo que va ganando enloquecen. Los del que pierde están sobrecogidos. ¡Y sólo faltan unos minutos!
El entrenador del Bosque Alto se juega su última baza. Tiene en el banquillo al tranquilo sapo. Se produce el cambio, pero apenas si queda un minuto de juego. El sapo avanza directamente hacia el portero, recibe la pelota en muy buenas condiciones y… le saca la lengua al erizo. ¡Que susto! Al portero erizo se le ponen los pinchos de punta y el árbitro saca tarjeta amarilla al sapo.
¡Uy, uy, uy! Quedan quince segundos.
Vuelve a la carga el Bosque Alto, volcado sobre el área rival, que defiende su ventaja. Puede ser el definitivo cartucho, atención. El Bosque bajo despeja como puede. Tiene la pelota la mariquita que corre sobre ella en lugar de correr con ella. La pasa muy bien a la serpiente. ¡Ziz-zaz! Perfecto. Recibe el ciempiés que, con una pata coja, regatea a uno, dos, tres contrarios en un palmo de tierra. ¡Que jugada! Pasa a la lagartija que culebrea por la banda. ¡Ay, el árbitro está mirando el reloj! La lagartija se da cuenta y pega un tremendo golpe de cola enviando la pelota al área…
¡Saltan el sapo y el erizo…!
¡El erizo, para no pinchar al sapo y hacer penalty recoge sus pinchos…!
¡El sapo, asustado, no le da!
¡La pelota cae al suelo, en tierra de nadie, suelta…!
¡Ahí va el grillo que tiene toda la portería para él solito!
¡Chuta!
¡Cuidado!
¡Ha ido al poste…!
¡Que suerte para unos y que mala suerte para otros!
¡Pero de pronto aparece milagrosamente una de las patas del ciempiés, estirándose todo lo que puede y…!
¡¡¡¡¡Gooooooooooooooooool!!!!!… ¡¡¡Goooooooool!!!… ¡GOL!
Y mientras todos aplastan al ciempiés por su tanto y los contrarios se miran desconcertados, ¡el árbitro pita el final del partido!
Caramba, caramba, qué emoción, ¿verdad? Partidazo. Los jugadores de los dos equipos se saludan y abrazan en el terreno de juego, agotados, sucios, pero también felices. Se intercambian las camisetas y el público los ovaciona a todos, indistintamente, mientras ellos corresponden a los aplausos, Todo el estadio está en pie.
Ha sido el partido más brillante de los últimos tiempos.
Aunque, un año más, haya terminado en empate.
Pero a uno.
¡Por fin se han visto goles en el estadio!
Ya no se hablará de nada más en el bosque durante los días siguientes, aunque la vida vuelva a la rutina, aunque todos sean, una vez más, lo que eran antes.
Dentro de mucho tiempo, los abuelos podrán contar a sus nietos que ellos estuvieron allí aquel día, el día en que el partido cumbre entre los eternos rivales acabó en empate a uno.
Ahora… queda todo un año para preparar el siguiente encuentro. Todo un año de especulaciones y apuestas, de rumores y comentarios. Que si el Bosque Alto va a lograr los servicios de un animal africano muy ágil y escurridizo… ¡un mono! Que si el Bosque Bajo anda detrás del fichaje de una figura mortífera… ¡un escorpión!
Bien, el próximo año se verá.
Ya volveremos para contarlo.
Queda un largo tiempo para soñar.
EL CUENTO DE HOY, VIERNES 20 DE MARZO
LA HISTORIA DEL PÁJARO QUE HABLA,
EL ÁRBOL QUE CANTA Y EL AGUA DE ORO,
O EL CUENTO DE LOS TRES HIJOS DEL SULTÁN
© Jordi Sierra i Fabra 2005
(versión libre de un cuento de “Las Mil y Una Noches”)
En cierta ocasión, un príncipe persa llamado Koruscha deambulaba de incógnito por las calles de su capital en compañía de su gran visir, cuando escuchó a tres hermanas hablando de su futuro.
—Me gustaría casarme con el panadero del sultán —decía la mayor—, para comer siempre esa delicia de pan que él elabora.
—Pues a mí me gustaría ser la esposa del cocinero mayor —aseguró la mediana—, para degustar siempre sus fantásticos guisos.
—Yo en cambio desearía casarme con el propio sultán —suspiró la menor—, porque no veo la razón de ser modesta en dicha empresa.
Al día siguiente el soberano las hizo llamar y, para su sorpresa, les concedió sus tres sueños: casó a la mayor con su panadero, a la mediana con su cocinero y se reservó a la más pequeña para sí mismo, prendado de todas formas de su belleza. Como las bodas de las dos hermanas fueron sencillas, y la de la esposa del sultán propia de los fastos que requería el enlace, los celos y la envidia se adueñaron de los corazones de las mayores.
Y se hicieron más intensos con el paso de los meses.
El día que nació el primer hijo de la sultana, las dos hermanas se apoderaron del pequeño y lo arrojaron a las aguas del canal que pasaba por los jardines de palacio. Luego le dijeron al sultán Koruscha que su hermana había alumbrado a un monstruo. Eso lo sumió en la tristeza, más se resignó a la evidencia por devoción a su amada. Mientras tanto, la cesta que mantenía a flote al príncipe fue recogida por el intendente real, que llevó al niño a su esposa, mujer estéril, que lo recibió como un regalo del cielo.
Al año siguiente, la sultana alumbró un segundo príncipe, y de nuevo sus hermanas se lo arrebataron y lo dejaron en una cesta sobre las aguas del canal, diciéndole al sultán que en esta oportunidad la criatura nacida era un gato. El dolor de Koruscha fue tremendo, pero siguió amando a su joven esposa y confiando en una mejor suerte futura. Aquel niño, como su hermano, fue recogido también por el intendente, que lo adoptó como suyo.
Meses más tarde, la sultana dio a luz a una preciosa princesa, que no corrió mejor suerte que la de sus hermanos. Las hermanas mayores de la esposa del sultán la colocaron en otra cesta que fue a parar también a la ribera de la casa del intendente real, mientras que al sultán le informaban de que el alumbramiento había sido el de otra monstruosa criatura.
Ya no pudo resistirlo Koruscha. No tuvo más remedio que repudiar a su mujer y disponerse a vivir sin su amor y condenado a la más espantosa de las soledades.
Todo lo contrario que su intendente, feliz con su numerosa familia, ya que los dos niños y la niña recogidos del canal pronto destacaron tanto por su belleza como por su inteligencia, siendo acreedores de las mejores atenciones por parte de sus maestros y educadores. A la sazón, sus nombres eran Baman, Perviz y Parizada.
La esposa del intendente fue la primera en morir, años después, a causa de una enfermedad que le arrebató la vida rápidamente, y a los pocos meses lo hizo él, dejando a los tres jóvenes huérfanos pero perfectamente acomodados y sin privaciones económicas.
Una tarde en que Parizada estaba sola en casa, pues sus hermanos Baman y Perviz se hallaban de caza, llamó a su puerta una peregrina en demanda de agua y descanso para sus pies. Parizada la recibió con bondad, cediéndole el mejor asiento y regalándola con la mejor comida, movida por la ternura e inocencia que la caracterizaban. La peregrina alabó sus dotes y sus dones, y también la maravillosa casa en la que se encontraba, hablando de esta forma:
—Os juro, mi señora, que hacía años que no me sentía tan bien atendida y en un lugar más confortable. Tenéis una casa preciosa que roza la perfección y a la que sólo faltarían tres cosas para alcanzarla.
—¿Y cuáles son esas tres cosas? —se asombró la muchacha.
—El pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro —le respondió la mujer.
—¿Acaso existen tales maravillas?
—Muy ciertamente —asintió la peregrina—. Aunque están en los
confines del reino, no tendríais más que seguir el camino que pasa por delante de vuestra puerta durante veinte días, al término de los cuales la primera persona con la que os encontraseis os diría el exacto lugar en el que se hallan las tres perfecciones de que os he hablado.
Por la noche, cuando sus hermanos llegaron a casa, Parizada les refirió la conversación con la peregrina. Tal fue el entusiasmo de sus descripción que, al instante, Baman se aprestó a ir en busca del pájaro, el árbol y el agua. Nada le disuadió y al amanecer se dispuso a emprender el camino. Antes de hacerlo entregó a Perviz y a Parizada un cuchillo y su empuñadura.
—Extraed cada día este cuchillo de su vaina —les dijo—. Si la hoja permanece brillante, es que sigo vivo. Si por el contrario se empaña y gotea sangre… rezad por mí, pues será que he fracasado en mi empeño.
Partió el principe Baman por el camino, y a los veinte días de haberlo iniciado se encontró a un hombre sentado sobre una piedra. Era el primero que veía en muchos días, así que dedujo que las palabras de la peregrina eran tan ciertas como que él iba a decirle donde se encontraban el pájaro hablador, el árbol cantante y el agua de oro. Nada más preguntarle, el semblante del hombre se demudó.
—Señor —dijo temblando—, conozco el camino que me solicitáis, y temo en verdad daros respuesta, pues otros muchos valerosos caballeros han intentado llegar hasta esas tres maravillas y ninguno ha regresado para contarlo. Por favor, regresad a casa y olvidaos de ello.
Insistió Baman, asegurando que no tenía miedo, y fue tal su terquedad que acabó convenciendo a su informante, el cual, resignado, le entregó una bola que extrajo de uno de sus bolsillos.
—Tomad esta bola, seguid por este sendero y arrojadla al suelo. Ella os conducirá hasta la falda de un monte. Bajad entonces del caballo y subid por él. Veréis piedras negras a ambos lados. Son los caballeros que lo intentaron antes que vos. Las piedras os insultarán, os infundirán terror, tratarán de llevar el pánico a vuestro corazón. No os asustéis ni miréis atrás, pues si lo hacéis… quedaréis también convertido en una piedra negra. Si llegáis a lo alto del monte hallaréis la jaula del pájaro que habla y él os dirá también donde están el árbol que canta y el agua de oro.
