3. Conferencia Inaugural del Primer Encuentro Nacional de Animación a la Lectura (Ministerio de Cultura, Educación y Deportes) – Murcia, marzo 2003

¿COMO LEER EN EL SIGLO XXI?

Buenas tardes. Me llamo Jordi Sierra i Fabra y soy escritor. Dicho así, en plan Alcohólicos Anónimos, es como mejor puedo definir qué soy y qué siento, y también la forma en que mejor podréis entender de qué hablo. Para mí, escribir lo es todo. Amo lo que hago de una forma absoluta. Y al contrario que el alcohólico, abrasarme en ello es cuanto necesito, cuanto le pido a la vida.
En primer lugar quiero agradecer haber sido invitado a este acto. Para mí, estar aquí con tantos amigos y amigas es muy hermoso. Todos formamos parte de un mismo proyecto, y queremos mejorar, esforzarnos, aprender, compartir. Es lo que haremos estos dos días, especialmente esto último: compartir para conseguir que la palabra escrita siga siendo la bandera de nuestro crecimiento humano.
En segundo lugar, para los que no me conocéis en persona, quisiera recordar un pequeño detalle antes de empezar: que soy tartamudo. Suelo disimularlo bastante bien, porque incluso llegué a ser locutor de radio, pero… mejor advertirlo, no vayáis a pensar que estoy nervioso.
Prefiero la espontaneidad, me manejo mejor en los coloquios, nunca doy conferencias, pero este marco me parecía demasiado importante para improvisar y dejarme en el tintero algunas cosas, así que contrariamente a lo que hago siempre, intentaré leer lo que he escrito, aunque después me gustaría que hubiera preguntas y debate. Todos somos amigos, colegas, estamos aquí por la literatura, por los chicos, y eso nos hermana. Siempre he sido contrario a darle a estos actos demasiada solemnidad. Muchos me conocéis en persona o a través de mis libros, y yo os conozco a vosotros, he participado de vuestras experiencia, hemos estado juntos en las trincheras de esta hermosa batalla que es leer e inculcar amor por la literatura. Tampoco quiero ver aquí a personalidades políticas, una Ministra o un Consejero de Cultura, sino a compañeros comprometidos con lo que más amamos. No estaríamos aquí un viernes por la noche si no fuera así.
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He de comenzar diciendo que no he venido aquí a echar un discurso sobre lo bonito que es leer ni lo fantástico que es escribir, sin más. Este es un foro demasiado importante para quedarme en lo fácil. Además, es un “Encuentro de Animación a la Lectura”. Animar es la palabra. Todos estamos comprometidos con ella. Nos hemos de animar primero nosotros mismos para poder ser capaces después de animar a otros. Ni siquiera sé si soy el más adecuado para estar aquí, porque no soy más que un contador de historias, no un intelectual o un pedagogo. No tengo estudios superiores, carezco de la capacidad de un maestro y de la sensibilidad de un educador. Es más, a veces, lo que digo resulta impopular por directo, y otras es polémico. En algunas cosas soy radical pero no pretendo molestar, como mucho pretendo sacudir conciencias. Todos queremos lo mismo, defender el placer de la lectura y su necesidad, que los jóvenes amen leer. Creo estar aquí por mis 30 años como escritor, vuestro apoyo, que me ha llevado a figurar en la lista de los 10 autores más recomendados y leídos en centros escolares según el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, y por supuesto por los más de 2.000 encuentros que en los últimos 18 años he tenido con jóvenes de España y Latinoamérica.
Soy hijo de la lectura, no del estudio. Lo que sé, lo extraje siendo niño de cuanto leía, y de mayor de mis viajes por el mundo. Sin embargo, todo lo hermosa que fue mi niñez por la lectura fue horrible por las ausencias. Nunca vino nadie a mi colegio a contarme nada, y me juré que un día, si podía, dedicaría parte de mi tiempo a hacerlo. Y me juré que no daría la espalda a ningún chico o chica, porque sé lo que es estar solo sin que nadie crea en ti o en tus sueños. Hasta hoy creo haberlo cumplido. Siempre he sido un viajero impenitente, un devorador de imágenes y palabras, un visionario perplejo, asustado, alegre, enamorado y ante todo solidario con cuanto he visto. También soy un iluso, un niño asombrado que no renuncia a los sueños, la utopía y la pasión de imaginar que en un libro está todo, absolutamente todo. Sigo creyendo que la esperanza es la gran arma de nuestra fe. Pero a la esperanza debemos alimentarla con actos, gestos, ayuda, fuerza, más palabras. Por eso cada libro que escribimos unos y leemos otros es un acto de fe y de esperanza.
