Hay dos cosas por las que se me conoce. La primera por mis excesos literarios, la segunda por mi optimismo innato. De la primera no voy a hablar aquí. No toca. Mi obra está ahí y punto. De la segunda sí, porque puede que a muchos sorprenda el tono de esta conferencia. Sorprenda y asuste. Lo opuesto al optimismo es el pesimismo, aunque se dice que un pesimista es un optimista bien informado. Y no es que vaya a hablar desde el pesimismo en los siguientes minutos. Creo que la palabra exacta es miedo, un término que utilizo poco porque jamás lo he sentido desde que cumplí los 22. Miedo por lo que más amo, la literatura; miedo por mi país, y miedo por aquello en lo que se está convirtiendo la escuela. Pero dado que este Congreso se ciñe a literatura y sociedad, es el marco adecuado para decir lo que pienso y siento. Siempre habrá quien esté de acuerdo y quien no. En cualquier caso la polémica es buena. Sólo de la autocomplacencia o la indiferencia no surgen debates. Es necesario poner sobre la mesa lo que nos preocupa. Y esto es lo que me preocupa a mí y por ello ha sido invitado a hablar, pidiéndome, además, que deje por escrito mi conferencia para que existan pruebas cuando se me condene al paredón.
¿Qué nos está pasando? Porque es indudable que algo le sucede a este país en general, a la escuela en particular y a los libros en concreto. Es decir, algo nos está pasando a todos nosotros. De las tres grandes cuestiones filosóficas, “¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?”, voy a hablar de la última. O mejor dicho, voy a enfrentarme al nudo gordiano que encierra. Empezaré hablando de lo grande para terminar con lo pequeño, aunque lo pequeño sea precisamente el libro y lo que se mueve en su entorno. Y me refiero al llamado libro juvenil, preferentemente, porque el infantil goza de mejor salud.
Ahora, ¿qué es lo grande? Por supuesto España.
Una vez, en Estados Unidos, me dijeron que nosotros éramos genios, sabíamos hacer cualquier cosa, los escritores tocábamos todos los géneros, no había especializaciones, y además teníamos la mejor dieta (la Mediterránea) y hacíamos la siesta, aunque trabajáramos más horas con menos rendimiento. No fue una mala descripción. Tenemos el mejor potencial, cuatro lenguas, somos hijos de los que un día dominaron el mundo, procedemos de una cultura latina rica e histórica, etc. Por eso es una pena que estemos tan desaprovechados. Y conste que no pretendo insultar a nadie. Sólo puede ofenderse el que se sienta aludido. La sociedad, y hablo de los jóvenes, se ha estirado como un chicle. A un lado están los que estudian, leen, cooperan con causas justas. Al otro los que pasan de todo y no hacen nada. En medio, de uno a otro extremo, una gran marea humana que busca su sitio. Por ejemplo, según datos estadísticos, los jóvenes españoles son los menos activos de Europa en participación ciudadana, pero los más en ayuda a los demás.
Voy a citar mucho las estadísticas para hablar de lo que sigue. Nada de lo que diré con datos y cifras es especulativo, sino real. Y son datos referidos al último año, este en que estamos, aparecidos en los medios informativos nacionales, algunos tan recientes como los de hace una semana y con los que me encontré al regresar a España nada más coger el avión el 9 de noviembre después de un periplo latinoamericano. Lo malo de los datos es que son fríos, implacables, por esto asustan más. Encima, los vemos a modo de goteo en esos medios informativos, y así, dispersos, no son más que puñales, pero en conjunto aterran más. Veamos unos ejemplos.
España es en la actualidad el primer país europeo en consumo de videojuegos, el primero en consumo de cocaína y el segundo del mundo por detrás de Estados Unidos, el primero de Europa en embarazos no deseados (el 87% de los jóvenes no toma precauciones a la hora de hacer el amor), es también el país en el que los jóvenes se inician antes en el consumo de alcohol y drogas (12 años). Además estamos a la cola de Europa en educación, suspenso escolar, nivel de matemáticas, comprensión lectora, media de ordenadores por alumno, estudio de una materia como la música (treinta minutos a la semana en 1º y 2º de ESO en algunas comunidades) y un largo etc. Cada año los resultados son peores que el anterior, en una caída libre aterradora. En noviembre de 2005, en una tónica mantenida desde 2000, España dedicaba el 4,4% del PIB a la educación, por debajo del 5,22% de la media europea. Resultado: la media de abandono escolar europea era del 15,7% y la de España del 31,1%, la media de jóvenes de 20 a 24 años que había cursado secundaria en Europa era de 76,7% y la de España 61,8%, la dificultad para leer a los 15 años era del 19,8% en Europa y la de España del 21,1%. Por último, en Europa un 34% de jóvenes opta por la FP mientras que en España sólo lo hace un 21%, como si fuera un demerito hacer FP. Hablamos de medias europeas, así que la diferencia con países punteros es mucho más abismal. En conjunto unos datos peores que los de muchos países del Este de Europa. Y hablamos de alumnos en general. Si dividiéramos estos datos entre chicos y chicas veríamos que ellas leen y estudian más, con mejores rendimientos, que ellos, así que el fracaso entre la población masculina es mucho más grave que entre la femenina.