Hizo Baman lo que le decía el hombre. Subió a caballo, se internó por el sendero, arrojó la bola, que se puso a rodar de inmediato, y cuando ésta se detuvo lo hizo él. Nada más poner pie en tierra inició la ascensión del monte, y al poco llegó hasta las primeras piedras negras.
Entonces, las más cavernosas y horripilantes voces lo asaltaron.
—¿Dónde vas, insensato?
—¡Vas a morir, imprudente!
—¡Detente o saltaremos sobre ti!
Le llamaron asesino, ladrón, se burlaron de él, le hicieron temblar de tal forma que en un punto de la ascensión Baman sintió que las fuerzas lo abandonaban. Se arrodilló, quiso mirar hacia atrás para no caer… y entonces se convirtió en una piedra negra, lo mismo que su caballo.
Aquella noche, cuando Perviz y Parizada sacaron el cuchillo de su vaina y lo vieron sangrar, supieron que su hermano había sucumbido a su aventura.
Por la mañana, Perviz le dijo a su hermana:
—Voy en busca de Baman. No puedo soportar quedarme aquí sin hacer nada pensando que tal vez esté en peligro.
Nada que pudiera decir Parizada iba a cambiar su voluntad. El principe Perviz le entregó entonces un collar con cien perlas y le dijo:
—Repasa cada noche las cuentas de este collar. Si un día no puedes moverlas, como si en el hilo hubiera un nudo o estuvieran pegadas unas a otras, es que he corrido la misma suerte que Baman.
Marchó Perviz a caballo dejando sola a su hermana, y durante veinte días mantuvo la marcha hasta encontrar al mismo hombre sentado sobre una piedra que había hallado en su momento Baman. Se repitió la escena ya sabida, la súplica de Perviz, el miedo del hombre y poco más. Perviz arrojó la bola, subió al monte, resistió cuánto pudo las amenazas de las voces… y sucumbió asustado al mirar atrás una simple fracción de segundo.
Aquella noche, las perlas del collar no pudieron moverse y supo Parizada que Perviz había corrido la misma suerte que Baman.
Al amanecer fue ella la que se puso en camino, dispuesta a rescatarlos, pues sin ellos se sentía perdida en el mundo.
Veinte días después, se encontró al hombre que trató de disuadirla y acabó haciéndole las mismas recomendaciones que a Baman y Perviz. Para su sorpresa, Parizada no demostró tener miedo alguno, al contrario, acabó sonriendo ante el desconcierto de su informante.
—Loca, la pobrecilla, ¡loca! —suspiró al verla marchar.
Parizada siguió el rodar de la bola, descendió de su caballo e inició la subida al monte. Las piedras negras pronto se cebaron en su persona:
—¡Una mujer! ¿Qué te has creído, estúpida?
—¡Te cortaremos la cabeza y jugaremos con ella!
—¡Un paso más y morirás de dolor!
Entonces la muchacha se detuvo y se colocó en ambos oídos sendos tapones hechos con algodón.
Ya no escuchó nada hasta coronar la cima del monte y ver allí la jaula del pájaro hablador, momento en que se quitó los tapones.
—Señora, os juro fidelidad —dijo el pájaro rendido a su conquista.
—Dime dónde están el árbol que canta y el agua de oro.
—En este bosque —indicó el pájaro a su espalda—. Os bastará con tomar un poco de líquido del estanque con un frasco y cortar una rama de cualquier árbol que deberéis plantar en vuestro jardín.
Hizo lo que le decía el pájaro y tras sostener la jaula con una mano le hizo la última pregunta:
—No me iré de aquí sin liberar a mis hermanos.
—No tenéis más que verter un poco de agua sobre cada piedra negra y los encantados volverán a la vida, mi señora.
De nuevo hizo Parizada lo que le decía el pájaro, y uno a uno los caballeros volvieron a ser humanos a medida que ella iba vertiendo unas gotas de agua sobre cada piedra. Al recobrar la existencia Baman y Perviz, y ver el éxito de su hermana, lo celebraron con grandes muestras de alborozo, lo mismo que el resto de hombres de todas las edades vencidos antes por aquel mágico influjo.
Se puso en marcha la comitiva, descubriendo junto a la piedra en la que había estado sentado el cuerpo sin vida del hombre que a todos había guiado en la acometida final de su empeño. Luego, cada cuál se encaminó rumbo a su casa y los tres hermanos regresaron a la suya. Una vez en ella Parizada colocó la jaula en el jardín y apenas comenzó el pájaro a cantar cuando miles de ruiseñores, alondras, mirlos, pinzones y otras especies llegaron para hacerle coro. Sucedió lo mismo con la rama del árbol, que creció en pocos días y diseminó una melodiosa armonía a su alrededor, igual que si allí hubiese un coro celestial. Por último, una vez construida la fuente que emplazaron también en el jardín, Parizada vertió el frasco con el agua de oro, que la llenó al instante hasta coronar un hermoso surtidor de varios metros de altura que arrancaba brillos dorados del propio sol.
Esto habría sido todo, de no ser porque el destino tenía reservado a los tres hermanos una última sorpresa.
Un día que Baman y Perviz estaban cazando, fueron sorprendidos por el mismísimo sultán. Koruscha quedó impresionado por los dos muchachos, y también por su valor. Los invitó a acompañarlo y días después, falto de hijos a los que amar, les propuso que se fueran a vivir con él a palacio. Baman y Perviz le respondieron que lo harían, siempre y cuando Parizada los acompañara. El sultán les dijo que iría a cenar a su casa por la noche, y que entonces hablaría con la muchacha.
Cuando Baman y Perviz informaron de la visita del sultán a Parizada, esta fue a ver al pájaro hablador para preguntarle qué podía ser más grato al buen gusto y mejor paladar de Koruscha.
—Preparadle una fuente de pepinos rellenos con perlas —dijo el pájaro.
No era más extravagante el plato que el relleno, sobre todo porque los tres hermanos no eran tan ricos como para tener tantas perlas.
—Cavad en el extremo del jardín y las encontraréis.
Obedecieron al pájaro y, en efecto, hallaron un cofre lleno de perlas en aquel lugar. Pero sin apenas tiempo para celebrarlo, pues se acercaba la hora de la cena, se apresuraron en condimentar aquel extraordinario plato. Cuando llegó Koruscha de lo primero que se maravilló fue de la fuente con el agua de oro, y a continuación de la mágica melodía que susurraban las ramas del árbol. Se sintió en el paraíso. Finalmente, al sentarse a la mesa y ver los pepinos rellenos de perlas…
—¿Pero qué es esto? —se asombró el sultán.
Y entonces todos escucharon la voz del pájaro diciendo:
—¿Os asombráis de este plato, mi buen soberano, y no lo hicisteis cuando dos perversas hermanas os confundieron mintiendo sobre los alumbramientos de vuestra esposa? ¡Sabed que estos son vuestros hijos y que es hora de que se haga justicia!
Se abrazaron el padre y sus tres hijos al descubrir la verdad de sus vidas, y aquella misma noche fue devuelta a palacio la sultana, para completar la felicidad con su presencia y reunirse todos ante su nuevo futuro, mientras sus dos envidiosas hermanas eran sentenciadas por las malas artes de su perversidad.
EL CUENTO DE HOY, JUEVES 19 DE MARZO
LA ESCAPADA
© Jordi Sierra i Fabra 1989
—¡Cuidado!
El grito de Meg le obligó a reaccionar. Dio un gran salto, pero no hacia atrás, como esperaba la guillotina, sino hacia adelante. La hoja pasó a escasos centímetros de su cuerpo.
—¡Hacia el pasadizo, Meg! —ordenó Buggs.
Ella le obedeció. Buggs tenía el camino cortado por la guillotina, pero en el momento en que la hoja volvió a subir, él aprovechó el preciso instante de su rápida elevación para volver a pasar bajo su arco. La cuchilla reaccionó demasiado tarde. Cayó de nuevo con un seco chasquido, pero ya Buggs le había dado la espalda iniciando la huida.
—¡No te detengas! —dijo al ver que ella reducía su velocidad para esperarle.
—¡Buggs!
—¡No nos queda mucho, ya lo sabes! ¡Apenas cinco minutos!
El pasadizo se estrechaba. Más adelante vieron un recodo, casi un ángulo recto hacia la izquierda. Meg fue la primera en doblarlo. Desapareció de su vista y, de inmediato, Buggs escuchó el alarido.
De puro terror.
Se precipitó ciegamente por el lugar, y no se detuvo ni siquiera cuando vio a Meg en las garras del troll. Sus fauces de dientes largos como machetes estaban abiertas, a punto de dar la primera dentellada y destrozarla. Una vez más, la reacción dependía de un segundo.
Se abalanzó hacia la derecha, hundió sus manos en la tierra y arrancó una roca de grandes dimensiones. Luego la arrojó con todas sus fuerzas contra el troll. De haber creído que eso era suficiente, habría gritado por su puntería: la roca entró directamente en la boca del monstruo, y al cerrarla, sus dientes se rompieron como cristales.
Soltó a Meg.
—¡Bajo sus patas!
Meg rodó sobre sí misma hasta levantarse a espaldas del troll. El animal se enfrentó a Buggs, rabioso. Dirigió sus garras hacia su víctima y lo hizo retroceder.
—¡Resiste! —dijo Meg.
Buggs la vio arrancar otra roca, levantarla por encima de su cabeza y echársela desde una distancia muy corta. Fue un golpe de suerte. El troll, alzado sobre sus patas traseras, no pudo resistir el peso y perdió el equilibrio. Cayó pesadamente al suelo.