Sin pasión, no hay nada que hacer en muchas facetas incluso cotidianas. El arte es pasión. La literatura es pasión. Enseñar es pasión. La vida es pasión. Pero algo falla en este proceso cuando el destinatario principal de nuestra actividad se queda frío ante el libro, cuando pese a todo, reconozcamoslo, tenemos en España índices tan bajos de lectura en todas las edades, cuando hemos de obligar a leer a través de la escuela. ¿Por qué somos diferentes? ¿Es genético, cultural, histórico? Se dice que muchos paises, sobre todo los anglosajones, tienen el hábito de la lectura más arraigado porque en sus casas siempre se ha leído la Biblia, desde la infancia, mientras que nosotros provenimos de la religión judeo cristiana en la que esa misma Biblia nos era contada desde los púlpitos, no razonada en cada hogar. Pero sean cuales sean las razones de esa poca predisposición a la lectura, no podemos abdicar de nuestro esfuerzo. El mal no es de hoy, ni de hace diez años, o veinte. El retraso es secular y nos viene heredado. Se lee mucho más que nunca, en las escuelas, pero aún se lee poco y, lo que es más importante, no hemos podido crear más y más lectores adultos partiendo de esa infancia y juventud escolar. Mi padre no quería que fuese escritor, y llegó a prohibírmelo, porque decía que vivía en un país de burros, en el que nadie leía, y que por tanto eso no me daría para comer el día de mañana y me moriría de hambre. Y eso me lo decía hace más de 40 años.
Así que una vez más, hemos de plantearnos el gran tema, el gran reto: ¿cómo infundir amor por la literatura? ¿Cómo transmitir el placer de leer cuando acabamos de entrar en un nuevo siglo en el que todo parece estar en contra nuestra, desde la televisión a Internet pasando por videojuegos o móviles de última generación? ¿Qué hacer cuando a veces falla el empuje, el entusiasmo, o incluso los medios?
Hablamos siempre del libro como un elemento esencial de nuestra vida y nuestro crecimiento, de nuestro ocio y de nuestra cultura, y sin embargo, el menosprecio con el que se le trata resulta en ocasiones estremecedor. Quiero citar unos ejemplos:
La noche del 5 de enero llevé más de cien libros nuevos, procedentes de las reediciones de mis obras, a una organización que se dedicaba a recoger juguetes para los niños en el Día de Reyes. La persona que los recogió me miró extrañada por mi ofrecimiento y me dijo que querían juguetes, no libros. Le recordé que un libro era tan buen regalo como un juguete, y prácticamente tuve que convencerle de que los aceptara. Me gustaría saber cuantos padres o abuelos regalan libros en el Día de Reyes como hábito. Y me gustaría saber cuándo un libro ha dejado de ser un regalo para un niño.
Segundo ejemplo. El dominical de El País del domingo 3 de febrero de este mismo año, presentaba un exhaustivo estudio de 14 páginas sobre los adolescentes de hoy. Vida, costumbres, gustos… En ninguna de esas 14 páginas aparecía ni una sóla vez la palabra libro. Las preguntas eran acerca de si tenían móvil, videoconsola, DVD, si iban al cine, a bailar, de copas, en qué empleaban el tiempo. El libro no estaba presente, y por supuesto tampoco leer, en la vida de los entrevistados, que se suponían eran un reflejo de la actual generación de adolescentes españoles.
Tercer ejemplo, y para mí, el más demoledor. Operación Triunfo, enero pasado. Uno de los 6 finalistas, Miguel Nández, proclamó en uno de los resúmenes diarios emitido por la 2, que no había leído un libro en su vida, y que era bonito que el primero fuera en la Academia porque estaba leyendo uno (que no se vio). Juro que me dieron ganas de enviarle un lote de libros, y si no lo hice fue porque pensé que sería un gesto inútil o que alguien podía pensar que lo hacía por notoriedad. Sentí vergüenza ajena. Fue la peor de las publicidades para la literatura que se ha hecho en estos meses recientes. Uno de sus héroes les decía que estaba allí, casi a punto de ganar (era uno de los favoritos por entonces), sin haber leído un libro jamás. Estaba dando armas a miles de jóvenes para argumentar lo evidente, que para ser algo o triunfar en la vida leer era lo menos importante. Ningún responsable de TVE eliminó esta aberración. Cuando se montó ese resumen de la jornada, apretado en media hora, alguien debió considerarlo importante. Tal vez creyó que eso era curioso, divertido. ¿O se hizo para retratar al muchacho? No lo sé, aunque no lo creo. Pero ese comentario dio alas a cientos de chicos y chicas para reiterarse en sus convicciones de que leer es aburrido y no sirve de nada.
No doy más ejemplos porque son suficientes. El libro nunca sale en manos de ningún protagonista de “Un paso adelante”, “Operación Triunfo” o cualquier programa juvenil en el que se ven reflejados. No es su misión hacer proselitismo en favor de la literatura, pero tampoco lo es anunciar bebidas y muchos jóvenes salen con un vaso o una lata en la mano, a veces anunciando una marca previo pago. Esos mismos programas crean tendencias, modas, cuidan la estética juvenil. Pero que alguien, en algún momento, aparezca con un libro o comentando algo relacionado con otro, es ahora mismo impensable.