Todo esto significa que, y me remito a cifras se septiembre de este mismo año 2006 referidas al curso 2003-2004, el último analizado por la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), el gasto público en educación descendió en España al 4,3% y el 34% de los estudiantes no terminó el bachillerato, mientras que la media europea no superó el 12%. Son 22 puntos de diferencia, aunque el Ministerio de Educación haya asegurado estos días que el fracaso escolar ha descendido al 30,8% y el gasto ha crecido hasta el 4,47% en 2005.
Yo me pregunto, ¿puede un país moderno del siglo XXI soportar esto? ¿Puede un país enfrentarse al futuro con semejante falta de cultura? No quiero ahondar en lo detallista, aunque me asusten y abrumen esos datos de que seamos los primeros en consumir videojuegos, en tomar drogas alegremente (atención al gasto médico del mañana) o en practicar el sexo cada vez a edad más temprana sin protecciones; y me asusten y abrumen datos como los de la ausencia de enseñanza musical o lo mucho que odian leer miles de jóvenes, mostrando así una falta de sensibilidad futura. Prefiero mirar el problema en su concepto global porque la escuela y el libro, los puntos por los que pasaré a continuación van a ser la piedra angular que completen todo esto de lo que estoy hablando.
Hace tan sólo unos meses, mientras en Francia los jóvenes se echaban a la calle pidiendo (creo recordar) enseñanza gratuita o mejoras en educación, en España asistíamos al esperpento de ver como los nuestros también se echaban a la calle, pero para comprobar que ciudad era capaz de congregar más adictos a un macrobotellón nacional, en un reto demencial que a muchos nos llenó de sonrojo, sobre todo a los que viajamos y leemos la prensa allá donde vamos. Naturalmente no fueron todos los jóvenes españoles, pero sí miles y miles los que participaron de esta singular prueba, reto o como quiera llamársele. Si la cultura en general fuera tan importante como esta falsa cultura de la libertad, estaríamos en lo más alto de las estadísticas. Recuperarse de lunes a miércoles de las resacas del fin de semana y preparar de miércoles a jueves la próxima aventura etílica del viernes al domingo no es vivir, es quemar el tiempo en un vacío absoluto. Pero de este vacío somos responsables muchos, y pagaremos un alto precio no sólo nosotros sino los que nos siguen, a no ser que limpiemos el patio de nuestra casa patria y comencemos casi a partir de cero pensando ya en unas próximas generaciones que no hereden los males de las anteriores, algo que parece ciertamente difícil.
A veces me preguntan por qué he creado una Fundación en Medellín, Colombia, además de la que ya tengo en Barcelona para ayudar a jóvenes escritores. Les diré sólo un dato: Medellín dedica el 40% de su presupuesto anual a la educación y la cultura. Sí, han oído bien: el 40%. El resultado es que de ser la ciudad más violenta del mundo hace 15 años ha pasado a ser un modelo y una esperanza, con el lema de “La Más Educada” que hoy la preside, y todo ello sin dejar de soportar el peso de los desplazados por el conflicto interno que asola al país desde hace décadas o la sangría del mismo. A fines de marzo de 2007 SAR los Reyes de España inaugurarán en el que hasta hace poco era uno de los barrios más inseguros de la ciudad una de las cinco macrobibliotecas que se están construyendo junto a 50 nuevos colegios.
Según el barómetro del CIS de septiembre de 2006, a los españoles nos preocupa muy poco la educación. Y así nos va. De una lista de 30 puntos, la educación se quedaba en una modesta tierra de nadie del lugar número 12 entre las preocupaciones del país, pero es que, además, ese puesto 12 estaba a una enorme distancia de los 11 primeros. Paro, inmigración, vivienda o inseguridad ciudadana puntuaban entre el 46 y el 26%, mientras que la educación se quedaba en un escuálido e infamante 3,3%. Incluso la situación de la clase política merece un 10% de interés. En países con un 81% de jóvenes con el bachillerato terminado hay un 60% de personas que sí creen que la educación es un punto clave, y mucho más que los problemas de la clase política. Si la encuesta del CIS reflejara que la educación nos importa, ¿alguien duda de que los políticos no se lanzarían al ruedo de las promesas en las próximas elecciones, como sucediera cuando destacó en esa encuesta el problema de la vivienda o como ha sucedido recientemente con el tema de la inmigración? Pero la falta de interés de los españoles por la educación contrasta, encima, con el hecho de que un 45,4% se sienta poco o nada satisfecho con el funcionamiento actual del sistema educativo. ¿Cómo pueden coexistir esas dos cifras? ¿Cómo podemos no estar satisfechos de algo y luego no colocarlo entre nuestras preocupaciones prioritarias. ¿Estamos locos? ¿O es que, como dicen los expertos, no nos preocupa la educación porque no la percibimos como un servicio público y pensamos que mandando a nuestros hijos a colegios privados tenemos suficiente? La elite es minoritaria, no lo olvidemos. Y tampoco olvidemos que actualmente son las comunidades las que tienen las principales competencias educativas. ¿Nadie entiende todavía que a más cultura habrá menos preocupación por el paro o la inseguridad?