Buggs eludió la roca, saltó en dirección a la cabeza de la bestia y la pisó. El animal lanzó una dentellada al aire, pero por entonces Buggs ya corría sobre su cuerpo, hasta saltar al otro lado, donde Meg le esperaba.
—¡Ya!
Corrían más que el troll, por lo que lo dejaron atrás en unos segundos. El pasadizo se ensanchó y pronto pudieron ver el bosque a lo lejos. El rugido de la fiera les hizo comprender que la pesadilla aún no había terminado.
Faltaban apenas diez metros para entrar en el bosque cuando…
—¡Esperad! ¡No podéis pasar por aquí sin antes luchar conmigo!
—¿Y tú quién eres?
—¡El Espadachín Loco!
Era cierto, el aparecido vestía de forma estrafalaria, como un mosquetero, con capa, jubón, sombrero… y agitaba una espada delante de sus ojos.
—Yo no tengo espada —dijo Buggs.
—¡Aquí tenéis una! —señaló una panoplia colgada de la pared.
—¡Buggs, el troll! —gimió Meg.
No tardaría en aparecer por allí, así que se movió rápido. Cogió la espada y le bastaron unos pocos intercambios para saber que su oponente era bueno, muy bueno, mejor que él. No tenía tiempo de ser un caballero. Y además estaba Meg. Necesitaban seguir. Seguir no sólo por el Espadachín o por el troll. Se trataba del tiempo. Cuando se agotase el que tenían… todo terminaría igualmente.
Le arrojó la espada como si fuera un cuchillo. No esperaba darle, sólo distraerle. Y lo logró. El Espadachín Loco se apartó y perdió su posición, bajo la guardia. Buggs se echó sobre él sin darle tiempo a reaccionar y lo abatió de un puñetazo.
El troll apareció en escena.
Se internaron por el bosque. Claro que no era un bosque normal. Le llamaban el Bosque del Revés. Los árboles tenían la copa en el suelo y las raíces en el aire, del cual se alimentaban. Por esta razón avanzar era extremadamente lento. Su superficie parecía una selva de ramas y hojas, a veces impenetrable. Y lo peor eran las piñas explosivas.
—¡Cuidado!
Meg había rozado una con su pierna. Buggs la derribó y la cubrió con su cuerpo. La explosión fue seca y estruendosa, pero no les alcanzó. Se incorporaron sin descanso.
—¿Cuánto falta? —pregunto ella.
—Menos de cuatro minutos.
—No lo conseguiremos. todavía…
—¡Sigue! —no quiso ceder a su desaliento.
Se arrastraron, saltaron de tronco en tronco, esquivaron otras dos explosiones y, finalmente, se encontraron frente al Muro Insalvable. Era una pared que se perdía a derecha e izquierda, y también por encima de sus cabezas. Meg le dio un golpe con su puño.
—Apártate —dijo él.
Cogió una de las piñas explosivas y la lanzó contra el muro antes de que le estallara en la mano. No hizo falta una segunda. Se abrió un boquete lo bastante grande como para que pudiera pasar. A su espalda, los rugidos del troll y los gritos del Espadachín Loco se mezclaban en su persecución.
Y a ellos no les afectaban las piñas explosivas.
Apenas unos pasos al otro lado del muro, se detuvieron de nuevo.
Un centenar de miembros de la tribu de los reductores de cabezas les cortaron el paso.
—¡Volvamos a por más piñas explosivas!
—¡No hay tiempo! —la detuvo Buggs.
—¡Pero no podemos enfrentarnos a tantos! —protestó ella—. Nos reducirán de tamaño y entonces estaremos perdidos, nunca llegaremos a Paraíso!
Esa era la clave: la tribu no mataba a sus víctimas, sólo las reducía de tamaño. Pero para ellos sería tanto como si les hundieran sus lanzas. A su espalda, el Muro Insalvable impedía la huida.
Y en ese momento la zarpa del troll surgió por el boquete.
—¡Ven! —Buggs tiró de su compañera, guiándola hacia la derecha en paralelo al muro.
Consiguieron dejar atrás a la tribu, al troll y al Espadachín Loco, pero pocos segundos después…
—¡Buggs!, ¿qué es eso?
Parecían pájaros grandes, pero hacían un ruido muy peculiar, como el que produce una espada o una hoja de metal al ser agitada a mucha velocidad en el aire.
Demasiado tarde comprendieron que no eran pájaros.
—¡Son mariposas de acero! —alerto él.
—¡Un golpe de sus alas nos dejará inconsciente!
—¡Agáchate!
Estaban bajo ellas. Eran tan grandes como un águila. Sus alas de metal blandían el aire emitiendo constantes zumbidos. Por lo menos no eran más peligrosas: ni les atacaron ni les hicieron retroceder. Meg tuvo entonces una idea.
—¡Colócate debajo de una y agárrate a sus patas!
Buggs saltó hacia arriba y se sujetó a las patas de una de las mariposas de acero. Meg le imitó. La idea funcionó porque las dos mariposas alzaron el vuelo, asustadas, buscando la libertad.
—¡Vamos, vamos! —gritó Meg—. ¡Llevadnos lejos!
Desde la breve pero respetable altura vieron a sus perseguidores burlados aunque no vencidos. También vieron a lo lejos su destino.
Paraíso.
—¡Tres minutos!
—¡Seguiremos con estos bichos mientras vayan en línea recta!
A ambos lados los peligros se sucedían, y por detrás sus perseguidores insistían en seguirles. Por desgracia, las mariposas perdieron fuerzas y altura no mucho después.
—¡Están agotadas! —lamentó Meg.
—¡Mira, vamos hacia el río de las serpientes!
Era un río sin agua, formado sólo por serpientes de todos los tipos y tamaños, casi todas venenosas. Si caían en él no saldrían jamás.
—¡Sujétate!
Las mariposas planeaban por encima del río, tratando de que sus dos pesadas cargas cayeran en él. Buggs tensó los músculos, hizo una ágil pirueta y y se encaramó sobre su mariposa. Meg le imitó. Ahora ellas no podían condenarles al río sin condenarse a sí mismas.
Los dos animales sacaron fuerzas de flaqueza, ganaron un poco más de altura y alcanzaron la otra orilla, donde se dejaron caer exhaustas. Buggs y Meg bajaron al saberse a salvo, sin dejar de correr rumbo a su objetivo: la salvación.
No llegaron muy lejos tampoco esta vez.
—¡Oh, no! —lamentó Meg—. ¡Las antimúsicas!
Se movían a tal velocidad que era imposible verlas. Lo único que se apreciaba era una estela negra, zigzagueante, difusa e inconcreta. Eran pirañas del aire, aturdían a sus enemigos y los devoraban.
—¡Nos han visto!
Meg buscó algo a su alrededor.
Algo capaz de…
Se agachó y cortó un tallo, fuerte y duro. Le quitó las hojas y lo pulió por ambos extremos. Luego aspiró su contenido y lo escupió al suelo. Cuando el tallo estuvo hueco por dentro se lo llevó a los labios.
Las antimúsicas se disponían a rodearlos.
—¡Espero que funcione!
Sopló por un extremo y produjo un silbido que pronto armonizó convirtiéndolo en música.
Las antimúsicas se detuvieron aterradas.
Mientras Meg tocaba, Buggs hizo otra flauta. Le añadió unos agujeros y la música sonó todavía mejor. La suave melodía fue definitiva.
Las antimúsicas se alejaron, zumbando a la desbandada.
No dejaron de tocar mientras corrían, hasta estar seguros de que ellas no les perseguían. Entonces tiraron las flautas e incrementaron la velocidad, sabiendo que podían perderlo todo por un segundo.
—¡Allí, a la Autopista Infernal!
—¡No, es peligroso!
—¡No hay otra solución si queremos llegar a tiempo! ¡Apenas nos quedan dos minutos!
La Autopista Infernal era una vía de sentido único tanto para ellos, si querían llegar a Paraíso por la vía directa, como para los coches que, a toda velocidad, circulaban en sentido contrario. A ambos lados aparcaban los coches disponibles para quienes quisieran arriesgarse a introducirse en ella y evitar la colisión circulando de cara.
—¡Podemos alcanzar la la costa en menos de medio minuto y atravesar el Océano Transparente hasta Paraíso!
La otra alternativa era seguir a pie por el Desierto de las Rocas, donde la sed azotaba nada más pisar sus ardientes arenas. Precisamente las rocas eran las estatuas de todos los que no lo habían conseguido.
—¡Confía en mí! —dijo Buggs.
Subieron a un coche de color rojo con el número 7 grabado en el morro. Buggs lo puso en marcha y lo introdujo en la carretera. Los primeros coches que volaban en sentido contrario pasaron a gran velocidad. Entonces apretó los dientes, los puños sobre el volante y pisó el acelerador a fondo.
Bastaba no ya un choque, sino un roce, para que su vehículo saliera despedido por los aires.
Y si la llamaban la Autopista Infernal era por algo.
Meg contuvo la respiración. Buggs eludía coches, motos, camiones, en un alarde de seguridad.
—¡Allí!
Eran dos y avanzaban pegados el uno al otro, sin dejar un resquicio por el que pasar. No había salvación. Sin embargo Buggs no se arredó, giró el volante y tiró del freno de mano, cambió el sentido de su marcha 180º y obligó a que los dos vehículos se apartaran para tratar de adelantarle. Justo al hacerlo pisó el freno, volvió a cambiar el sentido de la marcha y cuando los dos coches pasaron por su lado él recuperó toda su velocidad volviendo a sortear los que le venían de cara.
—¡Allí está el Océano Transparente!
Dejaron la autopista por la salida que daba a su destino y corrieron hacia la orilla. Paraíso se alzaba en mitad del mar, como una isla majestuosa y plácida. Sólo necesitaban una barca a motor. La única del embarcadero la custodiaba una araña gigante, pero a estas alturas Buggs ya no estaba para perder más tiempo. Agarró un palo, se introdujo entre sus patas tras engañarla y una vez debajo de ella se lo hundió. Meg ya ponía en marcha el motor cuando él saltó a la barca.