Luchamos prácticamente sin nada contra todo. Al libro lo hemos hecho desaparecer de nuestra vida, por desidia o ignorancia. No existe. Como tampoco existimos nosotros, los escritores. La literatura Infantil y juvenil no tiene cabida más que una vez al año, en Navidad, en la mayoría de periódicos nacionales, y nunca en las televisiones privadas o públicas. Hace un año hicimos un manifiesto contra la invisibilidad, que se publicó en algunos medios… de Literatura Infantil y Juvenil, sólo en ellos, y seguimos siendo invisibles, tanto como nuestras obras a nivel de divulgación. Los que nos tienen que leer no nos conocen. No digo que tengamos que crear un star-system artificial para darnos a conocer y que nos lean por lo guapos que seamos o los escándalos que montemos, pero esta claro que los escritores de LIJ no somos ni representamos una referencia para ellos, y ahí las culpas se reparten entre editores y los medios de comunicación tanto como por parte de estamentos oficiales. ¿Cómo hacer leer aquello que se ignora? ¿Cómo valorar a quién no se sabe que existe? Ni siquiera las ventas de algunos, en muchos casos millonarias, son noticia. Si yo mismo llevo dos décadas yendo por colegios, con información de primera mano, ¿por qué nunca se me ha preguntado nada, cómo veo el país, a las futuras generaciones?
Siempre he dicho que la escuela es la pieza angular del actual sistema, y por ello me he ganado tanto el aplauso de muchos maestros como la airada réplica de otros, que afirman que su responsabilidad no pasa de ser la que es: enseñar y punto. Yo insisto en mi creencia. Hoy sí. Más que nunca. Hoy el hogar ya no es la primera referencia de apoyo cultural, sino un punto de encuentro en el que convergen muchas fuerzas. Hay un televisor en cada habitación, el trabajo o los estudios crean una diaspora en la que hay menos contacto entre las personas, horarios distintos, puertas cerradas. Tenemos hogares formados por la clásica pareja casada, pero también hogares monoparentales, bien sea por divorcio de los cónyuges o por elección libre de uno de ellos. Es difícil ver leer al padre, la madre o un hermano mayor cuando hay menos vida en común, más prisa, más aislamiento. Y vamos hacia un futuro aún más abierto. Un futuro en el que más que nunca ha de integrarse el libro como parte de la vida, no como adorno en la salita. El libro ha de estar presente, no forzarlo. El libro es entretenimiento además cultura. Por favor, no creemos más robots, más chicos y chicas incultos que mañana serán padres atroces, irresponsables intolerantes, violentos, machistas, cerrados y limitados, sin valores, con el fútbol como único norte, aislados en sí mismos. Formemos personas y nos ahorraremos esa intolerancia, racismo, violencia urbana o doméstica, falta de comprensión, egoísmo, la impunidad de agotar el planeta y muchos etcéteras. Cultura no es sólo hacer una carrera, ni siquiera leer un libro. Es absorber la vida, tener ideas y criterios propios, mantener la propia individualidad dentro de la comunidad. Y eso es lo que hay que inculcar. ¿Cómo? Imagino que invirtiendo más y más, en bibliotecas, profesorado, medios, pero desde luego no con campañas ni “sloganes” de los que se ríen, porque desengañémonos, a los 15 años pocos creen que el sida les toque a ellos, o que ir sin casco en la moto pueda matarles, o que leer sea la diferencia entre tener una esperanza o condenarse de antemano al vacío. El desprecio por el riesgo forma parte de sus existencia. Y en ese horizonte, el libro ni siquiera parece perentorio. Vivimos en un mundo veloz en el que detenerse para leer parece absurdo. Y sin embargo es la única parada posible. Pero además, hablando de cultura, no hay que olvidar que ella lo es todo. Gobernar un país de burros es fácil. Y lo fácil es cómodo. El reto es gobernar un país que valga la pena de ser gobernado, mande quien mande.
Que un alumno lea un libro al trimestre, no es leer, porque leer un capítulo a la semana o una página al día, ni una línea más, es no entender nada. No nos engañemos. Y muchos me decís, “de acuerdo, pero algo es algo”, o “¿qué puedo hacer?”. El trabajo aquí es colectivo, y no vamos a hacerlo de un día para otro, ni siquiera de un año para otro. Comienza en las altas esferas, el Ministerio, las Consejerías de Cultura de cada Comunidad, y termina en ese maestro o maestra perdido en un pueblecito de montaña sin apenas recursos salvo su entusiasmo, que suele ser siempre alto. A veces basta una persona para cambiar las cosas. En Bolivia una mujer me dijo que cada mes llevaba libros en las alforjas de un burro, por las montañas, dando y recogiendo novelas que los campesinos devoraban. Y me emocionó por el hecho en sí y por su ilusión al contármelo: “¿Sabes, Jordi? Tus libros son de los que más me piden, sobre todo los juveniles”. ¿Un grano de arena? Puede. Pero todos somos granos de arena. Cada uno de vosotros y de vosotras da clases a unos pocos alumnos. Arena. Y en el conjunto de una vida, esa arena puede que ni siquiera llene un cubo. De la misma forma un libro es otro grano de arena. Llegar a ser rocas cuesta mucho, sobre todo tiempo, paciencia, pero ¿qué otro camino nos queda? No puede obligarse a nadie a leer, pero hay que esforzarse en hacer entender por qué es necesario. Y hay que hacerlo de acuerdo al Siglo XXI, porque del inmovilismo no saldrá nunca la evolución. La pregunta de mi charla es, “¿Cómo leer en el Siglo XXI?”. También debería ampliarse a “¿Qué leer en el Siglo XXI?”.