Culturalmente, España no va bien, comunidad a comunidad y en conjunto. Y esta es una lastra que soportamos mande quien mande, no importa el color, aunque debería exigírsele más a un gobierno de izquierdas porque la cultura forma parte de la bandera de la izquierda. ¿Y qué es cultura, en términos amplios? Para mí es no tirar una colilla por la ventanilla del coche con un bosque al lado, no engrosar las estadísticas de mujeres maltratadas, no contaminar, no consumir 320 litros de agua por habitante y día como consumimos no teniendo agua, por encima de los 280 de Francia o los 190 de Alemania… Suelo decir que leer me salvó la vida. Y creo en la lectura. Creo que en un libro está todo. Salvo casos excepcionales, dudo que un buen y culto lector muestre el desprecio con que arrojan su colilla al aire no pocos conductores, dudo que una mujer que lea se deje maltratar impunemente o que un hombre que lea sea capaz de golpear a su pareja. Quizás sea simplista, que roce la demagogia, pero me gustaría hacer tests de capacidad a esas personas. No es menos cierto que la sociedad cambia mucho y rápido y que también existe otro tipo de ser humano capaz de gozar de una cultura excepcional en una parcela mientras que es ignorante hasta lo ilimitado en otras, como dijo Doris Lesing al recibir el Príncipe de Asturias de las Letras en 2001.
Pero si España no va bien culturalmente, ¿de quién es la culpa, de la sociedad, de la herencia del pasado, del hecho diferencial de “ser españoles”, de nuestra generación, crecida en la libertad posfranquista, de la escuela?
Como he dicho al comienzo, España, escuela y libro son las tres piedras angulares de esta conferencia, y le ha tocado el turno al segundo punto.
El día 9 de noviembre regresé a casa después de 3 semanas en Colombia y en la portada del primer periódico que pillé leí la manifestación de los maestros de Barcelona contra la violencia escolar. Un titular decía “Los profesores protestan contra las agresiones en los centros”. Otro “La fiscalía de Andalucía actuará por la vía penal contra la violencia escolar”. A mí lo que me pareció más significativa fue una pancarta de un maestro en la que se leía: “Padres, ejerced de padres y no de víctimas de vuestros hijos”.
La violencia escolar es sólo una parte de lo que está sucediendo en la escuela en España en los últimos 20 años. De entrada lo primero que se me ocurre es decir que, para muchos, los maestros son algo así como el último eslabón social, un tipo o señora que cuida de los hijos durante unas horas al día y poco más, sin ningún valor. Se le ha quitado al maestro toda autoridad. Toda. Es un mero instrumento. Y también de entrada, se me ocurre decir que siendo el grupo profesional para mí más importante de la escala social, está pagado como si fuera el último. Hablar de violencia escolar (recordemos que en Estados Unidos llevan años con arcos de detección de metales para evitar armas en los colegios) es hablar del último de los cánceres que ha asolado nuestra escuela. Antes hay que comenzar por remediar los primeros.
¿Cabe exigir a un maestro lo máximo en su profesión? Sí. Trabajan con barro humano, modelan personas. Su responsabilidad es absoluta, aunque no tanto como la de los propios padres. in embargo… ¿cómo podemos exigir mayor nivel a los maestros si les pagamos una absoluta porquería, si se les está desprestigiando día a día, si un gran tanto por ciento está ya tomando antidepresivos o al borde del psiquiátrico cuando no de baja por estrés, porque es de las profesiones de mayor riesgo en España? Vivimos en una cultura del sonrojo perpetuo, en la que cualquier memo con un pariente político en un pueblo de tres habitantes gana millones con sólo una especulación mientras que a los hombres y mujeres que han de cuidar de la cultura y la formación de los hombres y mujeres del futuro se les paga una limosna. No se trata de subir el sueldo o hacer acuerdos: se trata de que de una vez tengamos, o recuperemos, la figura del maestro, bien pagado y con el respeto que merece, y entonces sí, les exijamos el cien por cien, que lean ellos, que den ejemplo, que estén preparados. Muchos pensarán que si un maestro ha elegido serlo, es por vocación. Y así es en la mayoría de casos, no todos. Pero siendo una de las profesiones de mayor desgaste, es de las menos protegidas. Los padres de miles de alumnos ven al maestro como el responsable de fracaso escolar de sus hijos. Así, junto a una generación de alumnos desmotivados estamos ya asistiendo a la de unos maestros moralmente hundidos. Algunos luchan todavía, con entusiasmo, con energía, pero otros han arrojado la toalla. El día a día es un erial vacío.