Lo malo del Océano Transparente era eso: su transparencia.
En su fondo se veían los restos de todas las barcas que lo habían intentado antes… y fracasaron.
—¡No mires! —previno Buggs.
—¿Que no mire? ¡Pues si no miro cómo nos libraremos de ella!
La hidra de siete cabezas subía ya a su encuentro.
—¡Renace a medida que se le cortan las cabezas! ¡La única solución es
cortárselas todas de golpe!
—¿Cómo lo haremos? —se alarmó ella—. ¡No tenemos nada!
—¡Cambia el rumbo cada vez que te lo diga!
En el instante en que la hidra salía del agua, Meg dio más presión al motor, atacándola. El monstruo no lo esperaba, así que, sorprendido, vio como la barca pasaba por debajo de su cuerpo. Dos de sus cabezas siguieron su rumbo.
—¡Izquierda, noventa grados! —dijo Buggs.
Meg le obedeció. Otras dos cabezas de la hidra siguieron a la barca y se mezclaron con los largos cuellos de las dos primeras.
—¡Media vuelta, ciento ochenta grados!
De nuevo Meg hizo lo que él le decía. Las primeras y las segundas cabezas comenzaron a entrelazarse con las otras tres.
—¡Sigue!
La barca enderezó el rumbo, pero ya la hidra no pudo hacer nada para seguirla o tratar de detenerla. El nudo con sus siete cabezas era un hecho. Sus catorce ojos se abrieron llenos de estupor. De sus siete bocas surgieron rugidos ensordecedores e impotentes. Dando coletazos de rabia se hundió en las aguas hasta llegar al fondo.
—¡Libres! —cantó Meg.
—¡A Paraíso! —gritó Buggs.
Apenas si quedaban quince segundos.
Ya no podían fallar. La isla estaba allí mismo.
La barca se quedó sin gasolina a unos metros de la orilla. Se lanzaron al agua y alcanzaron tierra firme a nado.
El último obstáculo.
—¡La puerta!
Tras ella la libertad, la paz, el éxito.
Meg cogió las siete llaves que colgaban del picaporte. En otras circunstancias con probarlas todas habría sido suficiente, tanto hubiera dado que la abrieran con la primera o con la última.
Ahora no era así.
—¡Tres segundos! —se asustó Buggs.
Un sólo intento. No disponían de tiempo para más. Uno sólo.
Meg escogió una llave al azar, guiada por su instinto.
—¡Dos segundos!
La introdujo en la cerradura, contuvo la respiración y la hizo girar.
—¡Un segundo!
La cerradura saltó, libre.
Y la puerta de Paraíso se abrió.
—¡Sí! —dio un salto Meg.
Lo habían logrado. A través de la puerta vieron la exuberancia de Paraíso, su paz infinita y su belleza.
Los dos se abrazaron, felices.
—¡Lo hemos logrado, lo hemos logrado, oh, Buggs!
—Todo ha terminado, cariño. Sabía que lo lograríamos.
Cruzaron la puerta, pero no tuvieron tiempo ni de cerrarla. En aquel momento todo desapareció a su alrededor. Paraíso se evaporó en el aire. En su lugar ellos flotaron en una especie de vacío lleno de luces de colores. Fue una sensación increíble, como si estuvieran saltando y viajando por el espacio.
Se dieron la mano para no separarse.
Sabían muy bien lo que significaba aquello.
Los hermosos ojos de Meg buscaron los de Buggs con cansancio y abatimiento.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Va a volver a jugar!
—Pero… ¿es que no se cansa nunca? ¿Cuántas veces van hoy?
—¡Catorce!
—¿No tiene nada más que hacer?
—¿Quién nos metería en este videojuego? —protestó Meg.
—¡El problema es el niño! ¡Es insaciable!
Los colores seguían envolviéndoles, pero ellos ya estaban preparados.
—¡Por lo menos ahora ya es bueno y ha aprendido! —suspiró Meg—. ¿Recuerdas al comienzo, cuando moríamos cada vez en todas las aventuras a las primeras de cambio?
—O casi al final, que daba una rabia…
—Prepárate.
—¡Allá vamos!
A su alrededor se formó de nuevo la imagen. Se encontraron en el comienzo, frente al primer pasadizo, nivel nueve de dificultad, y como el juego contenía miles de rutas, no siempre pasaban por caminos o historias conocidas. En cuanto el niño que jugaba con ellos pulsara el botón de inicio de la partida…
De entrada dispondrían de una fracción de segundo para evitar morir en el acto.
—¡Ya!
Y nada más asomar el primer peligro frente a ambos, Meg gritó:
—¡Cuidado!
EL CUENTO DE HOY, MIÉRCOLES 18 DE MARZO
VISITANTES GALÁCTICOS
© Jordi Sierra i Fabra 2000
1
Cuando Andrés entró en la salita de su casa, papá y mamá estaban leyendo. Ella, un libro; él, el periódico.
Se los quedó mirando un momento, en silencio.
Hasta que uno y otra dejaron de leer y le miraron.
—¿Que pasa, Andrés? —preguntó mamá.
—¿Has roto algo? —preguntó papá, mucho más directo.
—No he roto nada —se sintió ofendido el niño.
Se produjo un breve silencio.
—Pero quieres decirnos una cosa, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y que es?
—¿Os recuerda algo el nombre de Trigulia?
Papá y mamá se miraron entre sí. Luego hicieron memoria.
—No —dijo él.
—No —dijo ella.
—¿Nada, nada?
Los dos movieron la cabeza horizontalmente.
—Vaya, creía que como leíais tanto lo sabíais todo —se quedó perplejo Andrés.
—Pues ya ves que no es así —lamentó papá.
—¿Que es eso de Triligu… Triguilu…? —frunció el ceño mamá.
—Trigulia —aclaró él.
—Como se llame —fue al grano el cabeza de familia—. ¿Es un futbolista nigeriano?
—Es un planeta que está muy lejos —le aclaró Andrés—. Desde luego, papá…
—Hijo, con ese nombre…
—Está a unos cuantos años luz, en Alpha Centaury.
—¿Lo has aprendido en el colegio, cielo? —sonrió mamá.
—¿Años luz? ¿Alpha Centaury? —papá puso una cara la mar de rara—. Caramba, hijo. Me dejas boquiabierto.
Andrés suspiró, como si las muestras de desatino paternas le abrumaran.
—Me lo han dicho ellos —aclaró el niño.
—¿Ellos? —dijo papá.
—¿Quién? —dijo mamá.
—Los trigulios.
—¿Los… trigulios? —repitieron los dos, como loros.
—Ya veo que no tenéis ni idea —Andrés se dispuso a dar media vuelta para irse de la salita.
—Espera, espera —lo detuvo papá mientras hacía una señal con los ojos a mamá—. Es que nos has pillado… de improviso.
—Sí, hijo —mamá siguió el guiño de papá—. Es que todo eso de los tri… trili… bueno, como se llamen.
—Yo les he dicho que pueden quedarse —afirmó Andrés.
—Ah —papá se puso tieso—. ¿Están… aquí?
—Sí, en el desván.
—¿Los trigulios esos que vienen del espacio?
—Sí —repitió Andrés.
Papá empezó a sonreír.
—¿Y cómo te comunicas con ellos? —preguntó.
—Tienen una cosa llamada “traductor universal”. Es una pasada. Pillan cualquier lengua del universo y aprenden en seguida.
—Vaya, vaya. Interesante —dijo papá.
—Así cualquiera aprende inglés rápido —dijo mamá.
—Bueno, me voy con ellos. Tienen hambre —dijo Andrés.
No se lo impidieron. Así que dio media vuelta y salió de la salita a buen paso.
Papá y mamá se quedaron de nuevo solos.
—Nos sale escritor, seguro. ¡Que imaginación! —se ufanó ella.
—O guionista de la tele —asintió él—. ¡O de cine!
—Hoy en día con siete años lo que saben.
—Desde luego.
Intercambiaron una última sonrisa de felicidad. Luego mamá volvió a su novela y papá a su periódico, despreocupándose del tema de los tri… triligu… triguli… Bueno, eso.
2
Mamá entró en la habitación con la bata en el cuerpo y los rulos en la cabeza. Papá se estaba desnudando con aspecto despistado.
—Sigue hablando de los extraterrestres esos —le informó—. Dice que les gusta el jamón.
—¿Les gusta el jamón? ¡Míralos ellos, como tontos! —manifestó él.
—Es que en su planeta no hay jamón.
—¡Pues vaya asco de planeta debe de ser! —sonrió.
—Mira que cuando le da fuerte algo…
—Estará dos o tres días con esa historia.
—Pero hay que ver, ¿eh?
—Sí, sí, desde luego. Y no será porque vea demasiada tele.
—No, pero lee mucho, y eso se nota.
—¿Oye, ¿has visto mis zapatillas de felpa? —preguntó papá.
—Están donde siempre, ¿no?
—No, si estuvieran donde siempre no te lo preguntaría.
—Pues no sé…
—Que extraño.
—¿Y para que quieres tus zapatillas de felpa si vas a meterte en la cama?
—Es que como has hablado de jamón, me han entrado ganas de…
—¡Pero si vas meterte en cama! —protestó mamá.
—Bueno, mujer, sólo una pizca. ¿Que pasa?
—¡Eres peor que Andrés! —ella se quitó la bata y se metió en la cama.
Papá no. Papá salió de la habitación, descalzo a pesar del frío que hacía y lo helado que estaba el suelo, y tras bajar a la planta baja se fue a la cocina. Abrió la nevera y tomó la cajita de plástico en la que siempre estaba el jamón.
Vacía.
Habría jurado que…
Regresó a la habitación con cara de extrañeza.