Para mí es un orgullo estar en el nº8 del top-10 de autores más recomendados y leídos entre alumnos de 12 a 16 años, por detrás de Bécquer, Lorca, Galdós, Baroja o García Márquez. ¿Pero creemos de verdad que sólo leyendo las rimas de Bécquer, la “Regenta” o “La celestina” haremos lectores? Vivimos un tiempo de inquietudes diferentes, con una generación que cuenta en euros, habla de ordenadores y ha perdido muchos de los valores con los que crecimos nosotros, del tipo que sean, morales, espirituales, sociales, etc. Es un nuevo tiempo, y requiere una nueva dinámica. Debe leerse a Clarín, y a Lorca, y a Galdós o Baroja, por supuesto, pero este nuevo mundo en el que nos movemos no aparece ahí, sino en obras contemporáneas. Yo me vi obligado a leer a Cervantes, y Dios sabe lo mucho que le odié. Sólo aprecié la calidad de El Quijote cuando años después lo releí por vocación. Hoy los alumnos tienen la posibilidad de conocer al autor de lo que ha leído, y eso es importante, crea complicidad, proximidad. Actuar en su curiosidad es esencial. La actual generación busca sentirse implicada en la novela que lee. Hay mucho pasotismo, muchísimo, pero también mucha solidaridad, muchos chicos y chicas en ONG´s, en actividades sociales, llenos de compromiso.
La segunda mitad del siglo XX nos ha dado la posibilidad de la comunicación a gran escala. Lo que sucede ahora puede verse en cinco minutos en las televisiones del mundo entero. Hay incluso exceso de información, saturación, pero cada día las noticias son como pequeñas cuñas que nos marcan a picotazos dejando una mayor o menor huella, de forma que al final perdemos la perspectiva histórica de lo que sucede, y lo que es más grave, de las raíces, de por qué sucede esto y aquello. Muchos conflictos comienzan en un momento y terminan años después. ¿Quien recuerda el origen? Los jóvenes, aunque vean los informativos televisivos o lean la prensa, no tienen perspectiva histórica más allá de su nacimiento. Todo lo sucedido antes es prehistoria pura. Estoy pues habituado a que tras leer algunas de mis obras, muchos me digan: “Ahora entiendo el problema, su raíz. Nadie me había contado qué paso antes, y menos de forma que lo entendiera”. Eso es para mí poner un libro al servicio de la sociedad, procurando al mismo tiempo evasión y aprendizaje. De ahí que insista en la importancia de la literatura contemporánea para ganar y mantener lectores. Yo pido a los que programan las materias del Ministerio de Cultura, Educación y Deporte, que no maten lectores obligándoles a leer exclusivamente a los clásicos, y a los colegios para que entiendan en qué momento histórico estamos. No sé cuantos de los escritores contemporáneos seremos leidos todavía dentro de cien años. Pero en los últimos 40 años ha surgido una excelente generación de autores que merece su oportunidad y es la que está combatiendo en primera línea, con libros, visitas a colegios, profesionalidad. Que por cada libro “clásico” que se lea por obligación en un programa o en una escuela, se lean tres contemporáneos, y sin limitaciones de títulos ni parcelas, de elección libre.
Hay algo más: los jóvenes no son idiotas. Se sienten incomprendidos, sí, y marginados, y machacados por muchas razones mientras atraviesan ese horizonte llamado adolescencia, pero no son idiotas. Cuando leen algo que les interesa, se sumergen en ello. Cuando alguien les descubre un nuevo horizonte, van a por él. Por otra parte, hay quien cree que un libro juvenil debe ser un libro diferente, sencillo y trivial, lleno de aventuras y poco más. Yo no lo creo así. La literatura infantil y juvenil es una literatura con mayúsculas. Cuando se hace buena literatura, hay una respuesta.
Fue a comienzos de los 90 cuando mis libros empezaron a volverse más duros, de denuncia, con un compromiso absoluto que es lo que la ha caracterizado desde entonces. He escrito sobre niños esclavos, niños refugiados, trasplante de órganos, violencia juvenil, drogas, intolerancia, racismo, emigración, extinción de tribus salvajes, el poder de las nuevas tecnologías, animales en peligro de extinción. Mi compromiso ha estado pues basado en contar aquello que he visto y en luchar por aquello en lo que creo. Y en el caso del lector, frente a la violencia televisiva, que pasa y no cuenta más que en su función de noticia, sin ir más allá, una novela les impacta cien, mil veces más, porque en ella tienen toda la historia, y leerla les ayuda a razonar, a tomar su propia posición, a enfrentarse a los hechos que le rodean y a la vida. En mi criterio, la literatura debe ser un espejo en el que podamos reflejarnos y reflejar a su vez nuestra realidad. Debe hacernos felices, pero también ayudarnos. Ese ha sido mi norte personal. Por ello dejé de viajar con las estrellas del rock y me fui a rincones del mundo mucho más duros y difíciles. Pensé que acabaría convirtiéndome en un autor marginal debido a ello, pero no me importó: quería contar la realidad. Mi filosofía es que todo autor ha de hacer siempre aquello que cree, sin pensar en nada más, escribir lo que siente, cuándo lo siente y cómo lo siente. La sorpresa fue que, desde entonces, mis libros realistas comenzaron a ser más y más leidos. Estaba escribiendo “Noche de viernes”, porque me lo pedía el cuerpo, y me dije: “Creo que voy a dejar de vender libros y vamos a pasar hambre, porque esto, o no van a publicarlo o va a levantar ampollas”. Se publicó, lleva 30 ediciones, casi 200.000 libros vendidos, y está considerado un libro de referencia. El boca a boca entre profesores primero, y entre alumnos después, lo hizo todo. Los jóvenes tienen esa punta de rebeldía, ese aire solidario, esa marca semitrágica de héroes adolescentes, y la palabra compromiso también les va en un gran número. Toda mi obra en los últimos 13 años tiene ese compromiso y es la más vendida de mi producción. Por algo será. Esos temas han interesado a los jóvenes. Por esa razón he hecho de ese compromiso mi bandera. Por esa razón viajo por todo el mundo, cuento lo que veo, y les hablo a niños y niñas de los cinco continentes, no desde un privilegio de escritor, sino desde la igualdad como ser humanos. Suelo decirles que no me vean como algo especial, porque soy como ellos con una sóla diferencia: tengo más edad y más experiencia.