Recientemente di una charla en un gran teatro de Medellín, Colombia, a la acudieron 1500 maestros con sus alumnos, ¡voluntariamente! Hace unos días presidí una reunión en Barranquilla, también Colombia, a la que asistieron docentes de las partes más pobres de la costa caribeña del país, hombres y mujeres que dan clases en pueblos lejanos y sin medios o en cárceles indistintamente. Querían aprender. No les importaba lo que ganaran. Querían aprender y mejorar. Nadie les exige nada, se lo autoexigen ellos. En España también hay cientos, miles de profesionales que se autoexigen, pero no siempre las fuerzas acompañan. La desidia acaba triunfando allá donde la mayoría cede. El maestro no termina su jornada laboral yéndose a casa. Continúa.
Antes de seguir hablando de la escuela, quiero citar un comentario de Vicente Verdú a cuenta de esa misma información que acabo de mencionar. Dice “¿Por qué un número creciente de alumnos maltrata a sus profesores y a sus compañeros, a los bedeles y a los mendigos? La respuesta común lleva a admitir la existencia de una violencia omnímoda que flota hoy, fatalmente, sobre la sociedad. Nuestra época es mala y peor que la etapa anterior. Quien afirme otra cosa se arriesga a ser mal entendido. Lo políticamente correcto no es hablar de una generación nueva, sino de la degeneración. Del mismo modo, lo correcto no será referirse a la situación cultural presente como distinta sino sólo como inculta. Una prueba aplastante es que no se lee. Los niños son ignorantes, bárbaros, violentos, y no leen; son incapaces de entender el valor del libro y del esfuerzo. ¿Solución? Campañas para inculcar la afición a leer o incluso horas lectivas para que esfuercen en leer. Una cosa se confunde con la otra. Los niños no leen porque es más cómodo ver y oír de manera que la actual cultura, eminentemente audiovisual, es cultura de molicie. Efectivamente, los escolares son más violentos que antes, pero la escuela de antes no fue precisamente un mundo de paz, porque si no nos pegaban unos lo hacían otros. Naturalmente emerge el asunto de la autoridad y ahora no se respeta la autoridad del maestro, pero tampoco la de los padres, los jueces, la Iglesia, los médicos o la publicidad. El descrédito de las jerarquías se corresponde con el auge de la interacción, la horizontalidad cognitiva dentro y fuera de la red. Los jóvenes, y tanto más cuanto más crecen en el mundo de juegos interactivos, sensaciones cambiantes e informaciones efímeras, obtienen los conocimientos sin orden ni reflexión, sino llaneando, clickeando, viajando, videando. Representan día a día a una nueva criatura que se aleja del maestro antropológicamente aunque se agrupen en la misma habitación. La mayoría no son agresivos, pero la generalidad carece de todo interés por la asignatura. O bien, de la misma manera que el veterano maestro considera extraños a sus alumnos recientes, los alumnos ven un zombi en su educador. Casi todo lo que más les importa a ellos le importa un comino a su educador, y al revés. Uno y otro sienten su desdén y su incomunicación rotunda. Pero ¿cómo educar sin comunicación? O también, ¿cómo educar desdeñando? Esta escuela no interesa a los escolares. La penitencia que proviene de hallarse obligatoriamente juntos, maestros y alumnos, aún sin agresiones físicas, hace que vivan bajo una permanente tortura. Y lo primordial es, de un lado, el modo escogido para hacer sabroso el saber y, de otro, el menú concreto del saber que pretende servirse”. Si a este comentario añadimos los datos del Informe PISA también de noviembre de este 2006 en los que se dice que “los profesores españoles son los más desanimados de la OCDE” y que “el desanimo y la falta de expectativas de los profesores, así como la percepción de los directores sobre la falta de compromiso de los alumnos con el aprendizaje choca con el criterio de los alumnos acerca de que sus maestros no les ayudan lo suficiente”, tenemos cerrado el círculo perfecto del desajuste.
Después de leer todo esto, ¿alguien duda del sentido del título de esta conferencia y del por qué de la palabra “refundar”?