—No hay jamón —dijo.
—¿Cómo que no hay jamón? —puso cara de no creérselo mamá—. Si había un montón.
—Pues ya no está.
Se quedaron mirando el uno al otro unos segundos.
—Andrés no… —vaciló ella.
—Aquí no vive nadie más. Si no has sido tú…
Mamá salió de la cama. Ella sí tenía las zapatillas, porque las llevaba puestas todo el día, desde que llegaba a casa. Volvió a ponerse la bata y, ésta vez, papá hizo lo mismo. Los dos se dirigieron a la habitación de Andrés, que estaba al final del pasillo. Tras la ventana vieron que empezaba a nevar.
—Espero que los caminos no se pongan impracticables como el año pasado —suspiró papá.
—Habrá que quitar nieve —se resignó mamá.
Se detuvieron en la puerta de la habitación de Andrés. Solía quedarse
dormido de inmediato, así que mamá la abrió para echar un vistazo dentro.
Se quedó tan boquiabierta como papá.
La habitación estaba vacía.
—¡Pero si acabo de dejarle! —abrió unos ojos como platos.
—Habrá ido al lavabo —comentó él.
Les bastaron tres pasos. La puerta del lavabo de Andrés estaba al lado de la habitación.
Andrés tampoco estaba allí.
—¿A dónde habrá ido? —se preocupó mamá.
—¡Es capaz de estar fuera, nevando, construyendo el primer muñeco
de nieve! —se alarmó papá.
Los dos bajaron a toda prisa las escaleras y llegaron a la entrada de la casa. El frío exterior cortaba el aliento. Pero no había el menor rastro de Andrés. Ni siquiera sus huellas en la primera capa de nieve.
A lo lejos, el pueblo, quedaba casi borrado por la caída de los copos blancos.
Volvieron dentro.
Nada en la salita. Nada en la cocina. Nada en la leñera.
—¡Ay, ay, ay! —se puso aún más nerviosa mamá.
—Tiene que estar en alguna parte —aseguró decidido papá.
De pronto los dos se detuvieron, se miraron a los ojos y alzaron las cejas.
—Dijo algo de…
—…el desván.
Subieron la escalera y llegaron al primer piso. Rodearon el pasadizo y alcanzaron la habitación de los trastos viejos, que conducía directamente al desván de la casa. La escalera estaba puesta, y la trampilla superior abierta.
Primero subió ella. Después él.
El resplandor les alcanzó aún antes de sacar la cabeza por la abertura. Iban a empezar con la bronca, los gritos, las preguntas…
Pero nada de eso llegó a producirse.
Papá y mamá se quedaron absolutamente blancos. Como la nieve.
Andrés estaba en el desván, desde luego, embutido en su bata y con zapatillas. Pero lo asombroso era que allí había algo más.
Una pequeña y luminosa nave, como de un metro de diámetro, en forma de plato; dos extrañísimos seres que no medían más de quince centímetros de alto, cómodamente instalados y dormidos en las zapatillas perdidas de papá; y por supuesto el jamón, o mejor dicho, lo que quedaba de él.
3
Papá y mamá estaban alucinados.
—¿Que es… eso de arriba? —se estremeció él.
—Los trigulios —dijo Andrés con toda naturalidad.
—¿Esas cosas son… los trigulios? —insistió.
—Sí.
—¡¿Por qué no nos dijiste que habían invasores de otro mundo en la casa?!
—Pero si ya os lo dije —Andrés miró su madre—. ¿Verdad, mamá?
—No… exactamente, hijo —consiguió articular palabra ella.
Estaba alucinada.
—Además, no son invasores de otro mundo —el niño miró a su padre como si el padre fuese él y su hijo el hombre que tenía delante—. Desde luego, papá, ves demasiadas películas.
—¿Que YO veo películas? —papá puso mucho énfasis en el YO—. ¡Esos bichos son… son… son…!
—Son mis amigos —dijo Andrés al ver que papá no encontraba las palabras adecuadas para expresarse.
—¿Cómo sabes que son amigos? —preguntó asustada mamá.
—Porque lo sé.
—Ya, pero, ¿cómo lo sabes?
—Pues porque me lo han dicho.
—¿Con eso del traductor universal, claro?
—Sí.
—¿Y si luego empiezan con sus rayos desintegradores y quieren conquistar el mundo y aniquilar a la raza humana y…? —la lista de fatalidades de mamá se quedó desbordada.
—Mamá, no seas pesada.
—¿Pesada yo?
—No llames pesada a mamá, Andrés.
—Vale —puso cara de resignación—. ¡Pero que conste que Treliz y Triloy son inofensivos!
—¿Quienes son Treliz y Triloy? —gritó papá.
—Los trigulios, ¿quienes quieres que sean? Hablamos de ellos, ¿no?
—¡Oh, Dios! —miró a su esposa—. ¡Se llaman Treliz y Triloy!
—¿Tienen… nombres y todo? —tembló mamá.
—Su cultura es milenaria, son muy inteligentes, pueden viajar a velocidades asombrosas, son pacifistas y se les ha roto la nave —lo soltó de corrido Andrés.
Mamá se quedó con una cosa:
—¿Pacifistas, seguro?
Papá con otra:
—¿Que se les ha roto… la nave?
—Sí, y van a quedarse aquí —Andrés expandió ahora una enorme sonrisa en su cara—. ¡Será genial!
Mamá tuvo que apoyarse en una silla. Iba a darle un ataque, o un desmayo, o las dos cosas a la vez. Aún no lo tenía claro.
Papá se puso más tieso que un palo.
—¡Ah, no! —dijo.
—¡Papá!
—¡Aquí no se quedan esas… cosas!
—¡Si les echas fuera se morirán! ¡Su planeta es cálido!
—¿Cómo vamos a tener extraterrestres en casa? ¿Te has vuelto loco? —volvió a la carga mamá.
—¡Pero si apenas abultan, son la mar de simpáticos, y comen poco!
—Comer, comen jamón —dejó bien claro papá.
—¿Quieres que vengan esos que salen en las películas, científicos con trajes antiradiaciones, aparatos, tubos, y lo pongan todo patas arriba? —se estremeció mamá con sólo imaginarlo.
—¡Eso es en las películas! ¡Los trigulios son de verdad, inofensivos, muy buenas personas… o lo que sean allí! ¡Nadie sabrá que están aquí!
—¡Además, son feos, feísimos! —volvió a gritar ella.
En ese momento se escuchó una voz.
—Ustedes también nos parecen feos, feísimos, a nosotros, mamá. Pero seguro que son entes maravillosos.
Volvieron las tres cabezas. Ellos estaban allí, flotando ingrávidos ante sus caras, probablemente despertados por el clamor de la discusión.
—¡Oooh…! —gimió mamá sin tener claro todavía si desmayarse o esperar.
4
Treliz era el ente femenino. Triloy el masculino. Lo único que les diferenciaba además del tamaño —un poco mayor ella que él—, era una especie de protuberancia, a modo de antena, que llevaba Triloy en la cabeza. Vestían diminutos equipos de exploradores espaciales. Sus caras eran planas, sin nariz, tenían los ojos muy grandes y la boca muy pequeña. El cinturón que anudaba sus cuerpos era la clave para lo de su ingravidez.
Ya se habían acostumbrado a ellos, pero aún así…
Mamá los miraba con desconfianza. Papá con recelo.
Andrés seguía siendo el más feliz.
—¿A que son geniales? —insistió.
—Bueno… —no supo que decir papá.
—Esa cosa de arriba, la… nave, no irá a explotar, ¿verdad? —quiso saber mamá.
—Sentimos las molestias —la voz de Treliz era suave, delicada, y tenía un leve tono de miedo.
—Sí, no queremos causar problemas —dijo Triloy—. Nuestra presencia aquí ha sido del todo fortuita.
—¿Nos estabais espiando o algo así? —preguntó papá.
—¿Espiando? —murmuró Treliz.
—No —explicó Triloy—. Nuestra nave ha sufrido una avería y no hemos tenido más remedio que descender sobre este planeta. ¿Para qué íbamos a espiaros si ya lo sabemos todo de vosotros?
—¿Que lo sabéis… todo? —se puso en guardia papá.
—En Trigulia estamos al tanto de lo que sucede en el Universo —dijo Triloy.
—Se cuidan de la paz galáctica y todas esas cosas —informó Andrés.
—¿Paz… galáctica? —seguía sin salir de su asombro papá.
—Sí, algunas razas son peligrosas —asintió ahora Treliz—. Están los jaibos de Argalin, los kauakos de Kurataya, los zibeyis de Zeraytan…
—¡Huy, caramba, pues sí que está lleno el Universo, hay que ver! —bromeó sin la menor gana mamá, con una sonrisa de cartón en sus labios.
—Me va a estallar la cabeza —se dejó caer hacia atrás papá.
—Oh, no se preocupe.
Triloy se elevó por encima de la mesa, ingrávido, y se acercó a él. Papá puso la misma cara que si se le acercara una avispa. El extraterrestre no hizo más que dar un par de vueltas a su alrededor.
—¿Que tal?
—Pues… genial —reconoció papá.
Se sentía de fábula.
—A mi me duelen las cervicales —se apresuró a decir mamá.
Triloy voló hacia ella y repitió la operación, ahora alrededor del cuello y por la espalda de la madre de Andrés.
—¡Caramba, sí, mira! —reconoció ella—. ¡Que alivio!
—¿A que son chulis? —se animó el niño—. Tienen la mar de trucos.
Mamá pensaba ya en la abuela, que estaba muy achacosa. Y papá en su hermano mayor, que no acababa de recuperarse de una operación. ¡A lo mejor podían abrir una consulta medico-galáctica!
Pero no, la presencia de los trigulios debía mantenerse en secreto, o aquello se convertiría en un circo, y se los llevarían lejos, y les harían pruebas y…
Papá y mamá se miraron una vez más. Como llevaban muchos años casados, no necesitaban hablar para entenderse.