Estoy completamente convencido de que quien no lee está abocado al fracaso salvo que esa persona tenga una capacidad diferencial que supere esa falta. Nueve de cada diez personas que crecen incultas son candidatos a vidas problemáticas, trabajos inciertos, frustraciones adultas, depresiones, jubilaciones en precario, vacío y silencio. Pero si ni el sida o los embarazos hacen que muchos jóvenes tomen precauciones en sus relaciones íntimas, y es algo mucho más inmediato, ¿cómo hacerles ver que absorbiendo conocimientos a través de los libros tendrán una vida mejor? Si no somos imaginativos, dentro de diez años volveremos a reunirnos para hacernos la misma pregunta.
No debemos renunciar a nada, ni bajar el listón, ni el nivel, pero sí adecuarlo, establecer sinergias, y ser más listos, que por algo ya estamos destetados. Hace unos años un maestro me preguntó, desesperado, que podría hacer para que leyeran sus alumnos. Le propuse un plan. Le dije que llevara un libro con sus libretas y papeles a clase, y lo colocara sobre la mesa pero sin que se leyera más que el lomo, no la cubierta. Le dije que los alumnos, que se fijan en cómo vistes y lo que haces por inercia, se esforzarían en leer el título y que ese día o el siguiente, no faltaría alguno que preguntara qué estaba leyendo. Entonces, él maestro tenía que decir algo así cómo: “¡Oh, nada, una novela!”. Eso tenía que equivaler a un “¿De qué va?” por parte del alumno, a lo cual el profesor debía agregar: “No va a gustarte, y además es demasiado fuerte para tu edad”. La trampa era esa: provocar la reacción de los chicos, que se dijeran “¿Por qué no puedo leerla? ¿Se cree que soy tonto? ¿Acaso habrá sexo y marcha?”. Y no podía quedar aquí el juego. Le dije al profesor que luego contara un poco el argumento, con pasión, insistiendo en que no era para ellos, y que al final propusiera a los alumnos: “Si alguien quiere leerla, en cuanto la acabe se la paso”. Cosa que debía llevar a cabo no inmediatamente, para provocar ansiedad y frases como “¿Aún no la ha terminado?”, pero tampoco demasiado tarde.
Unos meses después me llamó para decirme que había funcionado, que al menos media docena de los que antes no leían, lo estaban haciendo. El juego de la provocación, la trampa, el misterio, fue una solución. Esos alumnos leyeron novelas impensadas anteriormente. Funcionó. Otro grano de arena, pero es el camino. Y en cada pueblo, en cada zona, en cada Comunidad, con sus propios problemas diferenciales, ha de encontrarse ese camino. Y después, juntos, todos, trabajar y trabajar y trabajar. Sin descanso. Por cada chico o chica que abre su mente a la lectura, tendremos una esperanza más. De todo lo que hemos hecho mal en el pasado ha de surgir cada propuesta futura, ser capaces de analizar los muchos errores más que los pocos aciertos, y no creer que con uno de esos aciertos basta y sobra. Esta es una batalla sin fin, porque cada año se incorporan nuevos chicos y chicas a la escuela, y cada cinco años cambian normas y costumbres a una velocidad de vértigo. Debemos empezar ya a formar bibliotecarios y bibliotecarias que entiendan su función y amen su trabajo. Y a veces no todo consiste en dinero. También cuenta la imaginación. La biblioteca debería ser un centro lúdico. Debemos hacer de la escuela el autentico foco cultural motor del futuro, no un aparcaestudiantes ni una obligación en la etapa infantil y adolescente. Creo sinceramente que hoy ya no puede pensarse que la escuela es exclusivamente el lugar al que se va a aprender. Creo que es el lugar en el que van a formarse.
Quiero referirme a mi experiencia como asiduo visitante de colegios, institutos y universidades en años precedentes. Lo haré a modo de ejemplo y resumen de lo que he dicho acerca de que es en la escuela donde hemos de trabajar la cultura y el placer de la lectura.