Desde comienzos de los años 80 hasta comienzos de este siglo, di entre 200 y 250 charlas anuales en colegios de toda España. Era una actividad que me entusiasmaba, y me sigue entusiasmando aunque ya no la practique salvo en contadas ocasiones. Por un lado, problemas de garganta. Por el otro, la falta de entusiasmo, no mía, sino del sistema. Los pioneros íbamos a los colegios por placer, sin cobrar nada. Luego se “profesionalizó” el trabajo, todos los escritores fueron “llamados a filas”, las editoriales ofrecieron autores (algunas a fines de los 80 a cambio de vender libros), se masificó el invento y llegó la degeneración: colegios pidiendo un autor, el que fuera, para dar lustre a su semana cultural, colegios exigiendo a un autor o no se leían sus libros, colegios que preferían leer un libro mediocre si iba su autor a uno mejor si este no iba, colegios que querían demostrar haber tenido a todos los importantes como muescas en un revolver cultural, editoriales apretando las clavijas a los colegios con autores a cambio de libros de texto, autores que ganaban un sueldo dando charlas como si fuera un trabajo con sueldo mensual y un largo etc. de deterioro global. Es cierto que en cada aula hay alumnos que esperan al escritor, y es cierto que con cada charla puede que algunos reticentes lean. Mi experiencia me dice que es así, sobre todo porque mis charlas siempre han sido lúdico-combativas, vitales y apasionadas, pero la falta de nivel de comprensión lectora (libros que antes eran debatidos a fondo hoy no son entendidos en absoluto) y la desidia de muchos centros o de los alumnos han hecho que en mi caso haya colgado los guantes. Antes ir a un colegio era una fiesta, se celebraba el acto como una efemérides, mientras que hoy das la charla en la hora de la clase de lengua como una actividad más y punto. Antes se esperaba al autor con curiosidad, interés y expectación; hoy la mayoría de los alumnos van arrastrando los pies, seguros de aburrirse hablando de “cultura”, sin conceder al autor al menos un mínimo de crédito incluso en los centros en los que hay maestros entusiastas que animan y sí valoran estos encuentros, que los hay. Y el autor ha de demostrar siempre todo, ganárselos (el que puede), en lugar de hallarse en un centro de participación más o menos global desde el primer momento.
Sigo pensando que la presencia del autor en el colegio es importante, pero no cómo se hace ahora. O se recupera el espíritu de hace 20 años, el concepto de fiesta, la exclusividad y la importancia de estas charlas, o no sirven de nada. Para los alumnos son iguales que las charlas sobre el tráfico o sobre educación sexual, es decir, que todo lo que suena y sabe a escuela les cae en el mismo saco. Están desmotivados, nada les sorprende. Siendo el libro, además, de lectura obligada, su rechazo es mayor. El que tienen delante es el padre de lo que les han obligado a leer. Y no importa que les haya gustado si es que lo han leído, porque en muchos casos ni con obligación lo leen. En Internet hay páginas de resúmenes de libros. Hay escuelas en las que se lee una página al día del libro del trimestre, ni una más. O un capítulo si no es muy largo, ni uno más. ¿Quién es capaz de entender un libro leyéndolo así, o recordar quién es cada personaje? Claro que no es mejor obligar a leer hoy “La Celestina” como libro básico, matando hormigas a cañonazos. Sin un equilibrio entre lo que es “estudiar” y lo que es “placer”, estamos perdidos, y la línea divisoria sigue estando borrosa.
Llegados a este punto, toca hablar ya del libro, de su estado de salud actual, de su precaria condición de residuo cultural y objeto de entretenimiento, y aquí ni mi más rendido optimismo puede sino acabar de estallar, porque soy escritor, porque amo estas cosas cuadradas llenas de palabras y de historias, y porque me siento a veces como un resistente, o un superviviente, y me cabrea enormemente su deterioro tanto como su papel en la formación de los jóvenes, la censura o la relación editoriales-colegios-autores.
Este verano se hizo una encuesta en España para preguntar a padres de familia que era lo que querían que fuesen sus hijos. Ganó médico seguido de arquitecto y abogado. En la cola, dos últimos puestos, es decir, lo que NO querían que fuesen, quedaron militar y escritor. Lo de militar lo entiendo. Nadie quiere que su hijo lleve un uniforme hoy en día aunque sea para ir en misión humanitaria. Pero lo de escritor… ¿Y alguien me pregunta por qué tengo una Fundación para ayudar a esos chicos y chicas? Que les pregunten a los que se han presentado al premio literario que convoca mi Fundación con libros de 300 a 500 páginas.
Estos mismos padres no entienden que estudiar hoy algo rentable no asegurará a sus hijos nada dentro de 20 años, cuando sean adulto. Hay que prepararse para la vida, para ser personas, seres humanos felices capaces de reinventarse a sí mismos en un mundo cambiante. Hace 50 años la vida corría más despacio. En el presente se acelera. Para mí, esto es también cultura. Y en este espacio leer seguirá siendo la base de esa culturalidad. Por lo menos en las dos o tres próximas generaciones.