—Tendrán que quedarse en el desván —reconoció ella.
—Sí, no vamos a echarles —dijo él.
—No creo que molesten demasiado.
—No, no parece.
—Oh, estén tranquilos —dijo Triloy—. Ya hemos cambiado la piel hace
poco y no nos toca hasta dentro de mucho.
—Sí, y el jamón está muy bueno —reconoció Treliz—. Podría vivir sólo comiendo eso.
—¡Son la pera! —se animó aún más Andrés.
Todo estaba dicho.
O casi.
5
Tener a los trigulios en casa no fue ningún problema, ni aún comiendo todo el jamón que comían, que no era poco. Y pata negra.
Aquellas dos semanas fueron las mejores de toda la vida de la familia.
Como la casa estaba apartada del pueblo, nadie les veía ni les molestaba. Y todos guardaron el secreto, sabiendo que un desliz terminaría con Treliz y Triloy en un laboratorio.
Cada noche, un par de vueltas de cualquiera de ellos en torno a papá y a mamá, y se quedaban como nuevos. Cada mañana, bastaba con dirigir un haz de energía sobre la nieve de la entrada para fundirla. Además, eran ingeniosos: construyeron el mejor muñeco de nieve de toda la comarca. Fue la admiración de todos los niños y las niñas del pueblo.
—¿Lo has hecho tú sólo? —le preguntaron a Andrés.
—Me han ayudado unos extraterrestres —decía el niño.
Y como todos sabían que tenía una imaginación portentosa, se reía.
Casi siempre, la verdad es lo que menos cree la gente.
Papá examinó la nave, pero no entendió su funcionamiento a pesar de ser muy mañoso con el bricolage. Mamá en cambio lo que estaba era encantada con las historias que le contaban sus invitados. Ya no tenía miedo, se reía a mandíbula batiente.
Les habían preparado el desván como Dios manda, con unas camitas muy confortables, un servicio y hasta una buena estufa para que estuvieran calentitos.
Todo era perfecto.
Salvo la tristeza de los trigulios.
—Pobrecillos —suspiraba mamá.
—¿Te imaginas a nosotros perdidos en su mundo? —suspiraba papá.
Ni siquiera sabían si eran marido y mujer. El día menos pensado les llenaban la casa de pequeños trigulios.
—Somos hermanos —le dijo Treliz.
Cuando hablaban de Trigulia contaban cosas que no entendían. Papá, mamá y Andrés se extasiaban oyéndoles. Dos soles, cinco lunas, mundos aéreos, mundos subterráneos, mundos submarinos, máquinas perfectas, una felicidad casi completa…
Y a pesar de ello, Treliz y Triloy les dijeron una noche que les gustaba mucho la Tierra.
Que era un planeta muy hermoso.
Tal vez uno de los más hermosos del Universo.
—No quiero que se vayan nunca —decía Andrés.
—Tarde o temprano lo harán —razonaba papá—. Encontrarán la forma de arreglar su nave. No pueden quedarse aquí para siempre.
Andrés estaba seguro de que sí podían.
—La chica de la charcutería me preguntó ayer qué nos ha dado con el jamón —Mamá llegaba con dos hermosas patas, hueso incluido—. Dice que nos hemos vuelto adictos.
Cada noche se reunían en la salita y jugaban y hablaban y reían.
Una mañana Andrés los llevó a pasear por el pueblo. Los metió en su cartera del colegio y ellos, asomados a las dos ranuras superiores, pudieron verlo todo de cerca. Coches, perros, gatos, casas, personas, voces… Fue una gozada.
Todo parecía ya normal.
Papá, mamá, Andrés, Treliz y Triloy.
Hasta que una noche…
Acababan de acostarse todos, los trigulios en el desván, Andrés en su cama y papá y mamá en la suya. No llevaban ni cinco minutos las luces apagadas cuando…
¡Brrrrmmm…!
Toda la casa se puso a temblar, cayeron objetos de las estanterías y las camas se movieron de lugar. Parecía un terremoto, pero por la ventana pudieron ver como una serie de luces bajaban del cielo, muy despacio, hasta posarse justo en el jardín, delante de la puerta de entrada. Papá y mamá fueron a la habitación de Andrés. El niño ya estaba en la puerta. No tuvieron que ir a por Treliz y Triloy porque ellos también volaban en ese instante hacia abajo.
Salieron todos al exterior.
Y se quedaron boquiabiertos.
Al menos los tres humanos.
Porque allí, ante ellos, además de una nave galáctica que debía medir diez metros de diámetro por tres de alto, había dos trigulios más, como de cuarenta centímetros de altura, pero con un aspecto nada simpático.
Más bien feroz.
6
Uno de los trigulios, el varón, porque llevaba una protuberancia en la cabeza como Triloy, vestía un equipo galáctico lleno de hebillas y chapas de colores. La hembra por contra era muy femenina. Bueno, dentro de lo fea que les resultaba a ellos. Llevaba lacitos por todas partes.
Andrés y sus padres aún no sabían el idioma trigulio, que era muy complicado, con gruñidos y cosas así, pero no hacía falta ser muy listo para entender lo que a partir de ese instante dijeron los dos recién llegados y sus dos invitados.
—¿Se puede saber que estáis haciendo aquí? —gritó el trigulio varón—. ¡Llevamos un montón de tiempo buscándoos!
—¡Y molestando a estos pobres humanos! —mencionó toda preocupada la trigulia hembra.
—Papá… —dijo Triloy.
—Mamá… —dijo Treliz.
—¡Ni papá ni mamá que valga! ¡Por suerte hemos detectado el radio faro de vuestra nave de juguete, que si no…! —volvió a gritar papá trigulio.
—Se nos estropeó y… —quiso explicarlo Treliz.
—¿Cómo he de deciros que no vayáis más lejos de un millón de años luz de casa, eh?
Estaban furiosos.
—Ya hablaremos luego —amenazó papá trigulio.
—Venga, despedíos de estos entes tan raros que nos vamos —se impacientó mamá trigulia.
Treliz y Triloy se volvieron hacia Andrés y sus padres.
—Son… —comenzó a decir Triloy con la cabeza gacha.
—No hace falta que sigas —le detuvo Andrés—. Son tus padres.
Los trigulios adaptaron su traductor universal al idioma humano.
—Espero que no les hayan causado problemas —se excusó muy amable mamá trigulia.
—Oh, no, no se han portado muy bien —dijo rápida mamá.
—Si han roto algo… Porque en casa lo rompen todo —continuó papá trigulio.
—No, no, aquí no han roto nada, al contrario, han sido de gran ayuda —afirmó papá.
—Si es que no se les puede dejar solos —dijo mamá trigulia.
—Desde luego, ¡que me va a decir a mi! —suspiró mamá—. Este es nuestro hijo Andrés. Tiene siete años y también organiza cada lío…
—Yo no organizo ningún lío —protestó Andrés con amargura.
Miró a Treliz y Triloy en busca de soporte. En sus ojos encontró toda la camaradería que cabe esperar de unos buenos colegas. Aunque sean de otro mundo.
Que fueran niños como él, de pronto, le parecía fascinante.
Los cuatro adultos hablaban. Los trigulios estaban más calmados. Papá y mamá más encantados de la visita.
—Este planeta parece muy tranquilo, ¿verdad? —dijo mamá trigulia.
—Oh, sí, lo es —afirmó mamá.
—Deberíamos incluirlo en nuestras rutas vacacionales —continuó mamá trigulia.
—¡Uy, cuando quieran! Nosotros es que aún no salimos al espacio, ¿saben? Todavía no hemos estado más que en nuestra luna —la informó mamá.
—Andamos un poco retrasados —aclaró papá.
—Nos encantaría que nos visitaran. Si nuestros hijos se han hecho amigos… —manifestó papá trigulio.
—Sería un placer —agradeció papá.
—Entonces estaremos en contacto —dijo solícito papá trigulio.
—Ahora hemos de irnos —suspiró mamá trigulia. Y dirigiéndose a sus hijos agregó—: La abuela estaba muy nerviosa. ¡Si es que sois…!
Era la hora de las despedidas.
—¿Como dicen adiós ustedes? —preguntó papá trigulio.
—Nos damos la mano. Así, ¿ve?
Le estrechó la mano.
—Nosotras nos damos dos besos —mamá se acercó a mamá trigulia, pasando de lo mal que olía y la besó en las mejillas.
—Nosotros gruñimos. Así —y papá trigulio soltó un feroz rugido que les
puso los pelos de punta.
Eso era todo.
Los cuatro trigulios se dirigieron a su nave. Les saludaron desde la escotilla, la cerraron y…
—¡Eh, os dejáis vuestra nave! —gritó Andrés.
Comprendió que si estaba rota, no les servía de nada. En cambio él, tal vez con con el tiempo, hasta podría repararla y…
La nave trigulia se elevó.
—Bueno, ya me había acostumbrado a ellos —soltó una lagrimita mamá.
—Esos críos… son iguales en todas partes —dijo papá.
Cogieron a Andrés de la mano. Uno por cada lado.
Y entraron de nuevo en la casa.
—Podían haberse llevado el jamón —dijo mamá recordando que tenía la nevera llena.
EL CUENTO DE HOY, MARTES 17 DE MARZO
LOS TRES DESEOS
© Jordi Sierra i Fabra 2004
Erase una vez un gusano que vivía su existencia como tal, es decir, como un gusano, y lejos de aceptarla como un don, pues la vida es siempre un regalo de la naturaleza, se sentía el más desgraciado de los animales que poblaban la faz de la tierra.
—¿Por qué he de ser un gusano? —se repetía incansable.