En mis años de coloquista en colegios me he encontrado con casos y hábitos curiosos que deben desaparecer. Uno de los más frecuentes es pedir a la editorial a un autor, el que sea, porque hay que dar lustre a la Semana Cultural, como si fuera lo mismo llamar a Pérez Reverte que a Miguel Delibes, o a Bruce Springsteen que a Placido Domingo en música. Otro caso es del centro que en un año se congratula de haber llevado a quince autores, como si de lo que se tratara es de hacer muescas en el Curriculum del lugar en rivalidad con otros centros, cuando lo importante es quién va y qué dice y el grado de aceptación de los alumnos. Si hay algo peor que un libro que les aburra es un autor que les duerma. También en las visitas a escuelas se ha llegado, desde hace años, a una peligrosa rutina. Hay colegios que no leen un libro si la editorial no les lleva al autor, así que ya nunca van a leer a Roald Dahl o a Michel Ende, ni a ninguno vivo si por razones de agenda o edad no puede acudir a la llamada. Se prefiere un libro mediocre a una buena obra por el hecho de que vaya el autor. Otros colegios no pueden llevar a un autor porque en el claustro de profesores el maestro de matemáticas lo veta, o no cede su clase para que los alumnos participen del acto. Las editoriales no están exentas de esta locura actual, porque más de una propone una venta mínima a cambio de que vaya el autor, casi siempre ignorante de estos acuerdos.
Y pese a todo, no conozco mejor método, de momento, que el del contacto escritor-alumno. Ninguno a falta de más y mejores bibliotecas, actualizadas, y más y mejores campañas de divulgación de nuestras obras en España y el extranjero. He publicado en 25 lenguas y se me lee en 50 paises, pero ha sido una labor casi artesanal, mía y de mis editores. El desprecio con el que nos miran los editores anglosajones es notorio. ¿Traducir a un autor español, sin tradición, para qué? Si vosotros, los profesores, no leyérais y recomendarais nuestros libros, seguramente nos moriríamos de hambre.
Suele decirse que si un adolescente ve leer a sus padres, se habitúa a leer él. No creo que sea del todo exacto. Mejor que unos padres lean, por supuesto, pero teniendo en cuenta que hoy los niños y las niñas, por oposición generacional, tienden a llevarles la contraria a los padres, que los mayores lean no es sinónimo de que lo hagan sus hijos. A padres fumadores les salen hijos no fumadores y viceversa. Amigos míos que no leen nada, tienen hijos que devoran libros y echan en cara a los padres «su incultura», y amigos míos que leen mucho, se encuentran con hijos e hijas respondones que pasan del tema. Un padre, una madre, adquieren la responsabilidad de serlo cuando deciden engendrar unos hijos y formar una familia, pero si a ellos nadie les ha dicho que leer es fundamental para el desarrollo mental de sus hijos, su responsabilidad se limita a darles de comer y vestirles, darles lo mejor según su criterio, pero dificilmente entenderán que su futuro puede depender de algo más que de estudiar o trabajar. Esos padres son los que dicen que los libros son caros, mientras consumen dos paquetes de tabaco diarios, o que si su hijo ya ha leido un libro este trimestre, ¿para que quiere otro? Son los padres que asocian leer con «deberes», lo mismo que los adolescentes. Los padres que protestan en la escuela porque a sus hijos se les dan muchas tareas, una de ellas leer. No hace mucho, un padre me decía: «Mi hija se pasa el día leyendo. Eso no puede ser bueno, ¿verdad? Ni siquiera ve la tele. Me saldrá tonta o algo así». Me costó trabajo convencerle de que su hija, leyendo a diario, era como si hiciese tres carreras, aunque sin diploma.
Es frecuente que llegue a un pueblo de cualquier lugar de España, con dos colegios, y que me encuentre, en uno, una recepción por todo lo alto, con pancartas, música, filmación en video y una fiesta por la llegada del escritor, y en otro, hora y media después, todo lo contrario, ningún entusiasmo, indiferencia, aburrimiento. Las reacciones de los chicos y chicas están en consonancia. Y no importa que el escritor sea capaz de ganarse a los dos públicos por igual. Importa el hecho de que antes ha habido alguien capaz de generar un entusiasmo frente a esa indiferencia aún más contagiosa. ¿Por qué en un mismo pueblo, con dos colegios, a un escritor se le recibe de dos formas distintas? Porque en uno un maestro ha encendido una llama en el alma de sus alumnos y en otro no.
En quince años, me he encontrado con maestros entusiastas, peleones, a veces más o menos agotados, ¿por qué no?, pero de los que no se rinden, porque en cada curso hay un grupo de chicos y chicas que espera «algo», y hasta un posible escritor, incluso, que puede echarse a perder o ganarse. Son los maestros capaces de reír, de contagiar, de hacer que el alumno les coja confianza sin por ello renunciar al respeto. Yo los prefiero a los terribles «profes» de mi época, que te hacían temblar nada más verles, aún antes de que abrieran la boca. Es el maestro que no ordena, aunque mande, sino que más bien sugiere, invita, y además colabora: es el primero que lee el libro que impone leer en clase o que comenta el que no ha mandado pero cree que es bueno. Hay muchas formas de enseñar, y no todas pasan por la hora de la clase.