Pero ¿qué papel cumple el libro, en esencia el mal llamado “juvenil”, en el sistema educativo, cultural o lúdico actual? A mi entender es un papel pobre, lastrado por un gran fantasma llamado censura y por los poderes fácticos que editores, colegios o asociaciones de padres ejercen sobre los autores. El libro, en lugar de estar al servicio del lector, está al servicio de unos intereses que acaban convirtiéndolo en un instrumento que sus destinatarios rechazan. Y sé que este es un tema delicado que levanta ampollas.
La literatura juvenil, y a veces también la infantil, se está alejando de la realidad. Y hablo de los libros que abordan esa realidad, por supuesto. Ana María Machado, premio Andersen 2000, dijo en abril de 2004 en la revista Peonza que los autores y libros españoles estaban demasiado supeditados a la escuela. Y es cierto. ¡Benditos sean los profesores que ponen nuestros libros! ¡Gracias a ellos somos famosos y vivimos de nuestro trabajo de escritor! Pero cuidado, porque vamos a peor. Hace 20 años un sacerdote, director de una colección, me dijo que había que asumir riesgos, que no podía falsearse la realidad, sino adelantarse a ella, aunque esos riesgos se asumieran siempre desde una posición ética, de compromiso personal. Era un hombre que pedía a sus autores que no se cortaran a la hora de escribir.
Esto es hoy impensable.
Nunca me he autocensurado, pero si no edito un libro no pasa nada, escribo diez más. Otros autores que sólo escriben uno o dos al año no pueden permitirse el lujo de que se les quede en un cajón. En el último número de la revista CLIJ, en el que se pasa examen al año, se dice que hay falta de riesgo. ¿Pero cómo va a haber riesgo si hay autocensura impulsada por la propia censura imperante? La palabra lesbiana descalifica automáticamente un libro para ser leído en cientos de escuelas y, por consiguiente, lo descalifica para ser editado. Mi novela sobre este tema ganó un premio literario. El jurado dijo textualmente: “Si no llega a ganar el premio, el autor no edita esto en la vida”. Pero lo mejor fue que esa misma obra ganó después otro premio, este al mejor libro del año elegido por los estudiantes de Catalunya en su franja. Es decir, que esos estudiantes nos estaban diciendo que eso era lo que querían leer. No es mi única anécdota. Tengo muchas. Hace un par de años una editorial me pidió que cambiara la palabra “cerveza” por “Coca-Cola” en un capitulo, porque el protagonista no tenía 16 años. Si no fuera trágico habría que echarse a reír. ¿Son en España todos los colegios religiosos? ¿Son todos laicos? ¿Son todos A o B? Si un libro ofende en una escuela no se lleva, o no se pone como lectura, y ya está. Pero ¿y el miedo a las represalias? ¿Una editorial “progre” es peligrosa? ¿La palabra “lesbiana” es hoy tan audaz como para hacer temblar las estructuras escolares? ¿Cuando se descubre la sexualidad, a los 30 o a los 14 años? ¿O es que tratar de ocultar un hecho lo hace invisible? Hace 6 años llegué a Chile en plena ola de drogadicción por éxtasis y para mi sorpresa mi novela sobre el tema, “Campos de fresas”, estaba prohibida en colegios religiosos “porque daba ideas a los jóvenes, les hablaba de algo que mejor era ignorar y fomentaba la drogadicción”. Palabras textuales. Demencial. ¿Es eso lo que queremos para nuestra literatura juvenil? Si la literatura no refleja la sociedad, ¿de qué sirve? La literatura siempre ha sido un motor de cambio social, una bandera de progreso. ¿Es fomentar la drogadicción hablar del tema de las drogas entre los jóvenes? El lector ha de verse reflejado y mirarse en un espejo. El éxito de mi novela “Noche de viernes” se debió al boca a boca de muchos maestros que se lo pusieron a sus alumnos precisamente para que se vieran a sí mismos y aprendieran desde fuera como eran ellos y cómo podían terminar. Y no era una novela dogmática ni moralista. “Noche de viernes” no es un libro “de tacos”, sino una novela real sobre nuestros hijos. Sin embargo, ahora mismo, poner un “joder” de más o un “mierda” de menos en una página puede provocar que una editorial devuelva un libro o se le pida al autor que lo cambie, con lo cual un personaje que en la novela queda retratado como lo que es, con los cambios puede acabar convertido en un angelito. El efecto se pierde, el espejo se diluye. No puede hacerse a hablar a cinco callejeros elitistamente porque no es así como hablan. Tampoco puede hacerse un libro entero en el que cinco chicos sólo hablen con expresiones malsonantes (por mucho que sea así en la vida real), pero ha de haber un término medio. La sociedad que no se conoce a si misma o no se ve reflejada en su literatura pierde parte del contacto con la realidad. ¿Alguien sabe cuantos españoles van al paraíso sexual infantil de Tailandia cada año? Miles. Los niños y jóvenes no leen los periódicos. Si yo hablo del tema en una novela hablo de algo que ignoran y aprenden. No es escabrosidad. Es el mundo, hoy, ahora. Esto es cultura a través de la información. Pero cuando se prohíben libros, donde sea, aunque más en la escuela, se está parcelando ese mundo y dirigiendo la cultura, lo cual nos lleva a la dictadura del pensamiento único.