Triste y deprimido, se arrastraba por el desierto buscando alimento, sombra, agua. Los días le parecían monótonos e iguales. Arena y más arena poblaba su horizonte. Además, tenía que ser listo y no confiarse, pues cualquier pájaro podía devorarle en un abrir y cerrar de ojos.
Y al pobre gusano ya sólo le hubiera faltado eso.
—Ah, si fuera un león de poderosas garras, que influyera miedo con sólo mostrar mi presencia y agitar la melena. O un águila de vuelo majestuoso con el infinito como techo. Incluso un camello, viajero y fuerte, capaz de recorrer este desierto sin cansarme.
Pero era lo que era, un gusano. Así que en ocasiones lo que más deseaba se resumía en un simple paso de la evolución.
Ser una mariposa.
—¿Por qué no puedo hacer un capullo, convertirme en crisálida, renacer como la más hermosa de las mariposas, con unas bellas alas de colores que serían la envidia de todos?
El gusano sabía que todo aquello no eran más que sueños.
Imposibles.
Aburrido y resignado, vivía y sobrevivía, se arrastraba por la arena, se alimentaba, dormía, esperaba.
Un día, sorprendido probablemente por un espejismo dado el ingente calor que golpeaba la tierra, se apartó más de lo necesario de su oasis predilecto y en torno al cual solía moverse. Al poco se encontró en un lugar abrupto, difícil incluso para él, lleno de aristadas rocas capaz de cortarle en dos pedazos. Había tantos agujeros que metió la cabeza por uno, por otro…
Hasta que se encontró en una pequeña cueva arenosa, al resguardo del sol, en la que, al menos, estaba fresquito.
Y allí la vio.
Un ánfora.
Una extraña y hermosa ánfora del color del fuego.
A ras de suelo sólo sobresalía la parte superior de la misma, el agujero de apenas dos centímetros de diámetro y sin tapar. Luego un trozo de asa y el resto desaparecía en la arena. Dada la aburrida existencia del gusano, aquello rompía un poco la monotonía de sus días y sus noches, así que, animado y curioso, se encaramó hasta la boca de su hallazgo y… se metió dentro.
La primera sorpresa fue ver luz a lo lejos.
La segunda descubrir que aquel era un lugar espacioso y confortable.
La tercer ver, con asombro, que allí dentro había alguien.
Un pequeño ser de cabeza pelada, desnudo de cintura para arriba, que vestía unos calzones tan rojos como el ánfora y calzaba unas babuchas doradas. Se encontraba reclinado sobre un fondo de cojines de todos los colores y parecía meditar profundamente con la vista perdida en alguna parte.
Hasta que volvió la cabeza y le vio.
El gusano se quedó inmóvil.
—¡Hola! —lo saludó afable el pequeño ser.
—Hola —vaciló el gusano.
—No recibo muchas visitas por aquí.
—No me extraña —el gusano miró a su alrededor—. ¿Quién eres?
—¿Yo? —la pregunta pareció sorprenderle—. ¿Quién quieres que sea? ¡Pues el genio de ésta ánfora!
—¿Un genio?
—¿No has oído hablar de mi?
—No.
—¿De dónde sales tú? —se extrañó el desconocido.
—Pues… —optó por no decírselo. A una pregunta tonta siempre seguía una respuesta aún más tonta—. ¿Qué haces aquí?
—Vivo aquí.
—¿Por qué?
—Pues porque hace miles de años, y a causa de un encantamiento, un genio más poderoso que yo me condenó a… —el ser hizo un gesto de fastidio—. ¡Bah, es una historia de lo más aburrida! Lo único que debe interesarte es lo que puedo hacer por ti.
—¿Y qué puedes hacer por mí?
—Concederte tres deseos, como manda la tradición.
—¿Es una broma? —parpadeó el gusano.
—¿Una broma? —el genio se cruzó de brazos—. Me ofendes amigo. Si no vas a formular tus tres deseos, es mejor que te vayas y no me hagas perder el tiempo. Estoy muy ocupado.
—¿De veras puedes…?
—¿Por qué no pruebas?
Al gusano se le encogió todo el cuerpo además del corazón.
Tres deseos.
Con uno le bastaba.
Su sueño.
¿León? ¿Aguila? ¿Camello?
—Quiero ser una mariposa grande y bella.
—Sea pues —concedió el genio moviendo una mano.
Y en ese mismo instante, el gusano quedó convertido en una mariposa extraordinaria, grande, bellísima, con unas alas de colores fascinantes. Era tan hermosa que hasta el responsable de su cambio la contempló con orgullo.
—¡Soy una mariposa! —exclamó el gusano.
Abrió las alas, echó a volar, se sintió feliz y radiante hasta que…
Al llegar a la boca del ánfora descubrió que ahora era tan grande que no podía salir por ella.
Imposible.
Volvió hasta donde se encontraba el genio y le dijo:
—No puedo salir.
—¿Y qué quieres que haga yo? Tú querías ser una mariposa grande y hermosa.
—Tendría que haber sido más pequeña, ¿no crees?
—Sea tu segundo deseo —concedió el genio antes de que el gusano, ahora mariposa, pudiera impedirlo.
Con el nuevo cambio quedó convertido en una polilla.
Pequeña, capaz de salir por la boca del ánfora, pero ridícula y gris, insignificante y apenas visible.
—¿Qué es esto? —gimió el gusano, ahora polilla.
—Tu segundo deseo.
—¿Quieres que muera quemado por cualquier luz? ¡Me siento horrible!
—Pues deberías aclararte —manifestó el genio—. Yo no hago más que cumplir tus deseos.
—¡Prefiero volver a ser un gusano antes que…!
—¡Ningún problema! ¡Adelante!
Un nuevo gesto.
Y el gusano volvió a ser él mismo.
Miró al genio.
—Tus tres deseos han sido satisfechos —sonrió malicioso—. ¿Qué tal?
—Estoy como antes —musitó triste el gusano.
—¿Sabes algo? —el genio frunció el ceño—. Me has caído bien. Si sales y vuelves a entrar, es posible que te permita solicitar tres nuevos deseos. ¡Hace tantos años que no practico!
—¿Lo harías?
—Prueba.
Tres nuevos deseos.
Si los pedía con más inteligencia, sin precipitarse, calculando…
El gusano reptó hasta la boca del ánfora.
Era un ingenuo.
El genio, el ánfora, los deseos…
Salió al exterior.
Y cuando estuvo fuera, siguió reptando, decidido, sin volver la vista atrás.
Cuanto antes llegase a su oasis, más tranquilo estaría.
—Mejor ser un gusano que un tonto —se dijo a sí mismo tan feliz como orgulloso.
EL CUENTO DE HOY, LUNES 16 DE MARZO
LOS 17 CAMELLOS DE HABIB
© Jordi Sierra i Fabra 1999, 2001
(basado en un cuento popular árabe)
Cuando el viejo Habib sintió que la muerte se agazapaba junto a su cama, la buscó, le tendió la mano y la miró a los ojos.
Sin miedo.
El viejo Habib había tenido una buena vida. Alá lo había colmado de salud y dones, humildes pero importantes. Jamás pasó hambre, tuvo una compañera perfecta, tres hijos trabajadores, y llegaba al final de sus días con la satisfacción del deber cumplido. Aquello que Alá depositó en su alma, le sería devuelto con creces.
Así pues, el viejo Habib se dispuso a morir.
En paz.
La última noche, con las escasas fuerzas que le quedaban para aquel acto, el viejo Habib hizo llamar a sus tres hijos y cuando estos se reunieron al pie de su jergón, los contempló orgulloso. Su mejor obra. Su legado en la tierra. Aziz era el mayor, noble y templado, con fuste de lider. Yaruk era el segundo, inteligente y mesurado, con cabeza para el comercio. Mesei era el tercero, audaz y valiente, idóneo para la aventura. Los tres se complementaban muy bien, y se querían aun teniendo en cuenta las diferencias de sus caracteres.
Sí, el viejo Habib supo que no tenía más que respetar la ley.
Su mayor fortuna eran sus diecisiete camellos.
Y ese debía ser su legado para Aziz, Yaruk y Mesei.
Según la ley.
—Hijos míos —les dijo cubriéndoles con una mirada plácida—, es llegada mi hora, y os pido tan sólo tres cosas en este momento singular: que no lloréis mi muerte, pues voy a reunirme con Alá después de este mi tránsito en la Tierra; que respetéis lo que ahora voy a deciros, pues es mi testamento; y que busquéis en todo momento la flor de la felicidad siendo lo que sois y siempre seréis: hermanos.
—Te lo prometemos, padre —convino Aziz solemne.
—Sabéis que no tengo demasiado, aunque muchos hombres en el pueblo aún tienen mucho menos que yo. Mi fortuna se limita a los diecisiete camellos que tenemos en el cercado. Esos camellos son vuestros ahora, hijos míos, y deberéis repartíroslos de la manera siguiente…
Tosió, se atragantó, sus ojos se desvanecieron. Llegaron a temer que no pudiera hacerles participe de sus últimas palabras. Sin embargo Habib se recuperó y continuó hablando:
—La mitad de mis camellos, será para ti, Aziz, puesto que eres el mayor y has estado siempre a mi lado sin marcharte de nuestro hogar. Eres mi heredero natural y tienes ese derecho. Un tercio de los mismos, ha de ser para ti, Yaruk, para que con ellos aspires a mejorar tu posición y emprendas una vida nueva contando ya con algo. Por último, la novena parte de esos camellos, será para ti, Mesei, puesto que al ser joven e impetuoso, tienes más tiempo que tus hermanos para labrarte un porvenir. Confío en haber acertado, y que sepáis hacer buen uso de mi legado. Es cuanto tenía que deciros, ahora… ¡Alá me guarde!
Y el viejo Habib exhaló el último suspiro.