Sé que las escuelas se están convirtiendo en el centro de todo y el «todo vale» de la educación: que si viaria, que si sexual, que si ecológica, que si… A muchos alumnos les dan al año una docena de charlas que nada tienen que ver con el curso en sí. Pero sin leer no se puede pensar, ni razonar, ni escribir, ni estudiar. Cuando un profesor de matemáticas no deja que sus alumnos vayan a la charla de un escritor que está en el colegio, «porque son más importantes las matemáticas que la literatura», está matando hormigas a cañonazos, y lo que es peor, disparándose a si mismo. Esos alumnos sabrán sumar dos y dos, ¿pero sabrán escribirlo? Tiemblo cuando oigo a un adolescente diciéndome que “no le gusta leer”, o peor aún, que “odia leer”. Se me pone un peso enorme en el alma, porque es como si ese niño me dijera que odia respirar, sentir, vivir. Alucino cuando me dice una chica o un chico: «El suyo es el primer libro que me he leido en la vida, y me ha gustado. Voy a leer otro». Me parece vivir en otro mundo. Y es triste que debamos hacerles leer por obligación. Lo sé. Cuando un adolescente me pregunta si es bueno leer por obligación suele contestarle: “No, no lo es, pero… chico, cuando estás enfermo te llevan al médico, y aunque no te guste, te dan medicinas para curarte, o te operan. Si no te gusta leer estás enfermo del alma, y de la cabeza, y de muchas otras cosas, así que el único remedio es la buena aspirina de un libro, te guste o no”.
Teniendo en cuenta que un país sin cultura es un país perdido, la responsabilidad del maestro es muy elevada, y no todos están dispuestos a aceptarlo así. Los padres les acusan del fracaso escolar de sus hijos; si son severos, de que lo sean, y si son blandos, de lo mismo; y ya conocemos otros comentarios típicos acerca de vivir de fábula con tres meses de vacaciones y otras historias; o que les tienen manía a sus respectivos hijos, etc. etc. Padres violentos, incomprensión, soledad, pérdida de respeto, nervios al límite, sensación de impotencia, de lucha baldía, de esfuerzo no recompensado… A los profesores de hoy les ha caído encima una responsabilidad mayor de la que eligieron, y además están mal pagados, ¡oh, sí, lo sé, lo sabemos! Merecerían el más alto de los sueldos por lo que hacen y por esa responsabilidad. Son la base del sistema. Perdón: sois la base del sistema. El quid de la cuestión sigue siendo el mismo: ellos lo escogieron, vosotros lo elegisteis. En mayor o menor grado, creías en ello. No vendéis patatas ni fabricáis braguitas de esparto, sin quitarles honra y mérito a los que venden patatas o a los que fabrican braguitas de esparto. Un padre o una madre llegan a casa agotados por su trabajo ‹o desquiciados porque no lo tienen‹, enchufan la tele, hoy hace sol y mañana llueve, la niña se ha portado mal y el niño ha roto la secadora. Ese es su mundo. O sea, que ningún padre o ninguna madre escoge de antemano el modelo de vida que quiere, y menos el de sus hijos: la mayoría improvisan sobre la marcha. Pero cada día laborable del mundo, de septiembre a junio, el profesor, la profesora, sí sabe porque está haciendo lo que hace, y sabe por educación y nivel, un montón de cosas que muchos padres ignoran. A esos maestros, debe importarles poco lo que haya en un hogar, si se lee o no, si el padre y la madre son conscientes del valor de la lectura o no. Debe prescindir de todo ello y pensar únicamente en lo que pueda dar a ese niño o esa niña. Por algo se llama a si mismo maestro y a si misma maestra. Cuando un padre en la India vende a su hijo por 15 dolares a un fabricante de alfombras, tal vez lo haga para dar de comer a sus otros diez hijos. Tal vez. Podemos juzgarle, estremecernos desde nuestra óptica occidental, creerle inhumano, y posiblemente lucharemos por la recuperación de ese niño, tratar de arrancarle de su esclavitud, darle una educación, ayudarle a mejorar, porque ante todo es eso, un niño. Aquí en España no hay padres que vendan a sus hijos, pero muchos, de otra forma, son tan inconscientes, incultos o inhumanos como el hombre hindú que vende al suyo. Nosotros hemos de prescindir de si la familia tiene que enseñar a leer a sus hijos o no. Nosotros tenemos esto tan peculiar, hermoso y capaz de cambiar el mundo que se llama libro. Creemos en él. Es nuestra arma y debemos utilizarla.