La oleada de mojigatería que empezó con las administraciones republicanas en Estados Unidos, y ha culminado en la Era Mesiánica de George W. Bush (ya sabéis que habla con Dios) ha sumido a la intelectualidad de este país en una guerra absoluta contra la censura. Estatuas con pudorosos pañuelos en edificios públicos, la negación de las teorías darwinianas y la obligación de aceptar el absolutismo radical, prohibición de publicar artículos científicos procedentes de Cuba, Irán o Libia… La lista sería interminable. Pero, como siempre, las peladas barbas del poderoso vecino que dicta la culturalidad mundial han llegado hasta las remojadas nuestras y a muchos nos parece que además de peladas nos han cortado ya la cabeza. Mi guerra contra la censura es minoritaria porque todo el mundo se lleva las manos a la cabeza pensando que a los jóvenes hay que protegerlos. ¿De qué? ¿De sí mismos? En 2004 Salman Rushdie, Paul Auster y otros muchos autores se alzaron en armas, o sea en palabra, contra los desmanes del totalitarismo integrista del señor Bush. Desafiaron incluso el hecho de que allí, en Estados Unidos, el paradigma de la libertad, podían ser represaliados, cosa que afortunadamente no sucede en España. Autores como Mark Twain o incluso Cervantes, hoy no editarían sus obras como las concibieron. En “La esclavitud de las masas”, Thoreau denunció hace 150 años el rumbo que tomaba su país y pedía a la gente que reaccionara. Ver a unos escritores asumiendo su papel de agitadores culturales me produjo alivio. Pero fue en Estados Unidos y en 2004. Un poco antes, en diciembre de 2003, J.M.Coetze dijo al recibir el Premio Nóbel: “Ahora le parece que en el mundo sólo hay un puñado de historias. Y si a los jóvenes se les prohíbe que se alimenten de sus mayores, se les está condenando a guardar silencio para siempre”. Palabras proféticas. Terribles. Que en una escuela un grupo de padres prefiera un insulso libro de aventuras a una novela en la que se trata del divorcio, la homosexualidad de un hijo o el embarazo de una adolescente, “por ser temas escabrosos”, es demencial. Y lo es que las editoriales tengan miedo o que “los vendedores no puedan llevar una determinada obra a un colegio porque no la venderían”. Si los autores españoles no somos libres, los lectores jóvenes perderán unos referentes esenciales, los mismos que nosotros perdimos en la dictadura y recuperamos, afortunadamente, después, en un ejercicio de recuperación histórica, ávidos, o desafiando entonces las prohibiciones de nuestro tiempo.
En la actualidad pagamos pecados y errores ya insalvables. Los jóvenes, que encima hoy están estresados por el vértigo de la vida y su falta de culturalidad, ven poco atractivo el esfuerzo intelectual. El famoseo y el dinero del escándalo o los programas de tele realidad son su norte. Quieren el éxito por la vía rápida y el mínimo esfuerzo. Leer cuesta, y cuanto menos se lee menos se entiende lo que se lee, así que el joven queda a salvo de sí mismo y goza de la mejor de las autocoartadas: ¿para qué hacer algo que le aburre y encima le deprime? Si a esto unimos la falta de riesgo de muchas obras que pasan por la escuela, pero que son políticamente correctas para profesores o asociaciones de padres… el círculo se cierra.
Hace unos años escribí esto: “Estoy completamente convencido de que quien no lee está abocado al fracaso salvo que esa persona tenga una capacidad diferencial que supere esa falta. Nueve de cada diez personas que crecen incultas son candidatos a vidas problemáticas, trabajos inciertos, frustraciones adultas, depresiones, jubilaciones en precario, vacío y silencio. Pero si ni el sida o los embarazos hacen que muchos jóvenes tomen precauciones en sus relaciones íntimas, y es algo mucho más inmediato, ¿cómo hacerles ver que absorbiendo conocimientos a través de los libros tendrán una vida mejor? Si no somos imaginativos, si no vivimos una revolución constante, dentro de diez años volveremos a reunirnos para seguir lamentando que estemos en la parte de atrás del tren de la lectura en Europa.”