Aziz, Yaruk y Mesei lloraron consternados la muerte de su padre. Tres días y tres noches duraron las exequias fúnebres y los ritos de rigor, tras los cuales Habib descansó en compañía de su esposa, Azuma, la mujer que le había hecho feliz en vida. En estos tres días no se habló de la herencia. Nadie pensó en los diecisiete camellos que esperaban en el cercado. Había cosas más importantes y menos egoístas que hacer.
Pero cuando regresaron del último acto, y los tres quedaron solos en la casa de su padre, tuvieron que enfrentarse a la voluntad expresada por su progenitor.
Repartir los diecisiete camellos.
—Veamos —dijo Aziz—. La mitad de diecisiete camellos, que es lo que me toca a mi, son… —frunció el ceño al reparar en el detalle—: ¡Son ocho camellos y medio!
—Entonces, en mi caso, un tercio de diecisiete camellos… —Yaruk también se quedó estupefacto—. ¡Son cinco camellos y medio!
—Y para mi… —Mesei hizo el correspondiente cálculo—. ¡Mi herencia es aún más extraña, pues la novena parte de diecisiete camellos es un poco menos de dos camellos!
Los tres hermanos se miraron incrédulos.
—Nuestro padre debía delirar —dijo Aziz.
—La muerte ya estaba en él cuando habló, y propuso una distribución imposible —afirmó Yaruk.
—Es evidente que se equivocó —convino Mesei.
—Sí, cierto, pero tiene sentido que el hijo mayor reciba más que el segundo, y este más que el tercero —manifestó Aziz.
—Sin embargo, deberíamos ajustar las proporciones del reparto —calculó Yaruk.
—Cierto, un camello de más o un camello de menos, arreglará el problema y todos contentos —dijo Mesei.
Miraron los cálculos que habían hecho. Las cifras resultaban curiosas.
—Yo creo que es fácil —habló el primero Yaruk—. Tú, Aziz, me das el medio camello que te sobra a ti, te quedas con ocho, y yo con ese medio tendré seis.
—¿Por qué no me das tu el medio camello que te sobra, te quedas con cinco, y yo tengo nueve? —protestó Aziz.
—Porque tú tienes más que yo.
—Soy el mayor, cierto, y por tanto…
—Esperad, esperad —los detuvo Mesei—. Si vosotros os repartís ese camello, la suma es total es catorce, así que yo, en lugar de casi dos, tendré tres camellos. ¡Me parece muy bien!
—Pero no es justo que tú, que eres el más joven, tengas tres camellos, mientras que yo sólo poseeré seis —intervino Yaruk—. Además, esto no sería respetar la voluntad de nuestro padre, puesto que yo te doblaría a ti y Aziz sólo tendría un poco más que yo.
—Sin olvidar que no pienso darte mi medio camello —apuntó Aziz.
—El mejor reparto es que tú te quedes con dos camellos —Yaruk apuntó a su hermano menor—, tú con ocho —apuntó a su hermano mayor—, y yo con siete.
—No, mejor di tú con seis y yo con nueve —lo corrigió Aziz.
—¿Y porque vosotros, que tenías ocho y medio y cinco y medio respectivamente, ahora tenéis más, mientras que yo me quedo con mis dos? —se enfadó Mesei.
Volvieron a mirarse entre sí.
Irritados.
—¡Está bien, está bien! —gritó Aziz—. Vamos a partir de cero otra vez.
—Sí, seguro que lo hemos hecho mal. Nuestro padre era listo y no nos habría puesto en semejante brete —suspiró Yaruk.
—Será lo mejor, sí —se tranquilizó Mesei.
Volvieron a dividir los diecisiete camellos según la voluntad de Habib: la mitad para el mayor, un tercio para el segundo, y una novena parte para el pequeño.
El resultado continuó siendo el mismo.
Aquel día, y aquella noche, y al siguiente día, y a la siguiente noche.
Los tres hermanos no se ponían de acuerdo sobre el reparto de los diecisiete camellos.
—¡Yo te compro uno tuyo!
—¿Con que dinero?
—¡Te lo pagaré cuando lo gane!
—¡No es justo que vosotros…!
—¡Es injusto que tú…!
—¡Ha de haber una fórmula!
Pero no la había. Ningún reparto satisfacía a los tres por igual, y cualquier cambio, además, alteraba los designios del viejo Habib en cuanto a las proporciones.
—¡Compartiremos un camello!
—¿Cómo se comparte un camello!
—¿Y mis casi dos camellos, qué?
Los gritos de los tres hermanos acabaron quebrando la paz del pueblo, y en especial, la de otro anciano que vivía solitario y sin hijos en una casita cercana a la del viejo Habib. Este hombre se llamaba Sufir y tenía un camello.
Un solitario camello.
Sufir, a la mañana del tercer día, fue a ver a sus vecinos. Por un lado, necesitaba paz. Pero por el otro lado, sufría viendo como los tres hijos de su amigo Habib se peleaban por la herencia. Sabía que Habib estaba orgulloso de ellos. Y sabía, además, que les había pedido que por encima de todo, siguieran siendo hermanos.
Fue lo primero que les dijo al aparecer por su puerta.
—Basta ya, insensatos. ¿Es esta la forma que tenéis de honrar la memoria de vuestro padre, peleando y discutiendo de manera abyecta? ¿Acaso no os pidió que buscarais la flor de la felicidad siendo lo que siempre habéis sido: hermanos?
—Aziz, Yaruk y Mesei bajaron los ojos al suelo, avergonzados.
—Nuestro padre también nos pidió que respetáramos su reparto, y es imposible hacerlo —murmuró Aziz.
—¿Estáis seguros?
—De todo punto —aseguró Yaruk.
—Nadie en la tierra podría hacer esta división correctamente —lamentó Mesei.
—Entonces escuchadme bien —Sufir hizo que le miraran—. Yo tengo un camello. Un sólo camello. Soy viejo, lo necesito, pero prefiero vuestra paz a mi vida. Os he visto crecer y os quiero como hijos. Vuestro es mi camello, y con él tendréis dieciocho para repartir. No entiendo de números, pero oídme bien: si con este camello cesa vuestra disputa, seré feliz.
Y tras decir estas palabras, el viejo Sufir dio media vuelta y salió de la casa de sus vecinos.
Aziz, Yaruk y Mesei se sintieron muy mal. Estaban sudorosos, jadeantes, despeinados, muertos de sueño, enfadados. Se miraron entre sí comprendiendo hasta que punto habían comprometido su amor fraterno.
—¿De qué nos servirá tener un camello de más? —murmuró Mesei.
—Seguro que será más complicado que antes —rezongó Yaruk.
—Pero el viejo Sufir nos ha dado todo lo que tiene para que lo arreglemos —suspiró Aziz.
Una persona les daba cuanto poseía para que ellos no se pelearan.
Eso les hizo reflexionar.
Comprender su materialismo.
—Veamos como saldría el reparto con dieciocho camellos —propuso Aziz. Y dividió dieciocho por la mitad—. En mi caso… salen nueve camellos.
—Un tercio de dieciocho camellos —Yaruk calculó su parte—, son… seis camellos.
Miraron a Mesei.
—Una novena parte de dieciocho camellos son… ¡dos camellos! —abrió los ojos Mesei.
No podían creerlo. Ahora la división era perfecta, no había medio camello ni casi camello ni un poco más de camello.
Nueve, seis y dos.
Perfecto.
Los tres hermanos suspiraron felices, tranquilos. La pesadilla había terminado. Volvía a reinar la paz. Se abrazaron en medio de la casa, riendo. La voluntad de su padre se había cumplido en todos los puntos.
Nueve camellos para Aziz, seis para Yaruk y dos para Mesei.
Entonces, los tres dejaron de reír al unísono.
Y se quedaron mirando perplejos.
—Esperad…
—Nueve, más seis, más dos…
—¡Suman diecisiete!
Así era. Justo los diecisiete camellos que tenían en el corral.
Ahora les sobraba uno.
¡Les sobraba el camello que Sufir les había dado generosamente!
Salieron fuera. El sol les dio de lleno. La tierra ocre del desierto que se extendía más allá del pequeño pueblo rezumaba paz y calor. Una tierra dura, pero hermosa. Su mundo.
El viejo Sufir estaba sentado a la puerta de su casa.
Aziz, Yaruk y Mesei caminaron hacia él, despacio. Sus cabezas eran un cuenco de contradicciones. Creían entender… Pero estaban demasiado impresionados para reaccionar. Se detuvieron delante de su vecino.
—¿Habéis hecho ya el reparto? —les preguntó.
—Sí —dijo Aziz—. Ya lo hemos hecho, y venimos a decirte que ahora nos sobra un camello.
—Tú camello —corroboró Yaruk.
—Puesto que ya no precisamos de él, es justo que te sea devuelto —esbozó una timida sonrisa Mesei.
Sufir también le acompañó sonriendo. En sus ojillos de anciano brilló una luz de inteligencia.
—Sea —movió la cabeza una sóla vez de arriba abajo.
Aziz, Yaruk y Mesei regresaron a su casa y aquel mismo día procedieron a repartir su herencia. No dejaron de pensar en ningún momento en lo a punto que habían estado de pelearse, y en lo curiosa que había resultado aquella experiencia numérica.
Tanto que…
—¿No creeréis que el viejo Sufir sabía…?
—No, es imposible.
—¿Casualidad?
—Tal vez.
—Todos contentos, con lo suyo. Nadie ha ganado ni ha perdido.
—¡Vaya con los diecisiete camellos!
—¡Alguien tiene que poner siempre un camello de más para que todos seamos felices, esa es la cuestión!
—Pero, ¿quien pone el camello?
—¿Quien es tan generoso?
—¿Quien?
Durante años, Aziz, Yaruk y Mesei fueron buenos hermanos, buenas personas, buenos vecinos, buenos hombres del desierto.
Nunca negaron ayuda a nadie.
Sabían lo importante que es, siempre, ofrecer algo para evitar una guerra o hacer felices a los demás.