“¿Cómo leer en el Siglo XXI?” es una pregunta que se responde, de entrada, con otra: “¿Cómo presentar el libro en el futuro?”, y luego con otras más, “¿Cómo hacerlo cotidiano?”, “¿Cómo convencer de su valor?”, “¿Cómo ofrecerlo junto a tantas propuestas lúdicas con las que compite?”. Nosotros, políticos, educadores, autores, debemos prescindir de las competencias, no quejarnos de la televisión o los videojuegos. Si el libro ha llegado hasta aquí, es porque goza de buena salud, ha resistido cinco siglos de cambios. El libro en sí es magia. El libro en sí es la mejor y más sana de las drogas. La única que crea adición por placer y no mata. No es necesario que un chico tome éxtasis para que su mente se ilumine, como tristemente suelen creerlo ellos. Con un libro lo harán mil veces más. Pero no es con un poster absurdo y una frase convencional como le convenceremos, sino concienciándonos todos de que es posible, creyendo en ello, transmitiendo entusiasmo sin descanso y dotándonos de unos medios necesarios. Vivimos en un completo y permanente estado de emergencia. Todos nos pedimos ayuda unos a unos. Todos nos necesitamos. Nos urge un despliegue de la cultura de la resistencia, y cada uno debe mantenerla según sus posibilidades. Cada vez que desaparece un lector adolescente muere algo de la conciencia humana. Cada lector no formado es una semilla perdida y una oportunidad para que por esa grieta aparezca un dictador, un intolerante o un asesino. Me suele traicionar mi habitual pasión, pero soy sincero cuando afirmo que creo en la lucha, en esta lucha, porque es la lucha de la humanidad contra la barbarie. No se trata de imponer ideas, al contrario: todo está en los libros. Se trata de gritar alto y claro: “¡Eh, chico, chica! Tienes una oportunidad. ¿Vas a dejarla escapar?”
El pasado 15 de febrero, Enrique Vila-Matas escribía esta historia: “Canetti, en su obra La profesión del escritor, habla del estupor e indignación que le produjo en los años 50 la casual lectura de una nota suelta de un escritor anónimo. Era una nota que llevaba la fecha del 23 de agosto de 1939, es decir, una semana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. La nota decía: “Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor, debería poder impedir la guerra”. Canetti pensó, “¡Qué absurdo! ¡Qué pretensiones! ¿Qué hubiera podido un individuo solo? ¿Y por qué justamente un escritor?”. Durante días, Canetti le dio vueltas al asunto, hasta que cayó en la cuenta de que aquella nota tenía una profunda conciencia de las palabras. Y entonces pasó de la indignación a la admiración. Examinada más de cerca, en lugar de una fanfarronada, la frase del escritor anónimo era la confesión de un fracaso absoluto, pero era todavía más la confesión de una “responsabilidad”, precisamente allí ‹y esto le pareció lo sorprendente del caso‹ donde menos cabía hablar de responsabilidad en el sentido usual del término. Canetti vio que el origen de su indignación inicial había sido sólo uno: la idea de aquel individuo sobre lo que debía ser un escritor, y el hecho de que él mismo se considerara como tal hasta que la guerra echó por tierra sus ideales. “Y es justamente esta reivindicación irracional de una responsabilidad”, escribe Canetti, “lo que me hace pensar y me seduce del caso. Un escritor sería pues alguien que otorga especial importancia a las palabras. Mientras haya gente que asuma esa responsabilidad por las palabras y las sienta con la máxima intensidad al reconocer un fracaso total, tendremos derecho a conservar una palabra ‹la del escritor‹, que ha designado siempre a los autores de obras sin las cuales no tendríamos conciencia de lo que realmente constituye la humanidad”.
En esta historia hay un resumen claro, que siento como escritor, y que todos deberíamos sentir como personas además de ser maestros, educadores o políticos: Nosotros también fracasaremos si no convencemos a nuestros jóvenes de que la confianza en la palabra es la confianza en su vida y su futuro. Para terminar, admito que yo, individualmente, no tengo ninguna varita mágica para cambiar las cosas, ni ideas prodigiosas para convertir no lectores en lectores. Tampoco me gustan las frases bonitas pero huecas. No obstante, tengo algunos conceptos claros, una especie de decálogo básico en el que creo y que bien podría ser un resumen de todo lo que he dicho. Quiero terminar estas palabras mencionándolo y compartiéndolo. Mi código ético se basa en el respeto, la esperanza y la honestidad, así que esto es únicamente mi verdad.
1 ‹ El libro, lo mismo que el arte en general, ha de estar presente de forma natural y habitual en la vida de los jóvenes.
2 ‹ El libro no es un patrimonio exclusivamente cultural, sino un elemento más de entretenimiento en un mundo abierto cada día a más opciones de ocio global.
3 ‹ Un libro es como un disco, una película, un vídeo o un juego: pura evasión.
4 ‹ La biblioteca es el mayor salón de juegos (gratuito) del mundo, y hay siempre una más o menos cerca de ti.
5 ‹ Leer nos hace independientes, nos da personalidad, poder, fuerza, ideas propias, nos diferencia de los demás.
6 ‹ Leer es la principal llave de esa puerta llamada libertad.
7 ‹ Leer es la única droga que de verdad nos abre la mente, nos da luz y nos cambia.
8 ‹ Al leer, al sentir, recordamos que estamos vivos, y que esto es un privilegio.
9 ‹ Cuando el mundo intenta darnos alcance y asquearnos, leer es lo único que nos devuelve a nuestra condición humana.
10 ‹ Leer es como hacer el amor: estás tú y el libro, solos, compartiéndolo todo.
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Gracias por estar aquí, formando parte de esta experiencia, y buenas noches.

© Jordi Sierra i Fabra, 14 marzo 2003