Se lee más que nunca por obligación, y benditos sean los maestros que luchan contra la ignorancia, pero seguimos sin saber crear ninguna nueva generación de lectores espontáneos. Muchos chicos se burlan de sus compañeros si los ven leer. Por esa razón creo que hoy en día la autentica revolución, el acto revolucionario al cien por cien, es leer, por independencia, para que cada cual sea uno mismo, diferente. En un mundo globalizado, quedan pocos placer individuales.
Y no olvidemos a las administraciones. Hace unos años el Ministerio de Cultura lanzó un póster con un mono que llevaba un libro en la cabeza. Ya ni recuerdo el eslogan. Daba pena. Y se gastaron millones en esa campaña. Millones que podían haberse empleado de otra forma. ¿Alguien cree que un joven leerá más viendo ese póster? Hace tres años escribí también esto en una conferencia: “Nosotros, políticos, educadores, autores, debemos prescindir de las competencias, no quejarnos de la televisión o los videojuegos. Si el libro ha llegado hasta aquí, es porque goza de buena salud, ha resistido cinco siglos de cambios. El libro en sí es magia. El libro en sí es la mejor y más sana de las drogas. La única que crea adición por placer y no mata. No es necesario que un chico tome éxtasis para que su mente se ilumine, como tristemente suelen creerlo ellos. Con un libro lo harán mil veces más. Pero no es con un póster absurdo y una frase convencional como le convenceremos, ni diciéndole que leer es cultura y es bonito —si en la escuela hacen leer lo que no les gusta, matan lectores—, sino concienciándonos todos de que es posible, creyendo en ello, transmitiendo entusiasmo sin descanso y dotándonos de unos medios necesarios. Vivimos en un completo y permanente estado de emergencia. Todos nos pedimos ayuda unos a unos. Todos nos necesitamos. Nos urge un despliegue de la cultura de la resistencia, y cada uno debe mantenerla según sus posibilidades. Cada vez que desaparece un lector adolescente muere algo de la conciencia humana. Cada lector no formado es una semilla perdida y una oportunidad para que por esa grieta aparezca un dictador, un intolerante o un asesino. Me suele traicionar mi habitual pasión, pero soy sincero cuando afirmo que creo en la lucha, en esta lucha, porque es la lucha de la humanidad contra la barbarie. No se trata de imponer ideas, al contrario: todo está en los libros. Se trata de gritar alto y claro: “¡Eh, chico, chica! Tienes una oportunidad. ¿Vas a dejarla escapar?”.
Este texto, entusiasta, lo suscribo lo mismo hoy, pero con las reticencias del deterioro de nuestra culturalidad. Dice el Gobierno, con datos en la mano, que se está remontando el vuelo. Pero es poco. Hablamos de tantos por cientos mínimos. Dice el Gobierno que la problemática actual es debida al anterior Gobierno del PP. Y no me sirve. El nivel de comprensión bajó en tiempos socialistas, bajó en tiempos populares y sigue bajando hoy. Muchos estamos dispuestos a trabajar, en lo personal o a través de asociaciones diversas, Fundaciones, ONG’s, etc. Si no encendemos las alarmas, si no empezamos a refundar esta sociedad desde la cultura, entendida como algo más que estudiar, dentro de diez años seguiremos donde estamos, en la cola de lo bueno y en cabeza de lo malo. Hay que refundar el libro y su papel para que nuestros jóvenes no lo asocien con obligación, aburrimiento y escuela. Hay que refundar una escuela que se ha quedado obsoleta y falta de imaginación. Y hay que refundar una España que tiene héroes puntuales, deportistas solitarios casi siempre, surgidos a veces en los desiertos de lo inexplicable, aunque su ejemplo de lucha y constancia no baste. Y refundar significa empezar de cero en muchos aspectos, hacer tabla rasa, pensar en la próxima primera generación más que en la última, ya derrotada mal que nos pese. No hay ningún código ético que obligue a las televisiones a no emitir basura porque su negocio es la audiencia. No hay ningún código ético que obligue a los fabricantes de videojuegos a no emplear la violencia en ellos porque la competencia es feroz y su público les pide esa violencia. Y menos lo hay en el que vende drogas sin escrúpulos pasando de matar a jóvenes o dejarlos zumbados para siempre. Pero nosotros somos escritores, educadores, editores, y amamos lo que hacemos, o deberíamos amarlo por encima de otras cosas ya que el destinatario final es ese niño que empieza a vivir o ese joven desorientado que nos necesita aunque lo niegue. Ese es nuestro código ético. El libro es belleza porque es el paradigma de la libertad. La escuela debería ser un foco de cultura y desarrollo. Y el país en que vivimos es nuestra casa, y si tenemos goteras las tapamos. O acabamos derribándola para hacer una de nueva.
A eso me refiero cuando hablo de refundar.
© Jordi Sierra i Fabra, Noviembre 2006